La inaceptable agonía de la ganadería familiar en España

La inaceptable agonía de la ganadería familiar en España

La ganadería en España no sólo es un recurso económico y una fuente de riqueza para el medio rural; es también una seña de identidad nacional sin la cual, ni la historia ni la cultura de nuestras regiones puede entenderse.

España era uno de los principales productores cárnicos y lácteos de Europa antes de la entrada en el Mercado Común de 1986. Fue con la entrada en la antigua CEE y, conviene recordarlo, a petición de Francia, que España sufrió la aplicación de unas injustas cuotas de producción para las que tuvo que redimensionar el conjunto del sector primario y que, con la complicidad del gobierno socialista, supuso llevar a la inviabilidad a miles de pequeñas explotaciones.

Sin embargo, es hoy, en 2023, cuando la ganadería sufre la mayor amenaza para supervivencia. Y se produce paradójicamente mientras, desde distintos ámbitos, se habla de la defensa del medio rural y de la España vaciada y cuando desde todos los sectores se debate acerca de la sostenibilidad y explotación responsable del medio ambiente.

La realidad es que la ganadería extensiva y familiar en España está al borde de la extinción y miles de explotaciones sufren una dura realidad al ver su actividad cada vez menos sostenible debido a una incapacidad para poder tener unos mínimos márgenes de viabilidad.

Los factores para esta situación son varios: Por un lado, los costes elevadísimos de los insumos (piensos, gasóleo, electricidad, personal) y las costosísimas inversiones en inmovilizado. Ello contrasta, en la parte de los ingresos, con la escasa capacidad para negociar al alza los precios del producto final, ya sea carne o leche. Ambos a merced de empresas enormes con un poder de mercado sobre el que la Comisión de los Mercados y la Competencia apenas se inmiscuye. Como tampoco intercede en la concertación de precios en materia de piensos. La Administración tiene materias más importantes en otros ministerios que impedir el abuso de posición dominante de forma efectiva y no como una serie de trámites burocráticos que, en la práctica, impiden la fijación de precios de una forma en la que el pequeño productor cuente con capacidad de negociación en un sector en donde el producto final debe ser vendido de forma inmediata.

A esto le debemos añadir la entrada de producto desde otros países que, sin controles sanitarios y con otras normas laborales, supone una competencia desleal no sólo tolerada por el Gobierno central sino incentivada como se ve en los últimos acuerdos firmados por Pedro Sánchez en Marruecos. Estos productos a bajo precio suponen un mayor margen las grandes empresas con posición dominante y, al mismo tiempo, una ruina para los pequeños productores.

Las pequeñas explotaciones se enfrentan además a una falta de mano de obra creciente. Sin relevo generacional y sin una expectativa de carrera profesional, los únicos trabajadores disponibles son extranjeros sin formación y cuya aceptación del trabajo es únicamente una herramienta para conseguir el permiso de trabajo. Encontrar pastores españoles con cualificación y motivación es sencillamente imposible.

Pero los problemas no acaban aquí. Una administración farragosa con una maraña de regulaciones y requisitos entre administraciones regionales, nacionales que generan unas pesadas cargas burocráticas, sanitarias, fiscales y laborales… Tener hoy una pequeña explotación ganadera y hacerla viable es una auténtica heroicidad en España. Y la triste realidad es que, por desgracia, si no existieran las ayudas de la Política Agraria Común (PAC), la actividad ganadera sería inviable para la mayor parte de las explotaciones.

Y claro, así las cuentas no salen. Donde las pequeñas empresas no pueden sobrevivir, la única alternativa es un modelo con unas pocas empresas de gran tamaño y que, con economías de escala y capacidad para integrarse verticalmente, pueden ser viables mediante explotaciones intensivas y de gran tamaño.

El futuro lo tenemos a la vista. Se trata de una progresiva “uberización” en donde la producción ganadera no estará en manos de pequeños propietarios autónomos con capacidad de competir e incentivos para crecer. El futuro será de grandes empresas o fondos que invertirán con acuerdos de distribución. Los ganaderos familiares seguirán poco a poco extinguiéndose hasta desaparecer; sólo quedará una legión de pastores con trabajos precarios, sin acceso a la propiedad y unas grandes empresas que, ellas sí, podrán continuar de forma intensiva la actividad ganadera.

Al igual que con los agricultores, poco a poco, un mercado mal regulado y un abandono institucional van desplazando a los ganaderos y haciendo desaparecer los rebaños de nuestros pueblos y caminos. Y debe quedar claro: La ganadería en España no sólo es un recurso económico y una fuente de riqueza para el medio rural; es también una seña de identidad nacional sin la cual ni la historia ni la cultura de nuestras regiones puede entenderse.

¿Qué solución tiene esto? Pues para empezar reclamar una actuación del Estado firme para apoyar al pequeño productor tanto en la venta del producto final como en la incentivación de su actividad. ¿Es aceptable que un ganadero que tiene un arraigo en el territorio, que mantiene el medio natural, pague más impuestos que un fondo de inversión?

En segundo lugar, es necesario una apuesta decidida por la ganadería tradicional como recurso propio: cultural y económico. El ejemplo lo tenemos en otros países de Europa donde se protege al ganadero del abuso de posición dominante mediante el estímulo de cooperativas, asociaciones de productores, de iniciativas locales y regionales para mejorar la producción y la calidad percibida por el consumidor apoyando las denominaciones de origen y las razas autóctonas. ¿Cuántas campañas públicas existen en España para determinados colectivos y determinadas ideas sociales y, al contrario, cuántas existen para, por ejemplo, defender al queso manchego?

Cuesta creer que nuestro país, contando con activos culturales y gastronómicos de relevancia mundial, no los defienda ni los apoye y que los propios españoles, todos consumidores de productos del campo, casi todos muy concienciados con la sostenibilidad y el medio ambiente, asistamos con pasividad e indiferencia a la pérdida progresiva de nuestro patrimonio cultural y gastronómico al no implicarnos como ciudadanos y como consumidores, apoyando a estos productores que sufren, cada día, un drama para poder sacar a sus ganados y a su actividad adelante. Se trata de que el consumidor final sepa lo que implica consumir un ternasco de Aragón frente al de una multinacional cárnica que cotiza en el Dow Jones.

Y por el lado institucional, un gobierno español no debe tener miedo a introducir medidas para regular el mercado y favorecer a los productores españoles. Al contrario, tiene la obligación moral de, por ejemplo, establecer un marco fiscal adecuado para compensar el hecho de que se pueda importar masivamente cordero de Nueva Zelanda, Marruecos o Australia a precios ridículos por empresas que pagan una tributación del 12% de Impuesto de Sociedades en Irlanda mientras, para el ganadero español, que compra, produce y vende en nuestro país, le espera todo el peso de la Hacienda y la Seguridad Social que se ejerce de forma inmisericorde.

Tanto la agricultura como la ganadería deben ser vistos como un recurso económico, cultural y medioambiental de nuestro país y debemos fomentar su viabilidad y su protección garantizando un mercado equilibrado y unas ayudas que hagan viable la actividad y que incentiven la calidad.

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