Camino Soria

Camino Soria

«Despreciando los premios tanto como el castigo». La frase, perteneciente a la canción «La fuerza de la costumbre», concentra una carga estoica que contrasta con el hedonismo que impregna «Al calor del amor en un bar», copla con ecos de pasodoble incluida en un álbum homónimo que Gabinete Caligari publicó en 1986.

Una crisis sentimental de Jaime Urrutia, así lo narra Edi Clavo en su libro Camino Soria (Contradicciones, Madrid 2018), que tiñó de melancolía un disco que vio la luz un año después, y que supuso la cima creativa del trío madrileño. Antes, Jaime Urrutia, Edi Clavo y Ferni Presas habían saboreado el triunfo con Cuatro Rosas o con el propio Al calor del amor en un bar, discos que siguieron la senda abierta por Que Dios reparta suerte, colección de canciones en la que Gabinete Caligari alternó parte del sonido -«Héroes de la U.R.S.S.» y «Grado 33»- que caracterizó sus inicios, con temas como «Sangre española», atravesada por el casticismo de quienes alternaban los locales de ensayo con la dura grada de Las Ventas. Ejemplo de esa cohabitación de estilos, que terminó por decantarse a finales de la década, es el hecho de que en Que Dios reparta suerte participaron Ana Curra, pareja del fallecido Eduardo Benavente en Parálisis Permanente, y Santiago Ulises Montero, homenajeado en Camino Soria con el «Tócala Uli», que remite a la estética fotografiada por Alberto García-Alix, autor de las imágenes que acompañaron al disco que hoy conmemoramos.

Que Dios reparta suerte comenzó a dejar atrás unas referencias estéticas que se mantuvieron, casi en exclusiva, en el nombre del grupo, Gabinete Caligari, tomado del título de una de las películas más representativas del expresionismo alemán, mundo orillado por los sabores -la caña de Mahou y la ración de rabo de toro- del rastro y su bajamar de cachivaches, que abrió una senda que conduce a la ciudad castellana «donde el tiempo pasa cadencioso sin pensar». Un camino de resonancias literarias que arranca en el primer corte, «Pecados más dulces que un zapato de raso», adaptación de un poema homónimo de Eduardo Haro Ibars, y que termina en ese «Camino Soria» que reúne a Bécquer y a Antonio Machado. Entre ambas canciones, otras inspiradas en el desamor del que, al parecer, se dolía Urrutia, tan sólo contradichas por esa «Suite nupcial» con aires de swing que parece transportarnos a la Gran Vía madrileña que se miró en el espejo norteamericano para abrir Nebraskas y Chicotes.

Camino Soria es, sin duda, la obra cumbre de Gabinete Caligari. Sin embargo, antes de la aparición de este disco, la terna de músicos, taurina, al cabo, ya había pisado terrenos que muchos de los representantes de La Movida madrileña evitaban, movidos por sus prejuicios. Lejos de aquellos inicios marcados por la seminal «Golpes», Gabinete incorporó muy pronto giros e instrumentos difícilmente encontrables en otros grupos del momento. Los Urrutia, Presas y Clavo añadieron castañuelas y ritmos de pasodoble y tarantela a la electricidad rockera. Pese a ello, no se puede decir que Gabinete fuera el primer grupo que se fijó en el folclore o la música popular española. Los Pekenikes ya lo habían hecho, por ejemplo, versionando «Los cuatro muleros». Los madrileños tampoco fueron los primeros en lanzar la mirada sobre literatos como Antonio Machado. Sin embargo, hasta el momento, el uso de los versos del poeta sevillano, o su misma reivindicación, se había dado en ambientes reivindicativos, politizados. Desmarcado de ellos, más que a la obra del poeta, Urrutia buscaba el horizonte machadiano, tan distinto al de Madrid, en el que creía que «el dolor es fugaz».

Gabinete Caligari vino a reivindicar un casticismo que chocaba frontalmente con el mimetismo anglófilo o con la explícita frivolidad que caracterizó a muchos de los grupos de aquel mitificado y politizado momento de un Madrid en cuyo extrarradio surgió un estilo marginal, cimentado en el sonido Caño Roto, que construyó todo un mundo paralelo cimentado en los paneles de cintas de casetes que tapizaban las gasolineras. Gabinete incorporó muchos de esos elementos que otros, guiados por inconfesables complejos, evitaron. Los madrileños recurrieron a giros lingüísticos que confrontaban con los anglicismos dominantes, rescataron estilos que, como en el caso del tango, Edi Clavo cultivó paralelamente en Malevaje, y envolvieron sus vinilos en portadas confeccionadas por El Hortelano que, desprovistas de trazas warholianas, recreaban bares en los que el camarero leía el As. El ambiente por el que se movió Gabinete, capaz de emplear el lenguaje taurino o de cerrar conciertos con Edi Clavo haciendo sonar un tambor del ejército español pintado con los colores de la bandera nacional, contrastó con el artificio posmoderno, con el forzado ejercicio de estilo de muchos de sus coetáneos. A ese hábitat, desprovistos del lastre que algunos se autoimpusieron, accedieron, por ejemplo, Los Rodríguez, de los que se desgajó un Andrés Calamaro capaz de hacer pública renuncia, en un programa televisivo de máxima audiencia, de la pátina progre que se exige para pisar los más elegantes salones de la cultura española.

Camino Soria es un clásico que condensa toda una trayectoria rota, según la confesión de sus autores, por ese exceso de folclorismo titulado, La culpa fue del cha-cha-chá, que se desmarca del oscurantismo primigenio al que quisieron regresar Presas y Clavo. Camino Soria es un cénit que abrió un espacio revisitado, entre otros, por C. Tangana que, transformado en El Madrileño, fue capaz de pasear una reeditada chulería por hitos arquitectónicos en los que no hay cabida para aquellos bares cimentados en un suelo de serrín, bajo cuyo techo flotaba una nube de humo y nicotina.

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