Urtasun: descolonizar y destaurinizar

Urtasun: descolonizar y destaurinizar

Haciendo una pausa en su labor descolonizadora, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, visitó recientemente el Museo Romano de Mérida, ciudad fundada por orden del emperador Octavio Augusto en el año 25 a. C. para acoger a los soldados de las guerras cántabras. Dentro del edificio, diseñado por Rafael Moneo, Urtasun contempló las reliquias romanas que dan testimonio de la dominación imperial sobre los pueblos originarios.

Sin embargo, no hizo paralelismo alguno entre los imperialismos romano e hispano. En ningún momento se le ocurrió reclamar devoluciones. Y ello, a pesar de que la artificiosa autonomía construida sobre la provincia castellana trate de dar vida a un no menos artificioso idioma, el cántabru, y pretenda, por parte de algunos de sus avecindados, convertir el lábaro en una alternativa textil a la bandera rojiblanca. Durante su visita a una tierra tan taurina como la extremeña, Urtasun eludió cualquier polémica relativa al arte de Cúchares, al que ha retirado el Premio Nacional de Tauromaquia bajo el siguiente argumento: «Los españoles no entienden que se premie la tortura animal con dinero público».

La afirmación del ministro ofrece abundante materia para la discusión, empezando por la generalización con la que da comienzo la frase, pues son millones los españoles que acuden anualmente a las plazas de toros y a los festejos que tienen como protagonistas a los astados, desmintiendo, con su presencia, el aserto de Urtasun. Por otra parte, decir que una corrida de toros es una tortura es una simplificación a la altura de esa que define al fútbol como a veintidós tíos en calzoncillos detrás de una pelota.

Sea como fuere, la polémica en torno a las corridas de toros no tiene nada de novedosa. Se trata de una querella que se mantiene viva desde hace medio milenio. El debate se estableció dentro de la Iglesia, a partir del papado de Pío V. El Pontífice se oponía a las corridas de toros por el riesgo que corría el torero. La salvaguarda del animal humano se anteponía a la del animal divino, pues el toro -recuerde el lector al buey Apis o al becerro de oro- es uno de los númenes más recurrentes dentro de la fase primaria de las religiones, que tiene en la cueva de Altamira su apoteosis representativa. La preminencia del hombre sobre la bestia se mantuvo dentro de los ambientes clericales. De hecho, en el Compendio moral salmaticense, podemos leer las siguientes cuestiones:

P. ¿Las corridas de Toros como se usan en España son prohibidas por derecho natural?

R. Que no lo son; porque según en nuestra España se acostumbran, rara vez acontece morir alguno, por las precauciones que se toman para evitar este daño, y si alguna vez sucede es per accidens. No obstante, el que, careciendo de la destreza española y sin la agilidad, e instrucción de los que se ejercitan en este arte, se arrojare con demasiada audacia a torear, pecará gravemente, por el peligro de muerte a que se expone.

P. ¿Están prohibidas las corridas de Toros por derecho eclesiástico?

R. Que, aunque Pío V prohibió las corridas de Toros con penas gravísimas, las permitieron después para los seglares Gregorio XIII, y Clemente VIII, quitando las penas impuestas por aquel Sumo Pontífice, pero mandando fuesen con estas dos condiciones; es a saber, que no se tuviesen en día festivo, y que se [432] tomasen por aquellos a quienes incumbe, todas las precauciones necesarias, para que no sucediese alguna muerte. Por lo que con estas dos condiciones son en España lícitas para los seglares las corridas de Toros. A los Clérigos, aunque se les prohíba el torear, no se les prohíbe la asistencia a las corridas. Con todo les amonesta su Santidad se abstengan de tales espectáculos, teniendo presente su dignidad y oficio para no ejecutar cosa indigna de aquella, y de éste.

P. ¿Pecan gravemente los regulares que asisten a la corrida de Toros?

R. Que sí; porque obran en materia grave contra el precepto impuesto por Pío V. Los Caballeros de los Ordenes Militares no son comprehendidos en este precepto por no ser verdaderos religiosos, y así quedan excluidos por Clemente VIII. La excomunión impuesta contra los regulares que asisten a dichas corridas, según la opinión más probable, sólo es ferenda.

P. ¿Está prohibida a los regulares la asistencia a las corridas de novillos?

R. Que no; porque sólo se les prohíbe la asistencia a las de Toros, y por este nombre no se entienden los novillos; y también porque en la corrida de éstos el peligro de muerte es muy remoto. Más no pecarán los regulares si vieren torear desde las ventanas de sus casas; o de otra parte pasando por ella casualmente; pues esto no es asistir a la corrida. Pecarán, por el contrario, si asisten desde alguna ventana del circo, aunque sea entre celosías, y no haya peligro de muerte; porque siendo la prohibición absoluta, debe absolutamente observarse.

P. ¿Son lícitas fuera de España las corridas de Toros?

R. Que no; lo uno porque la moderación hecha por Gregorio XIII, y Clemente VIII, sólo habla con los seculares y clérigos existentes en España. Lo otro, porque los de otras naciones, o ya sea por no tener la agilidad de los españoles, o por no ser tan diestros en este ejercicio están expuestos al peligro a que no están estos. Como quiera que sea, la prohibición de Pío V debe regir fuera de España.

El riesgo gratuito, con ribetes suicidas, era, para los religiosos, un pecado. Más de dos siglos después, la situación es diametralmente opuesta, pues el elemento objeto de protección, máxime después de la Declaración universal de los derechos del animal, a la que parecen acogerse Urtasun y todos aquellos que en la plaza sólo ven una tortura, sin reparar que, de obrar con ensañamiento, el torero es gravemente reprendido por un público que exige respeto hacia el toro. El torero, en definitiva, dista mucho de ser un torturador, figura que no tiene cabida dentro de una ceremonia tan sofisticada como la corrida de toros. El torero es, sí, un matador, pero no un matarife, pues la suerte suprema, que el toro puede eludir si su bravura amerita el indulto, debe ajustarse a unos cánones concretos que eluden, en lo posible, la imagen de un animal agónico.

Es muy probable que Urtasun no haya reparado en estos detalles. También lo es que, en su decisión, pesen circunstancias como la prohibición de las corridas impuesta por las facciones hispanófobas, que no pueden digerir la expresión «fiesta nacional», hace casi tres lustros. Unos catalanistas que imaginamos ven con consternación la pujanza de la tauromaquia en la que denominan Cataluña Norte.

En la fracturada España, la tauromaquia opera como clasificador social. A pesar de las excepciones vasca y navarra, esta última deudora, en gran medida de las ebrias visitas de Hemingway, las corridas de toros sirven para establecer una imaginaria línea divisoria entre progresistas (antitaurinos) y reaccionarios (taurinos). Queda por ver si el posicionamiento frente a los toros pudiera servir para cancelar a artistas que, siendo izquierdistas, véase el ejemplo de Picasso, fueron grandes aficionados. Mientras todo eso llega, seguimos navegando en un mar de indefinición y oscuridad en el que la apelación a palabras «santuario» (progreso, humanidad, feminismo, & c.) bastan para atajar cualquier crítica sin necesidad de esgrimir argumentario alguno. En este delirio gubernamental y argumental está sumida España, sin más horizonte que la simpleza. Hic et nunc, por decirlo como harían los romanos emeritenses, es hora de poner fin a esta locura.

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