Cuando evocamos la relación entre Filipinas y España, la práctica mayoría de las personas imagina con presteza la resistencia del teniente Saturnino Martín Cerezo y sus hombres en la iglesia de Baler.
La herida que dejó su pérdida, junto a la de Cuba, en el imaginario patrio ha podido obviar el legado español en Filipinas. Sin embargo, los vínculos fraternales forjados desde la época de los grandes marinos y conquistadores continúan vivos allí: la onomástica, la arquitectura, la danza, la gastronomía o la religión católica son ejemplos tangibles. Aunque haya quedado relegada a un papel secundario frente a sus homónimos americanos, las islas que comparten nombre con Felipe II son una parte fundamental de aquella comunidad celebrada cada 12 de octubre: la Hispanidad.
Elcano, Urdaneta y Miguel López de Legazpi: los marinos vascos que llevaron la Hispanidad a Filipinas
Pasaron casi dos años desde el encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma en Tenochtitlán y uno de la Noche Triste, cuando la expedición promovida por la Corona de Castilla en busca de las islas de la Especiería desembarcó en el archipiélago filipino. Tras la desafortunada experiencia de la tripulación de Magallanes y Elcano en lo que el portugués llamó «islas de las Velas Latinas» y el cronista Antonio Pigafetta «islas de los Ladrones» -actuales Guam y Rota-, el alba del 16 de marzo de 1521 mostró a los marinos las costas de lo que Pigafetta llamó «Zamal». Aunque no se puede afirmar con certeza si era la misma que hoy conocemos como Samar, si sabemos que los buques castellanos habían llegado a Filipinas.
En el momento de arribar a tierra, la expedición fue consciente de la existencia de más ínsulas, por lo que acuñó para ellas el nombre de «islas de San Lázaro». Aquellos días finales de marzo fue cuando se produjo uno de los hechos que mejor definieron lo que fue la expansión de la Monarquía Española por el mundo. El 31 de marzo, domingo de Pascua, Magallanes dispuso con su capellán los preparativos para celebrar una misa en tierra, la primera celebrada en Filipinas a la que se unieron líderes nativos y en la que hubo una adoración de la Santa Cruz.
Pero el hito que ha trascendido hasta la actualidad se produjo el 14 de abril en la isla de Cebú. Allí se celebró otra misa en la que el rey nativo, el rajá Humabon, se bautizó y adoptó el nombre de Carlos en honor al emperador. Para esa ceremonia, Magallanes colocó una gran cruz en medio de la plaza en la que estaba teniendo lugar el oficio, con la que obsequió a Humabon, conocida ahora como «la Cruz de Magallanes».
Tras él lo hizo la reina Humamay, que quiso llamarse Juana, por la madre del emperador. Ese día, según Pigafetta, se bautizaron 800 nativos más. Para sellar el solemne acto en el que los nativos abrazaron la fe cristiana, Magallanes regaló a la reina «una estatuita que representaba a la Virgen con el Niño Jesús, que les agradó mucho y les estremeció, y habiéndomela pedido para colocarla en lugar de sus ídolos, se la di con todo gusto». Esa imagen no es otra que la del Niño Jesús de Cebú, una de las que cuenta con mayor culto y veneración de Asia y símbolo de la Cristiandad filipina. De hecho, se encuentra, junto con la Cruz de Magallanes, en la Basílica del Santo Niño, en la que cada tercer domingo de enero se congregan cientos de miles de personas para celebrar la llegada del cristianismo a Filipinas.
Si Magallanes puso la primera piedra de la Hispanidad en Filipinas, esta continuó fortaleciéndose las posteriores décadas. Primero llegó la expedición del tornaviaje encabezada por el agustino Andrés de Urdaneta, que estableció la insigne ruta utilizada por el Galeón de Manila. Después la etapa de conquista, dirigida por Miguel López de Legazpi desde 1565, año en el que fundó la ciudad de Cebú. A esta le siguió Manila en 1571 y la denominación oficial que ostenta en la actualidad: Filipinas, las islas del «Rey Prudente».
Hispanidad: religión, idioma, leyes y cultura
La espada y la cruz se dieron cita en Filipinas, al igual que lo habían hecho en los imperios de los incas y los mexicas, como dos de los elementos principales que forjaron la Hispanidad. También lo hizo el español, lengua con la que se unificaron los diferentes pueblos que había en las islas y que fue la de uso principal hasta principios del siglo XX. Es más, aunque fue el idioma imperante hasta 1973, momento en el que fue relegado en detrimento del tagalo y el inglés, la primera Constitución de Filipinas y el himno nacional se escribieron en español.
Filipinas obtuvo su independencia de España, con la intervención estadounidense, en 1898, tras un alzamiento del que el propio Emilio Aguinaldo, primer presidente de Filipinas, llegó a arrepentirse: «Si, estoy arrepentido […] porque bajo España siempre fuimos súbditos o ciudadanos españoles, pero que ahora, bajo el poder de Estados Unidos, somos tan solo un mercado de consumidores de sus exportaciones, cuando no parias».
Pese a que Filipinas está en el imaginario de muchos españoles como un símbolo de los postreros coletazos y rescoldos imperiales y, además, ha quedado en un papel secundario frente a los países americanos, la Hispanidad continúa manifestándose allí con un luminoso fulgor. Filipinas es el único país con mayoría católica de Asia; entre los apellidos más comunes están Dela Cruz, Reyes, Mendoza, Flores, Bautista o Fernández; las huellas arquitectónicas con el Baluarte de San Diego en Manila o la Basílica del Santo Niño en Cebú; e, incluso, en la gastronomía con la paelya, adaptación filipina de la famosa paella valenciana; o la jota moncadeña, danza versionada de nuestra célebre jota.
La unión de Filipinas y España durante más de tres siglos fructificó en unos lazos fraternales y culturales que hoy llamamos Hispanidad. El archipiélago fue la más emblemática joya española que había en Asia y, por nuestra Historia común, el legado que nos une está vivo y tangible -al igual que sucede en otros lugares como Guinea Ecuatorial o el Sáhara español-. Por ello, hay que reivindicarlo y cuidarlo, procurando que de las semillas de hermandad sembradas allí fortalezcan esos vigorosos árboles, imperecederos ante el azote del tiempo.
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