Nombrar es poseer

Nombrar es poseer

Si hay un área en España dónde se percibe la preponderancia de las ideologías separatista y de izquierda en las últimas décadas es en el dominio que se ha establecido en la toponimia y en la denominación de los espacios públicos. Y ello no sólo es síntoma de la naturaleza avasalladora y excluyente, sino de los complejos y la cobardía de quienes deberían oponerse a ello.

Desde los años 80, salvo contadas excepciones, la izquierda y el nacionalismo han llevado a cabo un proceso de apropiación de la capacidad de nombrar y denominar lugares y espacios públicos. Esto es además particularmente visible en lo que ocurre con las denominaciones geográficas, pues se ha exclusivizado y oficializado la toponimia en lengua vernácula, aun utilizando la lengua española de forma que una persona de Teruel ve en el noticiero de la Televisión Española “Gipuzkoa”, “València” o Illes Balears” mientras que, al contrario, en la televisión autonómica de Cataluña se referirán a Teruel como “Terol”.

Y no sólo es la cuestión lingüística de la toponimia; es también la denominación y la nomenclatura de lugares públicos, sea el callejero, los centros escolares, culturales, estadios o hasta las estaciones de trenes. Y lo peor de todo es que esto se ha hecho con la inane aquiescencia, cuando no colaboración, de quienes deberían entender que no se trata de un asunto trivial tal y como bien lo entienden los nacionalistas o la izquierda.

Con las nuevas grafías y denominaciones, bajo la excusa de contentar a una minoría y de respetar las identidades regionales, se ha impuesto una designación ajena al idioma común para precisamente construir un relato de externalidad de esas localidades. Ya hay hoy quien usa hablando o escribiendo en español los topónimos de “Yeida” o “Yirona”, de “Araba” u “Hondarribia”, o a los exóticos “Shanshensho” o “Sheraco” y tenemos que ver como la tercera ciudad de España incorpora en documentos oficiales una grafía ajena al español como si estuviéramos hablando de lugares lejanos y extraños para los que no tenemos denominación en nuestro idioma.

Nombrar es poseer. Eliminar la grafía del país invasor es el primer paso para visibilizar un hecho diferencial y reclamar una diferenciación política. Como en todos los conflictos mundiales, la denominación de un lugar en un idioma constituye un primer paso para establecer una relación con él. Cuando aceptamos utilizar “Bizkaia” o “Gipuzkoa” en español, estamos reconociendo implícitamente una alteridad, un elemento de distinción frente a lo español. Eliminar su denominación en nuestro idioma responde a querer eliminar esa inherente, íntima e histórica relación para, al contrario, evolucionar a un estado en el que el idioma de todos no sirve para nombrarlo y se ha de considerar como extraños y ajenos esos territorios.

Se trata precisamente de eso; de que, al dejar de ser nombradas en español y que las lenguas vernáculas sean la única forma de designarlas, esas ciudades, esos lugares, esas provincias sean ajenas a todos los españoles y se consoliden, por tanto, como lugares tan foráneos como sea posible a la España de la que quieren diferenciarse. Los nacionalistas lo han tenido siempre claro.

Dejémoslo claro, el interés de España es que su diversidad cultural se respete, se fortalezca y se proteja como un elemento de riqueza común de todos los españoles. Las variedades culturales lingüísticas son parte de nuestra España y el hecho de que alguien se llame “Jordi” o “Jorge” no tiene nada que ver con que la designación de los territorios. Decir “Londres” en lugar de utilizar “London” no debe ofender a nadie ni es un menosprecio a la cultura inglesa. Al contrario, decir “London” en su denominación inglesa, cuando existe una palabra en español, sería hacer el ridículo. Sólo desde la hispanofobia tiene lógica que se pretenda eliminar la toponimia en español de lugares como Bilbao, San Sebastián o Gerona al mismo tiempo que se realiza un ímprobo esfuerzo para borrar el arraigo y la historia de estas regiones y esos territorios en el contexto de España. Por eso es incomprensible que los representantes de todos los españoles lo acepten o incluso lo promuevan.

Esto no es sólo Junts o el PNV y ni siquiera el PSOE. Fue el Partido Popular quien, contra el criterio del propio alcalde socialista de La Coruña, consagró como toponimia oficial en toda la Nación una grafía gallega ajena al español, igual que lo propuso para la de Illes Balears o, más recientemente, con los topónimos asturianos. Y no se trató de hacerlos bilingües sino de eliminar la versión en español. Por incomprensible que parezca, fue el PP, no Podemos, no Bildu, el que aceptó y promovió esto. Y fue también el PP de la mayoría absoluta de Rajoy quien, ante la propuesta de UPyD en 2012 de incorporar oficialmente una denominación en español para los municipios de más de 10.000 habitantes, se negó y lo vetó. Debe de ser que esto “crispaba”.

Y claro que crispa; que, para un supuesto derecho de una minoría a nombrar un territorio local, se hurte a la mayoría el derecho a denominar los nombres de provincias o regiones españolas en la lengua de todos. Es una irresponsabilidad tener que asistir al espectáculo de ver la toponimia secular destrozada por unos irresponsables políticos que anteponen el interés cortoplacista de satisfacer a los nacionalistas al deber legal y moral de proteger la esencia y la continuidad histórica de España.

Si la inmensa mayoría de los españoles no queremos tener un país parcelado, constituido por una suma de identidades, cómo es que se ha aceptado que se denominen oficialmente “La tosha”, “Uvieu”, “Maó” o “Alacant”, por qué, si supuestamente somos una democracia, se impone una denominación para satisfacer a una parte de la población con objeto de excluir a otra y con un interés político tan claro.

Podría plantearse que esto se hace por ser inclusivo y tolerante con las culturas regionales. No lo es. La denominación y el uso de “Gipuzkoa” no busca respetar. Su uso oficial por imposición es precisamente para lo contrario, excluir, no integrar y diferenciar entre lo vasco y lo español. Mediante la eliminación legal del nombre en el idioma común se nos está robando a los españoles el concepto de comunidad y se nos está imponiendo una simplista visión de ser una colección de territorios vagamente ligados entre sí sin relación cultural, histórica o emocional. Es decir, la antesala a una confederación o a una disgregación territorial.

Pero esto no queda aquí. La izquierda y los nacionalistas se han esforzado también en las últimas décadas a colonizar los callejeros y a imponer las denominaciones de lugares que de por sí deberían ser de todos. Bajo eufemismos como “homenajes culturales” o “fortalecimiento de la memoria democrática” se han eliminado las denominaciones históricas y se han introducido elementos que rompen la neutralidad de los espacios públicos. Podemos mostrar muchos ejemplos como el de retirar una plaza a un militar patriota como Vázquez de Mella y sustituirla por un político socialista como Pedro Zerolo, o aprovechar la de por sí excluyente ley de la Memoria Histórica para retirar, de nuevo, nombres de calles a militares españoles y sustituirlos por figuras de nulo arraigo en la ciudad y que, de nuevo, se trata de homenajes a personas de izquierda,  republicanos de la Guerra Civil o directamente comunistas. En el caso de Cataluña o Vascongadas esto es mucho más grave con callejeros que sirven de homenajes a terroristas o todo un estadio olímpico, construido con dinero de todos los españoles, dedicado a una persona que, además de separatista y antiespañol, fue un comunista que asesinó en masa.

El que la principal estación de la ciudad más poblada, capital de España, y por ello una referencia de lo español de carácter internacional, haya pasado a denominarse con el nombre de una escritora pornográfica de dudosa calidad cercana a la izquierda y que esto se haya impuesto sobre toda una ciudad, sobre todo un país sin apenas rechazo por parte del Ayuntamiento o de la Comunidad de Madrid, muestra la sumisión cultural y moral a la izquierda. Como en los casos del callejero, el PP lo ha asumido con sosegada, tranquila, centrista y cobarde normalidad. Y lo peor es que, ojalá nos equivoquemos, nunca se atreverá a cambiarlo porque ello implicaría tener que dar una batalla cultural, ideológica y moral a la que tiene miedo.

Como hemos dicho, como en tantas cosas, el problema no está en aquellos cuya acción política se basa en el intento de destrucción de España o en la imposición de un cambio a su historia e identidad. Lo verdaderamente grave es que los representantes de la inmensa mayoría de los españoles no se esfuercen en dar la batalla cultural y moral o, mucho peor, por miedo, cobardía y comodidad, se dediquen a ocultar o normalizar lo que ocurre y que lleva así muchos años.

Pero no desfallezcamos, igual que hoy no utilizamos Leningrado para referirnos a San Petersburgo, llegará un día en que volvamos a ver la toponimia de lugares españoles en español y podremos leer en el mapa del tiempo Baleares, Vizcaya o Guipúzcoa. Es hora de que todo esto cambie y esto es una cuestión que sobrepasa el concepto de derecha e izquierda.

Por más que se empeñen siempre seremos muchos los españoles que llamaremos a las cosas por su nombre porque son parte de nosotros, porque no queremos que se nos hurte esa propiedad ni ese derecho a denominarlos como propios. Y eso incluye tanto a la Estación de Atocha como a la isla de Ibiza, Da igual los proyectos totalitarios de los separatistas, la colaboración del PSOE o la cobardía del PP. Llegará un momento en que, como sucedió con “Stalingrado”, “Leningrado” o tantos otros, la imposición ideológica no servirá para mantener las denominaciones.

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