Jálogüin

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Cuando desperté, Halloween no permanecía junto a mí, había aparecido como forma más de colonización norteamericana, globalista, pero no católica, de España.

Días antes de la llegada del 1 de noviembre (día de todos los santos), el mercado ya ha llenado los escaparates, los corpóreos y los digitales, de la mercadotecnia, merchandising, en jerga cosmopaleta, e incluso, yo mismo lo he escuchado, mercandisin, en un híbrido casticista sólo a la altura de ese delicateces que vi rotulado en un camión que avanzaba por la A2, asociada a tal fecha.

El despliegue de complementos de esta suerte de carnaval otoñal es apabullante. Sin embargo, esta realidad, que ha llegado para quedarse, es más reciente de lo que las nuevas generaciones creen. A riesgo de ser considerado un pureta o, por decirlo de un modo más poético, apelando a esas nieves del tiempo que platearon, hace tiempo, mi sien, quiero rescatar el tipo de celebraciones que, con motivo del Día de Todos los Santos, viví en mi infancia, cuando la palabra Halloween ni siquiera existía en nuestro vocabulario.

Situémonos. Sierra de Cuenca, últimos de los 70 y primeros de los 80. Un pueblo -Carrascosa- de apenas un centenar de habitantes, en el que convivían ancianos que vestían pana y boina negra con jóvenes, algunos ya, mozos viejos, que todavía conservaban trasnochados pantalones-campana. Un lugar en el que la puerta partida con arbollón, era vecina de la de aluminio y cristal esmerilado. Unos tejados erizados de antenas y cables que permitían ver dos cadenas nacionales, la Primera y el UHF, cerradas por la carta de ajuste. Un pueblo golpeado, como tantos otros, por el éxodo rural.

En aquel lugar y en aquel tiempo, la noche de los santos, se desdoblaba en dos planos. El primero lo ocupaban los adultos, que en esa fecha recordaban, a menudo en silencio, a los que se habían ido. Un sentimiento que, bien lo sé, se empieza a experimentar más tarde. El otro era para los niños, para los zagales, que esa noche deambulaban por el pueblo con una calabaza en sus manos, en cuyo interior lucía una vela cuya luz traspasaba la traslúcida piel de la calabaza vaciada días antes con una cuchara. En su panza, unos ojos y una boca con algún diente. En la ropa, perdones, es decir, gotas de cera visibles al día siguiente.

No había truco ni trato en aquel entonces. Los muchachos íbamos por las calles, apenas alumbradas por bombillas de filamento, tocando en las puertas para pedir unas pesetas o unos dulces. Quien se negase a colaborar corría el riesgo de que selláramos con gachas, muy cargadas de harina, la cerradura de su casa. Había cierto misterio, cierto temor. Al fin y al cabo, los difuntos estaban presentes y esas pequeñas hazañas rompían la densidad del silencio. Sin embargo, no había disfraces ni atisbo alguno de elementos diabólicos. Simplemente las calabazas, como se había hecho siempre. Ningún Drácula se movía esa noche por las calles. Mucho menos un no-muerto, figura que acaso vimos por primera vez en la Navidad de 1983, cuando Michael Jackson estrenó Thriller en las pantallas de los televisores en color, que muchos españoles compraron para ver el Mundial de 1982.

La adolescencia me alejó de esa noche, o de esa versión de esa noche. Cuando desperté, Halloween no permanecía junto a mí, simplemente, había aparecido como forma, una más, de colonización norteamericana, globalista, pero no católica, de España. Las calabazas se mantenían, aunque muchas de ellas habían cambiado la pulpa por el plástico. Alrededor de ellas, habían aparecido elementos cinematográficos, remedos de los personajes del cine de terror.

No tiene sentido aferrarse a la nostalgia, no conduce a nada dejarse llevar por la letra -«Desde mi triste soledad/ veré caer las rosas muertas/ de mi juventud»- del bolero homónimo. La tradición murió y no regresará. Queda, no obstante, la representación de Don Juan Tenorio, firmemente asentada en la literaria Alcalá de Henares, como un clásico inmarcesible que seguirá despertando el interés de muy concretos sectores de nuestra sociedad, incluso de sociedades ajenas, pues la obra de Zorrilla es tan universal como el idioma en el que fue compuesto.

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