Lo que queda por delante, en cuanto a la fosa séptica de corrupción del gobierno y su progresivo drenaje, va a ser feo de ver, pero habrá que verlo. Y habrá que hacerlo con una disposición especial, por la cuenta que nos trae, porque no está nada claro que vayamos a tener muchas más oportunidades de recapacitar y sanar nuestra muy maltrecha democracia. Tenemos ataques a la judicatura, al periodismo y a cualquiera que contradiga o fiscalice al gobierno; tenemos colonización de las instituciones, bunkerización de los mandatarios y leyes exprés para controlar lo que se investiga; tenemos casta política exonerando a casta política mediante una amnistía que cabe o no según convenga y tendremos cupo catalán y referéndum de independencia.
«La amnistía a los procesistas supone un antes y un después»
Lo que hemos visto hasta ahora ha sido estomagante, pero queda mucho más. Sabíamos, hasta cierto punto, de la nula intención de asumir responsabilidades de nuestros gobernantes. Desde que el Parlamento cerró (allá por 2020: no ha vuelto a abrirse), desde que no hay interés ninguno por gobernar para todos, sino justo lo contrario, un deleznable frentismo y un afán de poder que no reconoce límite alguno y que pretende salvar a los españoles de sí mismos, afrontamos un ataque total a nuestro modelo de convivencia.
Los constructores de muros entre españoles son en este momento el equivalente a una bestia herida y arrinconada que dará los mordiscos que sean necesarios para sobrevivir, su fin único. Políticos sin oficio ni beneficio que no se han visto en una igual y saben que han amasado el desprecio de tantos que difícilmente encontrarán una ocupación digna en cuanto abandonen sus carteras y escaños: a eso nos enfrentarnos.
La amnistía a los procesistas supone un antes y un después en cuanto a lo que aquí se describe. Si de algo ha de servir este oprobio es para comprobar cómo se ha sumido a los españoles en la indigencia moral e intelectual que lleva a considerar la democracia como una mera metodología legislativo-ejecutiva. Lo pensaron en su día los independentistas —«la democracia es, y no es más que votar»—; la mancha de ignorancia se ha extendido por la piel de toro. Lo cierto es que la democracia, para subsistir, debe ser mucho más que eso, pues solo con eso no sería más que una cáscara lustrosa en cuyo interior bullen los gusanos, sin fruto alguno: una idea moral la sustenta. Debe hacerlo para no resultar virtualmente indistinguible del totalitarismo.
«No deben quedar muchos fanáticos que en España nieguen que esa división de poderes está siendo asediada»
Ese ideal moral tiene varios elementos fundamentales. El primero y principal es la división de poderes. Si hubiera que poner una imagen de la democracia no sería desde luego una urna, sino un retrato de Montesquieu, por ejemplo, el que le hiciera Jacques Antoine Dassier hace casi tres siglos. No deben quedar muchos fanáticos que en España nieguen que esa división de poderes está siendo asediada, con declaraciones irresponsables, después bulos y más tarde y por si falla, fontanero/as. Los jueces no son perfectos, pero a estas alturas sabemos que pueden ser nuestro último dique de contención ante las demandas de poder absoluto del señor Sánchez, sus acólitos y sus palmeros.
Hay más cosas en ese ideal, todas muy importantes. Que las propuestas por las que se pide el voto tengan algún viso de veracidad, sin ir más lejos, cuestión esta que se está yendo por el desagüe por culpa de un personaje que llama a no tener honor ni la más mínima decencia «cambiar de opinión». Tampoco hay democracia si quienes la ejercen transforman lo que ha de ser un servicio público en un proyecto de dominación y latrocinio. También hace falta, para que podamos decir que «el poder reside en el pueblo» (demos–kratos), que haya transparencia y se rindan cuentas.
Veníamos del plasma de Rajoy y el bolso de Soraya, y quien más pecho sacó ante esos dislates ha dejado en pura anécdota aquellas afrentas.
Las medidas de transparencia de la era 2018-2025, que solo con sarcasmo puede denominarse «de regeneración», son un insulto a la inteligencia. Se nos sigue ocultando todo lo esencial, se pacta la gobernabilidad del país en Suiza y nunca un presidente se negó más veces y durante más tiempo a contestar preguntas de la prensa, en el Congreso y ante la ciudadanía; baste decir que nuestra única posibilidad de conocer lo que se pacta y cómo son clandestinos audios.
Veníamos del plasma de Rajoy y el bolso de Soraya, y quien más pecho sacó ante esos dislates ha dejado en pura anécdota aquellas afrentas. ¿Cómo va a residir el poder en un pueblo que está a oscuras? Y siguiendo con estos elementos éticos e imprescindibles, ¿en qué momento de nuestra historia estuvo más perseguido el disenso —incluso en las filas del propio partido que gobierna— o se recurrió más veces a los decretazos? ¿Cuándo se consensuaron menos las leyes que rigen nuestras vidas?
Con todo, la parte moral y fundacional de la democracia que ha sido más destruida estos años es el cuidado de la verdad. Decía a este respecto en su estudio sobre el totalitarismo Hannah Arendt que «mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada» y que «un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal». Sin búsqueda activa de lo cierto y recurso a ello en los gobernantes la democracia es de mentira.
Y lo que tenemos ahora es una fábrica inmisericorde de bulos desde la Moncloa y las cuentas institucionales, un ventilador de lodo que atenta contra el honor de personas inocentes. Si pueden pensar, quienes hacen esto, en que podrían tener éxito es también por lo que llevamos de siglo destruyendo la capacidad de juicio en institutos y colegios; la educación encanallada ha sido el ariete de este asalto. «Un pueblo así», concluye Arendt, «privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así puedes hacer lo que quieras».
A la cabeza de esta cochambre, un líder mesiánico que jamás se marchará, por mucha corrupción permitida o cometida, porque se autopercibe como un salvífico padre de la patria. Se está negando sin ambages la alternancia política en nuestras fronteras, y el nivel de personalización (de cesarismo) ha alcanzado tales cotas que ya es hora de temer seriamente que se encuentren en su día subterfugios para impedir esa alternancia por métodos ilegales. Quienes habrán de tomar esas decisiones ya hicieron eso mismo en su partido hace años, así es que, a pesar de las muchas garantías de nuestro sistema electoral, ¿cómo no va a ser legítimo temer que se intente?
«Nuestra democracia necesita profundas reformas para volver a merecer su nombre»
La generación política más lamentable de nuestra reciente historia está demoliendo los muros de la comunidad que nos acoge. Aquí tenemos que elevar la mirada para recordar que esta gente que viene y va, aunque se crea eterna, está jugando con lo que no le corresponde ni es de su incumbencia: el futuro de los españoles. A nadie sorprenderá que los jóvenes crean cada vez menos en la (esta) democracia, con el consiguiente efecto llamada para futuros aventureros políticos que nos sumerjan en una pesadilla totalitaria. Del cúmulo de desmanes, este es el que más sobresale, porque no hay nada más trágico para un pueblo que caer en manos de totalitarios, con la violencia real que eso siempre entraña.
De la democracia estamos pasando a la cratocracia: del poder residente en el pueblo al poder de perpetuar el poder de una casta indecente. Estamos a las puertas del sistema que sanciona el poder del poder, en definitiva. Nuestra democracia necesita profundas reformas para volver a merecer su nombre: reequilibrar los poderes del Estado, endurecer drásticamente los controles al gobierno, eliminar privilegios —pensiones obscenas, aforamientos—, garantizar que se gobierne para todos y repensar el caótico y gravoso sistema autonómico. No hablamos de romper con el 78, sino de entender todo lo que ha pasado en estos casi cincuenta años, incluida la enfermedad de la que el sanchismo es solo su manifestación última. Pensar que la solución a nuestros males civiles pasa por un simple recambio, en meses o en 2027, sería un error imperdonable.
«No merece un pueblo conservar sino aquello que defiende»
A corto plazo se trata de sobrevivir al asedio de los cratócratas. El momento es muy delicado, y hará falta el concurso de todos los ciudadanos posibles para impedir que el edificio, tras ser carcomido, colapse. Los jueces han dado un primer paso, pero no pueden ser los únicos: será necesario recuperar las calles. Por más que esta miserable forma de hacer política tenga más poder del que habíamos imaginado, los perjudicados tenemos la responsabilidad de luchar, en el marco de la legalidad y cada uno como pueda. No merece un pueblo conservar sino aquello que defiende.