No es un plan energético, es mala propaganda electoral

No es un plan energético, es mala propaganda electoral

España lleva décadas sin un plan energético sólido que favorezca la competitividad nacional y que pueda abordar los desafíos energéticos asociados a cuestiones como el futuro de la movilidad urbana.

El Consejo de Ministros del Gobierno en funciones ha acordado remitir a la Comisión Europea una actualización del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030. Su objetivo principal es incrementar la reducción de emisiones de CO2 para 2030 con respecto a 1990, pasando del objetivo anterior del 23% al 32%. El Plan recoge una inverosímil y posiblemente inalcanzable pretensión de alcanzar el 81% de la energía eléctrica producida a partir de fuentes renovables y, por supuesto, eliminar totalmente la generación de carbón, el cierre de cuatro de los siete reactores nucleares y, a pesar de ello, reducir la dependencia energética hasta un umbral de 50%.

El actual Gobierno que, conviene recordarlo, está en funciones y cuyo futuro electoral es incierto, prioriza una reducción sin precedentes de las emisiones de gases de efecto invernadero y, paradójicamente, propone prescindir de la energía nuclear, la cual, a pesar de representar sólo el 6% de la capacidad de generación total instalada, proporciona el 20% de la energía total consumida en España y, además, lo hace sin emitir dichos gases que tanto parecen preocupar al gobierno socialista y con unas infraestructuras amortizadas que sirven para abaratar la factura de los consumidores.

El problema de este plan radica en que, como en tantas otras iniciativas gubernamentales, ni los objetivos se han fijado considerando el beneficio de la economía española, ni las acciones asociadas son realistas. Se trata de un plan energético donde las prioridades no se sitúan en España, en su economía o en los españoles. Se podría entender que el centro de gravedad de este plan es el cumplimiento de unos compromisos internacionales de reducción de emisiones de CO2 en el marco de la lucha contra el cambio climático, pero, en ese caso, ¿qué sentido tiene prescindir de la energía nuclear que no emite CO2 y que genera el 20% de la electricidad consumida en España? ¿Cómo se puede realizar un plan energético sin considerar las consecuencias que esto puede traer para los españoles y su economía y vendiendo el coste de este despropósito como “una inversión”?

El objetivo primordial de un Gobierno que se considerase como tal debería ser el de dar respuesta a los retos económicos e industriales de España con unas propuestas serias, realistas y con unas prioridades coherentes con la importancia que la energía tiene en la economía como, por ejemplo, garantizar un suministro seguro, económico y sostenible (por este orden de prioridad). Se debería incentivar la generación con todas las tecnologías y favorecer la disponibilidad de potencia masiva y con capacidad de regular la red, se ha de luchar para reducir la dependencia exterior utilizando los recursos energéticos propios, trabajar para que las centrales hidráulicas fueran reversibles utilizando el bombeo hidráulico como el repositorio de energía. Las renovables, la cogeneración, el autoconsumo, son siempre generaciones complementarias, bienvenidas en un sistema múltiple, pero que deben ser sostenibles económicamente y no sólo en términos de emisiones.

La planificación energética no debería realizarse nunca a partir de fuentes cuya producción no es controlable o predecible como la energía solar o la eólica y, aún menos, concebir un sistema eléctrico en donde el 80% de la potencia instalada requiera ayudas y regímenes especiales para ser viable. La falta de disponibilidad y predictibilidad de esas fuentes de energía supondrá disparar la potencia instalada y aumentar la ineficiencia del parque de generación con la consecuente inestabilidad técnica y vulnerabilidad en el sistema eléctrico. La conclusión para los consumidores, empresas e industrias está clara: más precariedad energética, altos precios para los consumidores y grandes beneficios para las empresas.

Precisamente, en relación con las empresas energéticas, el citado plan adolece de un tema crítico para España: abordar la situación de poder de mercado de las empresas energéticas y la cuestión del funcionamiento de los propios mercados energéticos, en particular el eléctrico, con su sistema de fijación de precios marginalista que dispara los beneficios empresariales en situaciones de precariedad. Si no se impide democráticamente, el italianismo antinuclear del Gobierno, fruto de la simpleza de los axiomas ideológicos trasnochados del PSOE y de sus socios, nos llevará a una situación en la que se encargará el cierre de las centrales nucleares a unas empresas dueñas de estos activos de generación cuando justamente esas mismas empresas tienen un gran interés en reducir la potencia instalada, ya que ello supondrá mejorar su rentabilidad y aumentar los márgenes comerciales como consecuencia de ese mercado marginalista y sin el respaldo de la energía nuclear.

Por desgracia, España lleva décadas sin un plan energético sólido que favorezca la competitividad nacional y que pueda abordar los desafíos energéticos asociados a cuestiones como el futuro de la movilidad urbana, los indispensables trasvases hidrológicos interregionales, las necesidades de desalinización, etc.  La buena noticia es que el 23 de julio nuestro país tiene la oportunidad de alterar drásticamente la actual política energética y apostar por un futuro en el que se fomente la generación propia, se reduzca la dependencia exterior y se apueste por fuentes masivas, seguras económicas y sostenibles como la energía nuclear.

Muy a pesar de las entelequias y fantasías de políticos irresponsables, en una economía industrial la electricidad debe ser producida de forma masiva y con la máxima disponibilidad para poder abaratar los precios de los consumidores y tratando de utilizar fuentes propias. Esta, y no otra, debería ser la prioridad de cualquier plan energético para España.

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