Antes y después de Cristo

Antes y después de Cristo

Gracias a la incansable lucha de quienes están dando la batalla cultural, poco a poco, se ha entendido cuál es el plan de los progresistas neomalthusianos. El Nuevo Orden Mundial (NOM) ahora revitalizado con la Agenda 2045 y el Pacto Futuro augura el fin de Occidente. Pero ¿qué es lo que desaparecerá de nuestro mundo común si la izquierda globalista logra su propósito? ¿Por qué nos preocupamos tanto? Es sabido que hay bienes como la salud que solo apreciamos cuando los perdemos. Lo mismo sucede con la libertad. Salvo excepciones, solo quien vive con temor a ser encarcelado o enviado a un campo de concentración por desafiar al poderoso de turno, entiende el valor de la libertad. Un caso paradigmático es el de Ayaan Hirsi. En una conversación con Jordan Peterson la intelectual, que escapó de la opresión musulmana, afirma: ‹‹La herencia de Occidente surge de una peculiar confluencia de hábitos y costumbres que se habían practicado durante siglos antes de que nadie los calificara de “ideas”. Pero son principios —radicales— que nos han dado las sociedades más tolerantes, libres y florecientes de toda la historia de la humanidad››. Fundamental preguntar cuál es el origen de la peculiaridad de nuestra civilización puesto que, intuimos, en él se encuentra el objetivo político más importante para los cerebros transhumanistas de la nueva izquierda. Y es que, si logran destruir la fuente de la libertad, habrán liquidado para siempre la posibilidad de su resurrección.

Hirsi nos habla de hábitos y costumbres, pero olvida que estos siempre se fundan en una concepción del Bien y del Mal, es decir, en códigos éticos y morales, base de las instituciones en que se desarrolla la vida común. ¿De dónde provienen esos códigos, solo presentes en nuestra civilización? De Jesús que marca un antes y un después en la historia de la humanidad, dando nacimiento a la vida espiritual, el libre arbitrio y poniendo un límite claro al poder político. Profundicemos.

Cuando Jesús afirmó que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt. 22: 21) dejó una marca indeleble cuya cristalización más prístina es la imposibilidad del totalitarismo. Por su parte el libre arbitrio nace cuando, en lugar de obligar a los hijos de Dios a seguirlo, simplemente lo propone respetando la decisión de cada quien: ‹‹Si alguno de ustedes quiere ser mi seguidor, tiene que abandonar su propia manera de vivir, tomar su cruz y seguirme›› (Mt. 16:24). Será San Agustín quien descubra el significado de la actitud y la propuesta de Cristo de la que se siguen dos tipos de vida, una en caritas y otra en cupiditas. La primera es propia de la Ciudad de Dios y tiene como norma su presencia a la base de nuestra voluntad, acciones y concepción del Bien y del Mal. La segunda, es propia de quien se corrompe, puesto que su orgullo y avidez por los placeres mundanos y el poder lo arrojan fuera del camino a la casa del Padre y queda, como el hijo pródigo, viviendo entre los cerdos. Pero, al fin y al cabo, es decisión de cada quien. ‹‹No es libre el que obra por miedo al castigo, sino el que obra por amor a la justicia›› (In ps. 67,15), nos dirá el Santo.

Al reconocimiento que Jesús hace a nuestra libertad, le sigue la responsabilidad personal y, con ambos, el valor de cada persona, única e irrepetible, es decir su dignidad. Todos iguales hijos de Dios, criaturas amadas por el Padre. Estamos ante esos derechos naturales que anteceden al Estado, cuyo reconocimiento e inviolabilidad han sido terreno fértil para el florecimiento humano del que nos hablaba Hirsi. Es también la fuente de nuestro Estado de derecho y la justicia formal que trata a todos los ciudadanos como iguales ante la ley. Nada de eso existía antes de Cristo. La única libertad conocida era el antiguo concepto de no-dominación, es decir, la lucha colectiva en contra extranjeros que invadían a otros pueblos para esclavizarlos y aumentar su poder. En ese contexto no se hablaba de libre arbitrio ni se reconocía el derecho de cada quien a tomar el camino hacia el chiquero o en dirección opuesta.

¿Lo hemos dicho todo? No, falta lo más importante. Jesús no solo señala, sino que es el camino hacia la casa del Padre. Tras años estudiando la ideología de la vieja y la nueva izquierda no me cabe duda de que ese es el motivo por el que se eligió La Última Cena para anunciar al mundo el fin de las naciones, el Nuevo Orden Mundial y el triunfo del nuevo hombre, recién parido por el útero progresista bajo la norma trans en reemplazo de la binaria: transespecie, transedad, transexual, transnacional, etc. Quizás sea difícil de entender, pero, en su dimensión espiritual, Jesús es el epicentro de la batalla en que estamos inmersos, porque solo en él podemos volver a la casa del Padre. El objetivo de los transhumanistas neomalthusianos es exiliarlo del mundo y, con escasas excepciones, lo están logrando gracias a la impavidez e inmutabilidad de los mismos que afirman seguirlo.

Lo que la nueva izquierda anhela con furia es la destrucción del camino, de ese punto de unión entre el cielo y la Tierra que nos salva del infierno. Jospeh Ratzinger en el Informe sobre la fe (2005) nos lo advirtió: ‹‹La cultura atea del Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del terror de los demonios que trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su tecnología, el mundo volverá a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos de este retorno de las fuerzas oscuras››. Es de esperar que los cristianos que compartimos el amor a la libertad, reconocemos la dignidad de cada persona, recelamos del poder político y amamos a Dios, protejamos la huella que aún subsiste a la subversión de la nueva izquierda y conduce a la casa del Padre. Lo que nos espera si triunfa la gobernanza global transhumanista fue descrito por Sor Lucía, la pastorcita de Fátima: ‹‹Al decir [la Virgen] estas últimas palabras, abrió de nuevo las manos como en los meses pasados. El reflejo (de la luz que ellas difundían) parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en ese fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo, cayendo por todos los lados, semejantes al caer de las chispas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones en brasa›› (Fátima, la historia jamás contada, Julio Alvear).

Y aunque usted no crea en las apariciones, el cielo o el infierno, está claro que donde ha triunfado la perversión colectivista, bajo cualquiera de sus disfraces, la vida humana se ha transformado en un verdadero calvario. Podemos evitarlo; estamos a tiempo aún. Si no lo hacemos se harán realidad los temores de Jesús expresados en la siguiente pregunta: ‹‹Cuando Yo vuelva, ¿encontraré aún Fe sobre la Tierra?›› (Lucas, XVIII, 8).

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