La película de Arancha Etxebarría transmite emoción y mantiene el pulso narrativo sin decaer en ningún momento.
El 20 de octubre de 2011, la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA) anunció el cese definitivo de su actividad armada, es decir, criminal. Años antes, el principal propagandista español de Nicolás Maduro había ungido a Arnaldo Otegui como «hombre de paz». Una década después de ese comunicado, las encuestas mostraron los resultados ─apenas un 0,5% de los alumnos navarros de la ESO conocía el asesinato de Miguel Ángel Blanco─ de una política de amnesia que contrasta con la memorística, impulsada durante el zapaterato y renovada por el sanchismo.
El último producto guerracivilista es la canción, Y si vuelve un general, que ha reunido a Ismael Serrano, Rozalén, Macaco y otros, con el objetivo de «luchar contra la extrema derecha». El lanzamiento de tan arriesgada copla se produjo el pasado 20 de noviembre. El vídeo que la ilustra enlaza imágenes de la Guerra Civil con las que estas luminarias de la democracia y el progreso nos advierten: los malvados de hoy son los continuadores de la sangrienta demolición de la II República. Esa que, me permito añadir, se tachó de burguesa.
Para los planes del partido hegemónico, el que, según Otegui, está dispuesto a cambiar liberaciones de presos por presupuestos, es fundamental seguir explotando la veta guerracivilista. Al cabo, todos los secesionistas con los que ha establecido acuerdos, se dicen víctimas de aquella guerra. Por ello, mientras Franco ocupa un amplio espacio en los medios subvencionados, E.T.A. queda difuminada tras las siglas en las que han encontrado acomodo etarras y filoetarras, chivatos y euskotontos útiles. Las veladuras ideológicas son conocidas: feminismo, ecologismo y un globalismo capaz de mantener el aurrescu y la boina.
“E.T.A. queda difuminada tras las siglas en las que han encontrado acomodo etarras y filoetarras, chivatos y euskotontos útiles”
En este contexto, es destacable que aparezcan novelas como Borroka, de Alfonso J. Ussía, y que a los cines llegue una película como La infiltrada, dirigida por Arancha Etxebarría y estrenada hace unos días, con una más que notable recaudación en sus primeras semanas de exhibición en salas de cine. La historia cuenta la historia de una agente de policía nacional, Elena Tejada, que, bajo el pseudónimo, Aránzazu Berradre Marín, se infiltró en la banda terrorista, dando cobijo a dos etarras ─Kepa Echevarría y Sergio Polo─ que trataban de reactivar el comando Donosti durante la tregua-trampa denunciada por el entonces Ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja.
La película supone una suerte de contrafigura, por la condición femenina de su protagonista, de Lobo, obra que reconstruyó la trayectoria de Míkel Lejarza. Hay, por ello, ciertas semejanzas. Al igual que en aquella, y a diferencia de todas esas producciones que chapotean en la equidistancia, La infiltrada no presenta a los etarras como depositarios de las virtudes de un pueblo originario, siempre oprimido por la oscura España. Muy al contrario, los terroristas aparecen como individuos fanatizados que reproducen maquinalmente las consignas del cerrado ambiente en el que se movían. Hay, incluso, en la figura del etarra Sergio Polo, un evidente machismo, el que caracterizó, mal que les pese a los bildutarras, a la organización del hacha y la serpiente, carente por completo de perspectiva de género.
“La infiltrada no presenta a los etarras como depositarios de las virtudes de un pueblo originario”
La infiltrada transmite emoción y mantiene el pulso narrativo sin decaer en ningún momento. Sin embargo, más allá de estas cuestiones rítmicas, creo necesario subrayar un aspecto fundamental. Cuando la protagonista, Mónica Marín, a la que da vida la actriz Carolina Yuste, acepta el reto de infiltrarse en E.T.A., asume la ruptura de todos sus vínculos emocionales. La despersonalización de quien vive tras la máscara de Arantxa, nombre que adopta para entrar en el mundo llamado abertzale, es un sacrificio plenamente consciente, asumido por la joven policía, cuyo éxito conlleva tiempo, riesgo y anonimato.
La agente Marín sabe, desde que acepta la misión, que no encaja en la segunda acepción ─«persona ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes»─ que el Diccionario de la RAE da de la voz «héroe», sino, más bien, de la primera: «Persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble». Una causa noble, la de la lucha contra la banda terrorista supremacista, que encapsula hasta tal punto su vida, que cuando se producen las detenciones que ella ha facilitado, como si de una fuerza inercial se tratase, empuja a Marín a querer seguir siendo Arantxa para cumplir un deseo: «Quiero ver el fin de esto y quiero ser yo la que esté en primera fila».
“Una causa noble, la de la lucha contra la banda terrorista supremacista”
Aunque Elena Tejada permanece, en un ejemplo de profesionalidad, entre las sombras, la Mónica Marín, personaje de ficción inspirado en ella, responde a la tercera entrada del Diccionario: «En un poema o relato, ─filme, en nuestro caso─ personaje destacado que actúa de una manera valerosa y arriesgada». El recibimiento dado por el público a La infiltrada, contrasta, sin embargo, y para sorpresa de nadie, con la actitud de los organizadores del Festival de San Sebastián, incapaces, al contrario de lo ocurrido con el No me llame Ternera, de Jordi Évole, exhibido hace un año, de hacerle un hueco en su programación oficial.