Por una política hidrológica para España

Por una política hidrológica para España

Mientras que en 1940 había 450.000 hectáreas de regadío gracias a las obras públicas, en 1972 esa cifra se elevaba a 1.700.000 hectáreas más otro millón de hectáreas para riegos privados. Es decir, se había multiplicado casi por siete la superficie de regadío para uso agrícola.

Desde el tiempo de los faraones y el Nilo, la gestión de los recursos hídricos es uno de los factores que determinan la capacidad productiva y el bienestar de una sociedad. Tal como lo vemos en el acueducto de Segovia o en el embalse romano de Proserpina en Mérida, a nadie se le escapa que la compleja geografía de la Península Ibérica hace de la gestión del agua una tarea extremadamente difícil. Nuestro país es uno de los más montañosos de Europa y cuenta con cordilleras que separan las cuencas hidrográficas; tenemos una enorme descompensación demográfica con muchísimos núcleos de población en las costas y sin recursos de agua dulce; y lo más grave, la pluviosidad es tremendamente dispar tanto geográficamente como a lo largo del año. Todo esto genera una situación de escasez natural de agua en muchas zonas del país y ello constituye una amenaza a la actividad vital y económica de determinadas regiones.

El agua, como los recursos energéticos, es tan importante que ha determinado la configuración demográfica y económica del país y, hasta muy recientemente, se trataba de un recurso natural localizado. Desde el siglo XIX, las políticas hidrológicas se centraron en construir y ampliar las zonas de riego, así como en el suministro de agua en algunos núcleos urbanos. Un ejemplo de ello es el Canal de Isabel II, que se constituyó en 1851 y, como él, con los medios limitados de la ingeniería civil, se desarrollaron las primeras infraestructuras de almacenamiento y canalización del agua (Canal de Castilla, de Aragón, etc.).

Es en el siglo XX, con el avance de la técnica y con una visión de desarrollo económico cuando se llevaron a cabo proyectos de envergadura. Hay que destacar las actuaciones a partir de 1940 y que se consolidaron con la creación del Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos en 1956. Este ente se encargó de la planificación y gestión de todos los recursos hídricos del país y sirvió para desarrollar una gran cantidad de infraestructuras de almacenamiento hidráulico que aumentaban las zonas de regadío y también producían energía. En 1940, España contaba con una capacidad de almacenamiento de 4.100 hectómetros cúbicos; en 1972 esta capacidad se había incrementado hasta 40.000. Es decir, en tan solo 32 años se había multiplicado por 10 la capacidad de almacenamiento. Pero esto no es todo: mientras que en 1940 había 450.000 hectáreas de regadío gracias a las obras públicas, en 1972 esa cifra se elevaba a 1.700.000 hectáreas más otro millón de hectáreas para riegos privados. Es decir, se había multiplicado casi por siete la superficie de regadío para uso agrícola.

Sin embargo, desde la Transición, no se ha mantenido ese impulso. Hoy en día, la capacidad total de agua embalsada en España es de 52.000 hectómetros cúbicos y las políticas hidráulicas del país están enfocadas en la llamada “sostenibilidad”. El actual Plan Hidrológico Nacional, que ni es plan, ni es nacional, ni es hidrológico, se centra en conceptos etéreos como “la gestión sostenible de los recursos hídricos”, la mejora de la eficiencia en el uso del agua, la protección de los ecosistemas acuáticos y “la lucha contra el cambio climático”. Y tenemos a Acuamed, empresa pública para las cuencas mediterráneas que se suponía que iba a paliar la carestía de agua a partir de desaladoras.

Las últimas investigaciones sobre esta empresa, constituida en 2005 por el Gobierno de Zapatero para gestionar las desaladoras de la cuenca mediterránea, están poniendo de manifiesto las numerosas irregularidades y corruptelas que han acompañado a esta empresa desde sus inicios. El hecho de que se hayan relacionado los sobrecostes de la gestión de su entonces responsable Cristina Narbona, hoy presidente del PSOE, con el caso Azud y la financiación irregular del mismo partido, son la muestra perfecta de lo que ha sido y es la política hidrológica en España desde la Transición: una mezcla de incapacidad, negligencia, oportunismo político y, también, corrupción

La innegable realidad es que el problema español del agua es geográfico y hacen falta más infraestructuras y más política para solucionarlo. En nuestro país, la política hidráulica debe ir en la línea de hacer accesible el agua a la mayor población posible y maximizar todos los recursos incrementando la capacidad de almacenamiento y la superficie de regadío. El Plan Hidrológico de 2003 fue un intento en la buena dirección que fue cercenado por la dificultad que existe desde 1975 para vertebrar cualquier proyecto nacional. Hoy los retos siguen siendo los mismos: España necesita conseguir el reto histórico de comunicar las cuencas hídricas, aprovechar sus recursos subterráneos de forma viable, desalar, construir más presas y aumentar la superficie de riego como forma de mejorar la competitividad agrícola y la sostenibilidad del sector primario y el medio rural. Nuestro país tiene que aprovechar los recursos existentes y que no se viertan millones de litros al mar sin ningún uso o se cedan a Portugal inmensos volúmenes de agua por encima de lo que nuestros compromisos internacionales exigen.

La solución no pasa por actuar sobre la demanda y moderarla. Eso sólo limita el desarrollo, la competitividad y el bienestar de los españoles. La solución debe ser mejorar la oferta y la accesibilidad al agua para todos y la totalidad de los territorios. En la Península y también en las islas, Ceuta y Melilla. España precisa una política que busque aprovechar todos los recursos hídricos disponibles, que incremente sustancialmente la capacidad de almacenaje construyendo infraestructuras y que instale capacidad de desalación adicional en aquellas zonas e islas donde no existan otras alternativas. También se ha de asegurar una disponibilidad suficiente de energía asequible para facilitar la desalación, el transporte y el almacenamiento de agua, apostando junto a las empresas eléctricas por el desarrollo de infraestructuras de almacenamiento con capacidad de bombeo para que los reservorios puedan servir también como almacenamiento energético.

Y conviene aclararlo: no se trata de quitar el agua a unas zonas para dársela a otras. Se trata de que todos tengamos disponibilidad y abundancia. No es aceptable que las inundaciones en el Cantábrico o en el Ebro no puedan ser gestionadas sin trasvasar agua cuando el sur o el oeste de España padecen sequías endémicas. Existen tecnologías y existe capacidad industrial en nuestras empresas. En Israel, en Arabia y en otros países con otros entornos más desfavorables se ha logrado realizar actuaciones de ingeniería civil que facilitan la agricultura y que aumentan la superficie de regadío. No es comprensible ni aceptable que en España apostemos por racionalizar el consumo mediante la limitación del uso del agua o la imposición de tasas bajo la excusa del impacto ambiental, que el trasvase de agua sea objeto de luchas cainitas regionales, que zonas del sudeste español, tan productivas en el sector agrícola, puedan ver su actividad económica y desarrollo comprometidos por planteamientos ambientales y por incapacidad política. Y para esto hacen falta infraestructuras de almacenamiento, de transporte, mucha tecnología, energía y, sobre todo, voluntad política.

Del mismo modo que la energía eléctrica producida en una central nuclear de Extremadura sirve para dar servicio a una ciudad a cientos de kilómetros, se ha de favorecer una visión de que el agua es un recurso compartido y que el Estado tiene que favorecer su disponibilidad universal con infraestructuras. Como bien dijo Gonzalo Fernández de Mora, uno de los mejores ministros de obras públicas de España, los planteamientos no pueden ir en la línea de repartir y universalizar la sequía (fórmula socialista) ni la de subir los precios al agua y que el mercado gestione la demanda (fórmula hipercapitalista). España necesita una dirección política opuesta a ambas opciones: que tenga como prioridad universalizar el acceso al agua y que maximice su uso como recurso económico.

Es evidente que hace casi 20 años fue un error anular el Plan Hidrológico Nacional. Cuánta actividad agraria de valor añadido, cuántos puestos de trabajo nos ha costado, cuánta despoblación del medio rural se habría podido evitar. Unas décadas antes, con muchos menos recursos y muchas más dificultades, nuestro país fue capaz de hacer en 30 años más, en términos hidrológicos, que en los 2.000 años anteriores. España cuenta hoy con muchos más medios y capacidades técnicas y, sin embargo, de lo que adolece ahora nuestro país es de una visión y unos políticos capaces de responder a un reto histórico.

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20230209_Blog

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