Conocí la obra Carmen Herrera (La Habana, 1915-Nueva York, 2022) a través de mi hermano Gustavo Valdés, quien, desde muy joven, se ha ocupado y preocupado por los pintores cubanos. Cuando la conocí personalmente en una importantísima galería neoyorquina, pude advertir que la descripción de su persona que me habían hecho había sido perfecta, o sea, exacta, porque con sus palabras Gustavo Valdés no sólo me había descrito a la pintora, además evocaba la luz en su pintura.
Carmen Herrera, muy discreta, con una obra asentada en la tranquilidad del orden numérico, es decir, pitagórico. Existe una filosofía de lo geométrico, que es el deseo óptico ordenado en un cosmos de luces, pero cuando la visión hace una escapada para destriparse en el caos lírico, la filosofía repasa su verdadero y único sentido: sabiduría, presentimiento del rumbo y del destino.
El cosmos -su cosmos- pareciera que le brinda un sonido a la mirada, insinúa que el blanco y el negro compartidos, más que derramados, encuadrados o triangulares, dentro del sueño, nos murmuran versos antiguos, en matraquilla -rayada- del sonajero, en sublime alarido del violoncello. Como cuando desde niña pintaba y podía percibir el estiramiento de sus huesos.
Carmen Herrera podía haber vestido túnica, semejante a una Attys, poeta griega. Así la contemplé, en Nueva York, con una blusa idéntica, confeccionada a la medida de una de sus obras; también poseía una cierta semejanza con Eude, la pintora, la discípula eterna.
Su imagen vibraba atrapada en su silueta, daba la impresión de que continuaba como desde la primera vez que tomó el pincel, en las investigaciones iniciales de la forma, del color, aunque apresurándolos de memoria; transformada en druida que se nos aproximaba desde el futuro de las piedras –o sea, hoy, todavía- para desentrañar los jeroglíficos invisibles del espacio, para conjurar la medida de esta actualidad inmedible y atemporal, que fue, que es, nuestra antigüedad, el pasado de la memoria.
Existen artistas que, aún en sintonía con las modas de los movimientos o con las oleadas de las mismas, frecuentarán innegablemente el tiempo de los antiguos, de aquellos majaderos griegos; tan deliciosas proveniencias nos enriquecerán eternamente. Dan la impresión de que surgieran de una enciclopedia y que afirmaran apacibles que los inventos son circulares en sus ciclos, y que las ideas viajan en globos de atmósferas mentales, o en los dibujos rectangulares de los sueños. La obra de Carmen Herrera nos vino de ese allá, de lo infinito con la intención de renovarse en la contemporaneidad. E inclusive así, Carmen tuvo la visión de afrontar la aventura antes que nadie, antes que Vasarely.
Uno de sus cuadros, el blanco y el negro, resulta un desafío de complejidad: ¿la línea va hacia la mirada o se bifurca desde ella? Constituye un reto a la pupila en espera, la pupila que ambiciona colorear absolutamente todo en este mundo excesivamente coloreado.
Escuchamos esta retrospección, en una moviola que indaga en el sonido a la inversa, oímos con los ojos, porque perseguimos la huella de la palabra en los labios, su silabeo a lo Godard. La vista oye esa melodía que fluye de los cuadros, una música de las esferas, como diría Salinas, indescriptible, o sólo descrita en su refugio numérico. La música que suele ser matemática, poesía, pasión, fundida en esta aventura de la contemplación con el trazo, con la duda óptica. Podríamos extraer el ritmo de esos cruces perversos, de los tajos longitudinales, de los saltos y asaltos del blanco al negro y viceversa, del negro a la clara del huevo, o la resonancia especial de aquel verso martiano: “en el canario amarillo que tiene el ojo tan negro”.
Y, en este punto de la visión y de la interpretación, hemos conseguido estudiar a través de una lupa las notas de su partitura, de tal modo descomponemos el asunto-sujeto de la obra. Construimos un macrocosmos, escuchamos la sinfonía de la abstracción, un adagio iluminado, reverberado, por el grosor de un lente.
Si nos dedicamos a la utilización de los colores hondos, sacamos las mismas cuentas que pudieron haber entretenido a Einstein durante toda su vida: el naranja escala por el filamento de la oscuridad ascendente, abre una ventana de sombras. Es ese juego de ecuaciones que intenciona en la pintura de Carmen Herrera; a través de su telurismo lúdico nos entrega el lirismo del objeto formado en la nada deforme, o nos lo trae de la nada, atrevido y reflejado en la necesidad de la existencia de la chose dentro del color.
Carmen Herrera nos enseña a través de su obra que los colores presienten antes de que existiese la sustancia del objeto, antes de ser nombrado, prueba de que el arcoíris podría imaginarse triangular o romboidal, que jamás perderemos la obsesiva búsqueda de la forma y de su contrario, y que urge reanudar la pasión por los colores claves, llaves de la armonía; urge saber elegirlos por su abundancia dentro de la luz, y por sus huellas en las voces que nos hablan desde el misterio.
La pintura de Carmen Herrera, no me cansaré de repetirlo, resulta de una musicalidad excepcional, porque ha sido concebida con inteligencia, con el brío que sólo la poesía obsequia, para la acústica de los sentidos.
Situada en el umbral de sus párpados se lanza, la pintora, en loca aventura de violines, arpas, contrabajos, flautas, hacia aquel campo virtual situado en zonas intrincadas de la imaginación, trascendido el deseo al viaje desde el futuro a la antigüedad más remota, hacia ese instante en que los cerebros comenzaron a formarse, aún no lo eran, y la pintura de Carmen Herrera les cantó en un rumor desconocido, en honda letanía hacia el ojo, por el que comenzó todo.
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