Hay una verdad inmutable de la cual depende todo el orden de la existencia: las cosas son lo que son y, por duro –y hasta triste— que parezca, los deseos no pueden cambiar la realidad. Esta premisa, evidente e inequívoca, podría resolver muchos de los problemas que se nos proponen en la discusión pública, entre ellos, el de los tratamientos de cambio de sexo en niños, cada vez más aceptados pero que ha merecido siempre justos reparos desde el hombre común que entiende la vida a partir de la experiencia y lo tangible más que el pretencioso ideólogo de campus, dado a la teoría y la especulación.
Por encargo del Servicio de Salud Pública de Inglaterra, la pediatra independiente Hilary Cass elaboró un informe debido al aumento en el número de niños diagnosticados con disforia de género, el cual fue publicado en abril de este año. Este informe cobra relevancia ante la creciente preocupación sobre los métodos y tratamientos utilizados en estos casos. Las conclusiones del informe señalan los efectos secundarios y la falta de evidencia sólida en los procesos utilizados para diagnosticar y tratar a estos niños.
En el contexto crítico que vivimos, el denominado Informe Cass emerge como un análisis necesario. El informe resalta los efectos adversos de estos tratamientos, el riesgo para los niños de someterse a fármacos como la triptorelina, bloqueador de pubertad, cuyo uso plantea serias preocupaciones por su impacto en el desarrollo cerebral de los pacientes. En definitiva, el informe Cass nos ha venido a decir verdades científicas para algo que el sentido común ya nos había proporcionado certezas: la naturaleza impone consecuencias a cualquier cosa que vaya en su contra.
La ciencia moderna muestra que nuestra diferenciación sexual comienza con nuestro ADN y el desarrollo en el útero, y que las diferencias se manifiestan de diversas maneras en nuestros órganos corporales, hasta el nivel molecular. En otras palabras, nuestra organización física –nuestra naturaleza humana a nivel orgánico— para una de las dos funciones de la reproducción nos moldea orgánicamente, desde el principio de la vida, en todos los niveles de nuestro ser. En ese sentido, es evidente que cualquier tratamiento médico que pretenda subvertir el orden biológico de esta manera, que pretenda alterar –no puede ser más que una mera pretensión— la configuración humana de manera tan radical, va a tener consecuencias de diversa índole.
Deberíamos comenzar por reconocer un hecho a estas alturas indesmentible, a pesar de los sofismas que intentan pasarlo por alto, algunos bajo el embrujo de la moda ideológica, y otros, perdidos en un laberinto de falacias: los tratamientos de cambio de sexo son físicamente imposibles. Por mucho que se intente transformar o reconfigurar aspectos físicos, la realidad biológica no puede ser alterada de manera sustantiva; por más que se intente hacernos creer que esto es posible y que opera una suerte de poder alquímicoque modificará las cosas conforme a nuestros deseos, la verdad es que la realidad permanece inalterable.
La premisa subyacente a esta concepción puede variar: una comprensión materialista del hombre que supone una reconfiguración de la dignidad humana, es decir, se reivindica un nuevo tipo de libertad –la libertad morfológica—; o una comprensión idealista, conforme a la cual el individuo se concibe a sí mismo como un dios, sin ninguna realidad superior ni inferior que actúe como límite. Asumir sin más estos conceptos limitados, lejanos a la complementariedad espiritual y corporal propiamente humanas, ha tenido implicaciones en el orden político, jurídico y social. El reclamo por la aceptación incuestionable de estas verdades, como que hombre y mujer son realidades inmodificables, han llevado a cambios radicales en el Derecho y otras instituciones sociales. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el 2002 ya señalaba en el caso Christine Goodwin vs. Royaunne-Uni (julio 2002) que «no estaba convencido de que hoy se pudiera admitir que los términos hombre y mujer impliquen que el sexo deba ser determinados por criterios puramente biológicos» (párrafo 100).
Con todo, nuestras mentes y sentidos funcionan correctamente cuando nos revelan la realidad y nos conducen al conocimiento de la verdad. Y prosperamos como seres humanos cuando abrazamos la verdad y vivimos de acuerdo con ella. La sociedad puede aceptar y tomar por cierto el fraude, una persona que se siente en el cuerpo equivocado y quiere someterse a un tratamiento de reasignación sexual puede creer encontrar un cierto alivio emocional al aceptar falsedades —un espejismo—, pero hacerlo no la mejorará objetivamente. Vivir según una falsedad nos impide florecer plenamente, ya sea que esto también cause angustia o no.
Lamentablemente, así como la «reasignación de sexo» en realidad no reasigna el sexo biológicamente, tampoco logra dar plenitud psicológica. Para ello se necesita algo más que intervenciones quirúrgicas: se deben buscar las verdades básicas sobre el bien humano y una comprensión cabal de la naturaleza del hombre. La transexualidad implica una serie de problemas antropológicos y existenciales: el vacío de propósito, la carencia de modelos, también la relación intrínseca que cada individuo tiene con su propio cuerpo, problemas habituales en ciertas etapas de la vida que probablemente todos han padecido y que no por ello se debe entender como necesariamente un conflicto de identidad sexual.
La vía correcta para solucionar este problema no es la terapia afirmativa que destruye vidas. Abordar el problema con seriedad es buscar en esos ámbitos la respuesta frente al vacío de la vida, explorando en las raíces de las preocupaciones humanas básicas y dotando de soluciones que nos permitan vivir con propósito y significado. Una verdadera comprensión del bienestar humano.
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