«En lo tocante a su violencia y escalada, solo la guerra civil finlandesa había sido equiparable o de mayor magnitud que la insurrección española de 1934».
Con estas palabras, el reputado historiador Stanley G. Payne se refiere a la revolución de octubre de 1934 en España en su obra La Europa revolucionaria: Las guerras civiles que marcaron el siglo XX (Ediciones Planeta: Madrid, 2021).
La comparación con lo sucedido en España, de especial gravedad en Asturias y Cataluña, puede parecer menor, pero en la guerra civil finlandesa se alcanzaron unas cotas de violencia que nada tenían que envidiar a la ejercida por los bolcheviques de Lenin en la Rusia de los zares. Allí, entre finales de 1917 y la primera mitad de 1918, instigados los socialistas finlandeses por el propio Lenin, ocho meses de conflicto se cobraron la vida de casi un uno por ciento del total de la población finlandesa. Es decir, de 3,2 millones de personas, habían perecido 31 000, de las cuales solo 10 000 murieron en combate.
En España, la chispa que prendió la mecha revolucionaria en 1934 no fue el eco inmediato del triunfo bolchevique, sino el resultado de las elecciones de noviembre de 1933. Las que debían ser celebradas como las primeras elecciones democráticas plenas en la historia nacional, pues en ellas votaron las mujeres por primera vez -aunque ya lo habían hecho en las municipales de abril- acabaron mostrando el talante antidemocrático de la izquierda republicana, nacionalistas y socialistas.
España en las urnas se decantó por la alianza de formaciones de derecha, materializadas en la CEDA. Con el centrista Partido Radical de Alejandro Lerroux como segunda fuerza más votada. Ese resultado fue algo intolerable para el monopolio de la política republicana que habían construido entre la izquierda y los socialistas. Estos reaccionaron amenazando al presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, para que anulara el resultado electoral y nombrara un gobierno minoritario de izquierda. Si se negaba a sus pretensiones, se le forzaría mediante un «pronunciamiento civil» conformado en la alianza de republicanos de izquierda, Esquerra Republicana de Cataluña y los socialistas -estos dos últimos, agentes clave en la revolución de 1934-.
El PSOE y la UGT ya habían desatado una violencia que les hizo responsables de, como mínimo, 26 muertos durante la campaña electoral de noviembre de 1933, pero su radicalización se aceleró después de su fracaso en esas elecciones. Incluso no tardó en tomar medidas, pues en enero de 1934 estableció un Comité Revolucionario que prepararía una insurrección que debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y organizarse a escala nacional.
Pese a que la revolución era algo que ya se venía planeando, los socialistas, la nueva Alianza Obrera y la Esquerra utilizaron como excusa para su insurrección revolucionaria la entrada de tres miembros de la CEDA en el Gobierno -Manuel Giménez Fernández en Agricultura; José Oriol Anguera de Sojo en Trabajo y Rafael Aizpún en Justicia-, el 1 de octubre de 1934.
Tres días más tarde, la insurrección estalló en quince provincias. Hubo combates violentos en algunos puntos como Vizcaya, Guipúzcoa, León y en varias localidades andaluzas, pero su único triunfo se registró en Asturias. Allí, los revolucionarios se apropiaron de toda la cuenca minera y de gran parte de Oviedo. Los insurrectos cometieron numerosas atrocidades en la región, donde asesinaron a más de 50 sacerdotes y civiles, se llevaron más de 15 millones de pesetas de los bancos y ocasionaron muchas destrucciones e incendios.
De hecho, destruyeron de forma parcial la catedral de Oviedo, quemando la sillería de coro y dinamitando la capilla de Santa Leocadia, situada bajo la Cámara Santa. El deán Arboleya escribió una carta narrando lo sucedido en la catedral y la destrucción causada por los revolucionarios: «El Arca Santa sale en pedazos lamentables; la Cruz de la Victoria no apareció aún».
Para sofocar la revolución, el Gobierno envió al general Franco con unidades de Regulares y de la Legión, que tuvieron que combatir durante más de dos semanas antes de poder sofocarla. Murieron allí un total de 1400 personas y fueron detenidos unos 15 000 revolucionarios.
El otro polo importante de la revolución fue Cataluña, donde la noche del 4 al 5, miles de nacionalistas -sobre todo las milicias armadas de los escamots– se lanzaron a imponer la huelga general en la región. Dicha insurrección estaba dirigida por las autoridades políticas de la propia Generalidad, que contaba con el apoyo de la Policía de la Generalidad, más entrenada y afín al separatismo desde que Miquel Badía había asumido su jefatura.
Envalentonado por tener de su parte a más de 4 000 milicianos dispuestos a sustentar la rebelión, Companys proclamó desde el palacio de la Generalidad, al atardecer del día 6, «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española». Contundente, el presidente del Gobierno, Alejandro Lerroux, respondió a los hechos así: «En Cataluña, el presidente de la Generalitat, con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, honor y autoridad, se ha permitido proclamar el Estat Catalá. Ante esta situación, el Gobierno de la República ha tomado el acuerdo de proclamar el estado de guerra en todo el país. […] El patriotismo de Cataluña habrá de imponerse a la locura separatista y sabrá conservar las libertades».
Companys inauguró un Estat Catalá que no duró ni diez horas, pues el jefe de la guarnición barcelonesa, el general Batet sofocó, con unos pocos cientos de hombres y tres piezas de artillería ligera, la rebelión esa misma noche. Tal fue la parodia que llegaron a representar los nacionalistas catalanes que el corresponsal de El Debate, Enrique de Angulo, narró que, ante la llegada de las tropas gubernamentales, «los escamots huían arronjando fusiles y pistolas, los anarquistas iban tras ellos recogiendo tranquilamente el apetecido botín», ya que la CNT no secundó la insurrección.
Así, el golpe de Companys se saldó con 107 muertos en Cataluña, de los cuales cayeron 78 en Barcelona. Pero la auténtica victoria no fue de Batet, sino de la población catalana, que prefirió mantenerse en el terreno de la ley en lugar de secundar los llamamientos a las armas de la Esquerra y los socialistas.
En su 90 aniversario, podemos extraer muchas conclusiones de la revolución de octubre de 1934. Una de ellas es el carácter antidemocrático de la izquierda republicana, en especial de los socialistas -siempre con el objetivo de hacer la revolución- y del nacionalismo catalán. Ambos fueron incapaces de asumir su derrota, la victoria en las urnas de la derecha y de acatar la voluntad de la mayoría del pueblo español. Por ello, se lanzaron a una rebelión violenta, en la que no dudaron en imponer su voluntad, desplegar el terror, la destrucción y la muerte en España.
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