La batalla cultural se libra en los vínculos del hombre consigo mismo y con el mundo. Por mundo entendemos el planeta, la tradición, la nación, la sociedad y la familia. El sí mismo está constituido por la conciencia y el cuerpo. Mientras el ecocentrismo arruina nuestro vínculo con el planeta, enseñándole a las nuevas generaciones que el ser humano es una plaga, el vínculo con la tradición se destruye con el lenguaje inclusivo y la nación se pulveriza con las políticas migratorias. En cuanto a nuestra relación con la sociedad, esta se trastorna con la introducción de una concepción antropológica materialista genital que distribuye los cargos en el mercado y las instituciones por criterios de autopercepción de género arrasando con la meritocracia. Para liquidar a la familia basta con las leyes de autonomía progresiva y los programas educacionales que, siguiendo la propuesta de Giles Deleuze y Félix Guattari “desedipizan” a los niños, lo que, en términos simples, significa el corte de su vínculo con padres que los aman y están a cargo de su cuidado y educación. Sabemos que la ideología de género recientemente prohibida en Inglaterra destruye el vínculo de los niños con su cuerpo, esquizofrenizándolo hasta el paroxismo de las castraciones químicas y las mutilaciones genitales. De lo que no nos hemos dado cuenta aún es de otra dimensión en la que la cultura de la muerte que nos impone el progresismo está causando estragos. Me refiero a la pérdida del deseo de vivir que observamos en las sociedades occidentales.
En 2001, Países Bajos fue el primer país en permitir la eutanasia de forma legal a petición de pacientes que cumplan ciertos requisitos, tales como una enfermedad incurable que causara un sufrimiento físico o mental. El comité de revisión de la eutanasia del gobierno neerlandés señaló que entre 2012 y 2021 casi 60.000 personas fallecieron por voluntad propia. Un artículo de BíoBío, medio de prensa chileno, explica que «por lo general, cuando se piensa en personas que están considerando el suicidio asistido, pensamos en personas que enfrentan una enfermedad terminal como el cáncer o similar. Sin embargo, según los críticos, existe un nuevo grupo que está sufriendo otros síntomas». En el mismo artículo se cita a Stef Groenewoud, científico y ético de la salud en atención médica en la Universidad Teológica Kampen en los Países Bajos, quien afirma: «Estoy viendo la eutanasia como una especie de opción aceptable propuesta por médicos, por psiquiatras, cuando antes era el último recurso definitivo […]. Veo el fenómeno especialmente en personas con enfermedades psiquiátricas, y especialmente en jóvenes con trastornos psiquiátricos, donde el profesional de la salud parece darse por vencido más fácilmente que antes».
Más adelante se cita a Theo Boer, profesor de ética en atención médica en la Universidad Teológica Protestante en Groninga, quien sirvió durante una década en un comité de revisión de eutanasia en los Países Bajos: «Entré en el comité de revisión en 2005, y estuve allí hasta 2014. […] En esos años, vi cómo la práctica de la eutanasia en los Países Bajos evolucionaba desde la muerte siendo el último recurso hasta convertirse en la opción predeterminada».
El problema es que el grupo de jóvenes que están optando por el suicidio legal va en aumento y nadie está reparando en que las causas son claramente culturales. No podemos detenernos en los procesos de esquizofrenización de la sociedad que ha avanzado la nueva izquierda, pero podemos aportar algo de claridad a partir de un caso que se hizo famoso, el de Zoraya Ter Beek, quien a sus 28 años y dado que los psiquiatras le dijeron que jamás podrá sanarse de su depresión, agendó hora para su eutanasia en el mes de mayo de 2024 y se suicidó. ¿Cómo puede un psiquiatra decirle a una persona que le quedan quizás 60 años de vida que jamás se podrá recuperar de una depresión?
Dejemos esa pregunta sobre la mesa, justo al lado de la sospecha de que sea muy probable que parte importante de los psiquiatras y médicos que ha avalado vacunas experimentales, mutilaciones de decenas de miles de niños, medidas pandémicas para evitar supuestos contagios que probaron ser inútiles y ahora el suicidio de jóvenes que no encuentran sentido a su existencia, se haya puesto el uniforme progresista y esté dando la batalla a favor del triunfo de la cultura de la muerte.
Avancemos nuestro análisis profundizando en los condicionamientos culturales de la ideología progresista y sus efectos en la psiquis de las personas. ¿Qué le pasa a un niño que crece creyéndole a la “teóloga, doctora honoris causa de Helsinski”, Greta Thunberg, que el mundo se va a acabar y todos moriremos calcinados por nuestra avidez y malignidad? ¿Cómo puede proyectar su vida un joven al que Puerto Davos (alianza entre Porto Alegre y el Foro de Davos) le asegura que no tendrá nada, pero será feliz? ¿Cuál es el futuro que imagina una mujer que se cree víctima de los hombres y en que ser madre contribuye a la destrucción del planeta? Friedrich Nietzsche tiene la respuesta: «Nosotros, los hombres, somos las únicas criaturas que cuando se malogran pueden borrarse como se borra una frase malograda, lo hagamos en honor a la humanidad o por compasión con ella, o por disgusto con nosotros mismos».
La observación del pensador no deja lugar a dudas: todo lo que avanza el progresismo, en la medida que destruye nuestros vínculos, nos está liquidando psíquicamente. La pérdida se observa en la devastación de las fuerzas afirmativas de la vida. Hablamos del instinto maternal, el instinto masculino de la protección, la pasión heterosexual o eros, el instinto de la trascendencia a través de los hijos y, lo más grave, el instinto de autoconservación.
Las tinieblas de la agenda progresista avanzan condicionando psíquicamente a las nuevas generaciones para que sean incapaces de afirmar la vida, darle un sentido propio y luchar por su descendencia. De ahí que no debamos extrañarnos si optan por el aborto, la castración y el suicidio, puesto que han perdido el deseo de vivir y el instinto de autodestrucción se ha posicionado como el gobernante de su inconsciente. La monstruosidad del progresismo alcanza su cenit en la mercantilización y el lucro con que se benefician los jinetes de la muerte y sus huestes; hablamos de hordas de médicos, psiquiatras, profesores, políticos, empresarios, burócratas e intelectuales que le rinden culto a la agenda de despoblación mundial.
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