El Banco Central Europeo avanza en el proyecto de crear un euro digital. Pero, ¿qué riesgos y amenazas plantea su implementación?
El Banco Central Europeo, apoyado por las instituciones europeas, avanza en el proyecto de crear un euro digital. Se presenta como una innovación para modernizar los pagos y reforzar la «soberanía» europea frente a gigantes tecnológicos extranjeros como Visa o Mastercard. Sin embargo, lejos de aportar beneficios claros, el euro digital resulta innecesario –dado que ya existen alternativas de pago eficientes en el sector privado– y acarrea peligros reales tanto para la libertad de los ciudadanos como para la estabilidad financiera. A continuación, se examina por qué las supuestas ventajas del euro digital no compensan sus considerables riesgos, y por qué sería preferible dejar la innovación en manos del sector privado en lugar de que las élites políticas europeas impongan una infraestructura centralizada.
Un invento innecesario: ya tenemos pagos digitales eficientes
La primera pregunta que hay que hacerse es si realmente hace falta un euro digital. Hoy en día, los europeos disponemos de múltiples sistemas de pago electrónicos cómodos, seguros y eficaces sin necesidad de que exista una moneda digital estatal. En España, por ejemplo, triunfa Bizum, una plataforma de pagos instantáneos mediante el móvil que ya supera los 28 millones de usuarios, más de la mitad de la población del país, permitiendo transferencias en segundos y sin coste entre cuentas bancarias. En Bélgica, Bancontact cumple una función similar desde hace años, facilitando pagos digitales cotidianos de forma rápida y segura. Y así podríamos seguir: prácticamente cada país europeo cuenta con soluciones propias que permiten pagar desde el teléfono, enviar dinero al instante o comprar en línea con total garantía.
Estas soluciones han surgido del sector privado –a menudo promovidas por consorcios de bancos nacionales o empresas fintech– y han conseguido una adopción masiva sin intervención de los bancos centrales. El caso de Bizum es ilustrativo: en apenas unos años ha integrado a la mayoría de los bancos españoles y se ha convertido en una herramienta cotidiana para millones de ciudadanos, todo ello mediante la cooperación empresarial y la innovación tecnológica en competencia libre y abierta.
Si el objetivo de la Unión Europea es impulsar la digitalización de los pagos, lo lógico sería fomentar la interoperabilidad y la competitividad de estas herramientas privadas existentes, en lugar de inventar un sistema nuevo desde cero. El argumento de Bruselas de que el euro digital es necesario para no depender de compañías extranjeras (como Visa, Mastercard o PayPal) pasa por alto que el mercado europeo ya ofrece alternativas propias robustas. Más efectivo resultaría apoyar a esas redes de pago europeas para que se extiendan y compitan globalmente, antes que desplegar un costoso aparato centralizado que, en la práctica, no añade valor real para el usuario.
En definitiva, el euro digital no viene a resolver ninguna carencia genuina: la infraestructura de pagos actual funciona y evoluciona de forma orgánica; forzar la introducción de una moneda digital pública sería redundante y, por lo que se explica a continuación, preocupantemente peligroso.
Un riesgo para la libertad y la privacidad de los ciudadanos
Más preocupante aún que su inutilidad es el potencial del euro digital como herramienta de control gubernamental. Sus defensores aseguran que respetará la privacidad financiera y que simplemente coexistirá con el efectivo tradicional. Pero la historia demuestra que, una vez creado un mecanismo que facilita el control sobre las transacciones de todos los ciudadanos, tarde o temprano puede ser utilizado de forma más intrusiva de lo inicialmente prometido. ¿Qué impide que en el futuro las autoridades usen el euro digital para condicionar nuestras decisiones de compra? Con un dinero totalmente digital y programable emitido por el Banco Central Europeo, sería técnicamente posible seguir la pista de cada pago que realizamos, limitarlos o incluso vetarlos si se dan ciertas condiciones.
Aunque hoy se descarte esta intención, basta imaginar escenarios que no son nada descabellados: por ejemplo, que la Unión Europea decida fijar límites de gasto mensuales en determinados productos en nombre de alguna causa ideológica (ecologismo, derechos de las minorías, etc.), o que se apliquen recargos automáticos para desincentivar la compra de bienes considerados «no sostenibles». Un ciudadano podría encontrarse con que su monedero digital del banco central rechaza una compra de carne roja porque ha superado la cuota permitida de emisiones de CO₂, o que al pagar gasolina se le carga instantáneamente un impuesto «verde» especial.
Aunque suene extremo, la posibilidad técnica existe y el precedente ya está sentado: en cuanto el poder político dispone de una nueva palanca de control, tiende a ampliarla con el tiempo. De hecho, en la propuesta de reglamento del euro digital se prevé que no habrá anonimato total en las transacciones –por motivos de lucha contra el blanqueo de capitales–, lo que implica que los pagos quedarían registrados y disponibles para el escrutinio de las autoridades si así lo decidieran.
Organizaciones de defensa de la privacidad han advertido que un sistema de moneda digital mal diseñado podría derivar en una vigilancia masiva del comportamiento de consumo de la población. Incluso aunque inicialmente se apliquen salvaguardas legales, nada garantiza que futuros gobiernos o mayorías en la UE no las flexibilicen. Recordemos que el efectivo físico es actualmente el único medio de pago verdaderamente anónimo; si éste se ve desplazado en favor del euro digital, la consecuencia sería una pérdida neta de libertad individual en el ámbito económico. En resumen, el euro digital abre la puerta a un grado de intervencionismo estatal sin precedentes, que convertiría nuestro dinero en un instrumento al servicio de intereses políticos y élites no electas, en vez de ser una herramienta neutra al servicio del ciudadano.
No existen precedentes serios de CBDCs exitosas
Como último apunte, cabe resaltar que, a pesar del aparente entusiasmo por las monedas digitales de bancos centrales (conocidas comúnmente como CBDCs por sus siglas en inglés), la realidad internacional muestra que no existen precedentes sólidos de éxito en la implantación generalizada de este tipo de iniciativas. Las experiencias que se han puesto en marcha hasta ahora, lejos de generar confianza, presentan resultados ambiguos, limitados y en muchos casos, claramente negativos.
Un ejemplo ilustrativo es el e-Naira en Nigeria, lanzado en 2021 como una de las primeras CBDCs del mundo con aspiraciones globales. Después de dos años de implementación, su adopción por parte de la población nigeriana ha resultado sorprendentemente baja: menos del 1% de los ciudadanos lo utiliza de forma habitual, según datos del propio Banco Central de Nigeria. En este caso, los problemas prácticos –fallos tecnológicos, falta de confianza, limitada interoperabilidad con los sistemas de pago ya existentes– han frenado por completo su expansión, lo que ha llevado incluso al propio gobierno a intentar forzar artificialmente su uso con escaso éxito.
Asimismo, China lleva años intentando implantar su yuan digital (e-CNY), posiblemente el proyecto más ambicioso de CBDC del mundo. Sin embargo, pese a los enormes recursos dedicados y a las agresivas campañas gubernamentales de promoción, el yuan digital apenas representa una fracción marginal del total de pagos electrónicos en el país. El sistema, además de generar inquietudes sobre vigilancia estatal masiva, ha sido incapaz de reemplazar a alternativas digitales privadas ya existentes y preferidas por los ciudadanos chinos, como WeChat Pay o Alipay.
Por último, el experimento pionero del «Sand Dollar» en las Bahamas tampoco ofrece motivos para el optimismo. Aunque fue la primera CBDC totalmente funcional del mundo, lanzada en 2020, su uso real se mantiene todavía en niveles muy reducidos, con escaso impacto práctico en la vida cotidiana de los ciudadanos, que siguen prefiriendo métodos tradicionales por comodidad y confianza.
Conclusión: que la innovación surja de la sociedad, no del control central
A la luz de estos argumentos, queda en entredicho la narrativa oficial que presenta el euro digital como un avance necesario. Ni es necesario –pues el mercado ya ofrece soluciones eficientes para pagos digitales–, ni es deseable –dado el potencial de abuso político y los riesgos para la estabilidad económica que conlleva–. Más bien, el euro digital parece un paso más en la deriva tecnocrática y centralizadora de Bruselas en detrimento de la soberanía de las naciones, un intento de las autoridades europeas por erigirse en árbitros absolutos del sistema financiero y de nuestras transacciones cotidianas.
Frente a esta perspectiva, el mejor camino es el contrario: dejar que sean los individuos, las empresas y la sociedad civil quienes impulsen las innovaciones en medios de pago que realmente se demandan y necesitan. La función de las instituciones europeas debería limitarse a garantizar un marco competitivo y abierto, donde distintos sistemas privados (bancarios o fintech) puedan interconectarse y competir lealmente, y donde el ciudadano conserve siempre la libertad de elegir cómo gestionar su dinero. Imponer desde arriba una moneda digital controlada por el BCE no solo va contra ese pluralismo innovador, sino que establece una infraestructura de vigilancia y control que ningún gobierno debería tener.
En última instancia, la modernización financiera de Europa debe construirse de abajo arriba, aprovechando el talento y la iniciativa privada, y no de arriba abajo mediante proyectos ideológicos.
Europa no necesita un «Gran Hermano» financiero disfrazado de modernidad, sino confianza en la libertad, la competencia y la creatividad de sus ciudadanos y emprendedores para seguir avanzando en la revolución digital de forma segura y respetuosa con nuestros derechos.