Entre el hedonismo y los ansiolíticos, esta inquietante escena musical capta el espíritu de nuestra época
Uno de los grandes debates sobre el trap consiste en que decidir si es una música que refleja la realidad juvenil o se limita a acelerar fantasías publicitarias. En realidad, cada artista es un mundo: estrellas como Yung Beef arrastran un pasado como delincuentes menores de edad y en YouTube puede encontrase imágenes de un juicio donde fue acusado de participar en una red de estafa a ancianos en Granada. En el otro extremo, C. Tangana es hijo de un exitoso ejecutivo publicitario, herencia que se nota en sus respuestas y estrategias comerciales. A pesar de la distancia social, las letras de ambos transmiten una honda insatisfacción existencial que ni las drogas ni el sexo ni las groupies parecen compensar del todo.
Aunque sea una tarea ingrata, tratemos de definir en qué consiste el trap. Se trata de una palabra inglesa que, de manera literal, significa “trampa”, pero en la jerga de los guetos negros del sur de Estados Unidos alude a un lugar donde se trapichea con droga. Yung Beef define el género como “putas y cocaína”, metáfora de ir siempre a tope, como si tomaran los ingredientes clásicos del hip-hop y pisarán el turbo de su lado más nihilista, consumista y macarra (si cabe). Una de las mejores explicaciones sobre el atractivo del género la dio un artículo de Miguel Espigado: ‹‹Cuando pasé más de un año en paro, mi relación con el dinero cambió para siempre. Me empobrecí, como tantos otros de mi generación, y comencé a sentirme atraído por el trap, un estilo musical derivado del rap que canta al dinero, las putas y la droga (…) Hay que sentirse pobre -aunque uno no lo sea del todo- para desear ser rico de un modo ostentoso; de un modo que el dinero viejo y las clases medias –siempre tan atentas a lo prestigioso– consideran indecoroso››, opina.
Este sonido crudo ha traído nuevos parámetros que descolocan a muchos aficionados a la música. Por ejemplo, en los conciertos no se considera imprescindible la música ni la voz en directo. Solo así se entiende la polémica por los recitales de C. Tangana en Valladolid en 2018, que la prensa local describió como ‹‹Pirotecnia, alcohol y playback››. Lejos de disculparse o explicarse, la mayoría de traperos se muestran orgullosos de esta opción. Yung Beef prescinde algunas veces del micrófono mientras su voz grabada atruena por los altavoces. Muchos conciertos de trap, incluida la gira Motomami de Rosalía, son una mezcla de fiesta, karaoke y photocall, donde lo crucial es estar cerca del artista y ser sorprendido por los estilismos, la actitud y la escenografía. Estamos ante un show más que ante un concierto, donde lo rompedor cuenta tanto o más que lo musical, un poco como en el punk a finales de los años setenta.
Desde fuera de la escena, se ha señalado la pobreza musical de estos planteamientos. Por ejemplo, el músico de folk Roberto Cubero: ‹‹En la música “de industria” no te puedes juntar con otra gente y tocar de manera espontánea un repertorio común. Esto se da mucho en los festivales de folk, después de los conciertos te puedes tirar otras tres o cuatro horas tocando con el resto de grupos. A los músicos del trap, por ejemplo, les va más colocarse, musicalmente no tienen nada que aportarse entre ellos como comunidad, como mucho un “beat” (ritmo) “to guapo” que te enseñan con el móvil, supongo…››. Algo parecido apuntaba Guillermo Galván de los rockeros superventas Vetusta Morla, cuando destacaba que Rosalía no toca para el público que tiene delante sino para el que la ve después en la pantalla de ordenador, la televisión o el móvil. Si el rock es un cuadro figurativo, el trap es una performance posmoderna.
Seguramente el trap es el género musical que ostenta el récord de letras que hablan sobre jóvenes deprimidos. Cojamos, por ejemplo, el clásico ‹‹Trankimazín›› de Cecilio G, que refleja a las claras la angustia que padecen incluso artistas de éxito como él. ‹‹Llevo un “pikete” espacial (ciego de drogas), una “hoe” (puta, chica) espectacular/ Mi madre dice que ahorre pero yo no puedo ahorrar (que va)››. Poco después confiesa que sus días pasan en un péndulo infernal: ‹‹Baby no puedo dormir/ aún sigo pensando en ti/ pienso que me voy a forrar/ pienso que me voy a morir››. Esa sensación de subidón y bajona inseparables parecen ser la receta del éxito de muchos himnos del género, desde la coreable ‹‹Soy peor›› de Bad Bunny hasta la torturada ‹‹Bolsas›› de C.Tangana, pasando por la mística ‹‹Ready pa’ morir›› de Yung Beef.
El filósofo Ernesto Castro publicó en 2019 un intenso ensayo de 400 páginas titulado El trap. Filosofía millenial para la crisis en España (Errata Naturae). Allí hacía una radiografía minuciosa del género en nuestro país, atendiendo también a su contexto económico y significado sociológico. Castro explica en el texto que la abundancia de videoclips plagados de mansiones, descapotables y pibones indican la incapacidad de la mayoría de letristas para ofrecer imaginarios distintos a los de la industria de la publicidad. Lo que averiguó entrevistando traperos es que algunos se autoexplotaban de tal manera que caían rendidos de sueño encima de la mesa de mezclas donde no paraban de producir canciones en busca del himno que les sacara de la pobreza. Que nadie espere encontrar en estas rimas grandes alternativas a la realidad social, suelen ser una mezcla de egomanía y escapismo, cuando no simple desahogo. O incluso exhibicionismo de ‹‹putas y lamborghinis››.
En realidad, tiene todo el sentido que el público conservador desconfíe del trap: ¿qué pueden aportar a nuestra cultura unos cuantos jóvenes tirando a lumpen, tatuados y semidesnudos, hasta arriba de drogas? En realidad, algunas cosas sustanciales. Sus rimas son muchas veces excelentes crónicas de la vida en los barrios populares de España, con toda su épica, su picaresca y sus miserias. Además, artistas como Rosalía y C. Tangana han plantado cara de manera exitosa a los superventas anglosajones de música urbana, logro que tiene un mérito enorme. En el caso de Tangana, sobre todo a partir del disco El Madrileño (2021), se recuperan algunas señas cruciales de nuestra identidad nacional (rumba, flamenquito, bares castizos…) que favorecen el arraigo cultural de los jóvenes. Cuando este artista llena recintos de más de diez mil personas en Cataluña o en el País Vasco, créanme que a las élites culturales separatistas no les hace ninguna gracia su intenso despliegue de españolidad.
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