Le referencia a Orwell y 1984 se ha convertido casi en un tópico, tanto que, al usarla, es frecuente que te acusen de exagerado. Pero es que hay veces en que es ineludible, como cuando el mes pasado la Administración Biden anunciaba la creación del Disinformation Governance Board (Consejo para la Gestión de la Desinformación), un nuevo organismo dependiente del Departamento para la Seguridad Interna, equivalente a nuestro Ministerio del Interior. ¿El objetivo?: “combatir la desinformación referida a la seguridad interna, con particular atención a la inmigración ilegal y a Rusia”.
Bien curioso. Rusia sería más bien un asunto de seguridad externa, a menos que se de crédito a la teoría de la conspiración que considera a Trump un agente ruso. En cuanto a la inmigración, hasta ahora, si algo han echado en cara los críticos con la gestión de Biden y Harris es precisamente su opacidad, conjugada con el silencio de los mismos medios que, durante la administración republicana, no dejaban de hablar del asunto. La sospecha de que los objetivos del nuevo organismo eran atacar a los conservadores de cara a las próximas elecciones de mitad de mandato y censurar las informaciones inconvenientes sobre la inmigración ilegal parecía fundada, más aún cuando Alejandro Mayorkas, el Secretario de Seguridad Nacional estadounidense, afirmó explícitamente en la rueda de prensa de presentación del organismo, que éste se había creado para controlar las fake news de cara a las próximas elecciones, en las que las expectativas demócratas son a la baja. Interesante también una precisión en las declaraciones de Mayorkas, que subrayó que les preocupa la desinformación de modo especial entre la comunidad hispánica, señalando así uno de los campos en los que se va a jugar el futuro político de los Estados Unidos
Pero el nombramiento de Nina Jankowicz como directora despejó cualquier duda bienintencionada que cualquiera pudiera albergar. Desde luego, desfachatez no le falta a la Administración Biden. Si el nombre elegido para el organismo era de claras resonancias orwellianas, lo que llevó a muchos de sus críticos a llamarlo “Ministerio de la Verdad”, la persona elegida para dirigirlo demostró que no tenían intención de disimular. Y es que Jankowicz fue una de las responsables del silenciamiento de la exclusiva del New York Post sobre las pruebas de corrupción de Hunter Biden, encontradas en su ordenador personal en vísperas de las elecciones, un movimiento que significó eliminar toda referencia al asunto en redes sociales. Jankowicz dijo que era todo un montaje de Donald Trump y “una operación de desinformación rusa”. Twitter bloqueó la cuenta del Post y eliminó toda referencia a la historia, considerada “potencialmente dañina”, hasta que, pasadas las elecciones, incluso el New York Times o el Washington Post admitieron la autenticidad de la noticia. Además, fue una de las que insistieron en la acusación, que luego se demostró falsa, de que Trump recibió financiación rusa para su campaña de 2016. Y, para redondearlo, se mostró a favor de que algunos usuarios “verificados” por Twitter (ya se pueden imaginar cuál sería el sesgo ideológico de este proceso) pudieran editar los tweets de otros usuarios si consideraban que lo que han escrito es engañoso. Para acabar, esta “investigadora” del National Democratic Institute y del Woodrow Wilson International Center, en relación a la posibilidad de que Elon Musk se haga con el control de Twitter, declaró que le preocupaba que esa red social cayera en manos de “un absolutista de la libertad de expresión” (porque es obvio que hay que ser moderado, y no absolutista, y que ésta debe limitarse cuando entran en juego los intereses de los demócratas). Como ven, no había candidato más adecuado para dirigir un organismo que supuestamente va a luchar contra la desinformación. Al menos, experiencia en el asunto le sobra.
La reacción al anuncio no se hizo esperar: los republicanos salieron en tromba y, incluso desde la izquierda, surgieron algunos críticos con la medida. La cuenta paródica en Twitter “Ministry of Truth” consiguió miles de seguidores en pocos días. Pero, quizás, lo más disuasorio haya sido la decisión de los fiscales generales de Luisiana y Missouri de denunciar ante los tribunales al Gobierno de Estados Unidos, acusándolo de presiones y colusión con las Big Tech para censurar los contenidos políticos que se separan de la línea gubernamental.
Ante este movimiento y las crecientes protestas, el pasado 19 de mayo, tras un mes de vida, el Washington Post de Jeff Bezos (un millonario perfectamente alineado que se hizo con una gran medio de comunicación sin protesta alguna, no como en el caso de Musk) anunciaba que el Disinformation Governance Board quedaba pausado y su directora abandonaba el organismo. Una pausa que muchos ya han pedido que sea definitiva. Mientras tanto, la portavoz de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, echaba la culpa a las “interpretaciones erróneas y malintencionadas provenientes de fuerzas externas y ataques coordinados online”. Unas declaraciones que confirman la peligrosa y sesgada lectura de la realidad que hace la Administración Biden. Porque, no nos engañemos, esos ataques online y esas interpretaciones malintencionadas, son sencillamente gente recordando que Jankowicz se dedicó a difundir desinformación, algo incómodo, sí, pero verificable.
La ahora “pausada” operación contra la “desinformación”, más allá de los hechos concretos, plantea una cuestión relevante sobre el futuro de nuestras sociedades ¿quién define algo tan sibilino y elástico como desinformación? Ocurre algo similar con los delitos de odio, cuya definición es también poco precisa y que, por tanto, se puede alargar para incluir comportamientos que solo las mentes más ideologizadas y sectarias pueden considerar que responden al odio. El poder de silenciar el debate público en base al criterio del gobierno es un peligro evidente que no hace más que confirmarse cuando sabemos, por ejemplo, que hablar de “aborto tardío” es desinformación para los activistas abortistas. No parece pues que este camino sea el más adecuado para preservar la erosionada libertad que aún persiste en nuestras sociedades asaltadas por la tiranía woke.