Acerca de la libertad. Una reflexión ético-política

Acerca de la libertad. Una reflexión ético-política

La democracia liberal y sus marcos éticos están en peligro, tal vez, porque las tendencias ideológicas han obviado y rechazado que una sociedad libre es ante todo fruto de un logro moral.

La opinión pública hoy es una balanza trucada, donde el eje de “la libertad” se ha desplazado. ¿Qué nos está ocurriendo? ¿Por qué no nos alzamos ante la rescisión de nuestras libertades? Tal vez porque hemos perdido de vista lo que “la libertad supone”, nos hemos acostumbrado a derechos adquiridos que no han costado nada. Hemos otorgado el dominio de la libertad a políticos interesados. Hemos perdido de vista que la libertad es, en realidad, un logro moral y no una ley de los deseos. Tal vez no queremos ver el peligro de haber arrojado el valor de la libertad a “un abismo”, no vaya a ser que “nos devuelva la mirada”. Tal vez es que mucho antes de “esto” ya teníamos rescindida nuestra libertad y no nos dábamos cuenta.

La “libertad liberal” se ha desplazado respecto de la “libertad de los modernos”, ha oscilado a la mera posibilidad de elegir entre varias opciones dentro del mercado de la vida (estilos y formas de vida, capacidad económica, disposición de mercados de consumo, modalidades de sexualidad, sentimentales y familiares, etc.).

La “libertad liberal” ya no es propia, es puro mercado, algo así como entrar en una gran superficie y optar por una amplísima gama de productos y cuanto más amplia la gama de ofertas mayor es la libertad. Es satisfacer el mayor número de deseos y caprichos.

Pero, si lo pensamos, eso es algo que ya no depende de nosotros, sino del mercado, del dueño de esa “gran superficie”. Son el distribuidor y el vendedor quienes disponen arbitrariamente de la dádiva de los caprichos (legisladores, políticos, poderes y agendas globales).

La libertad se ha vuelto cuantitativa y depende de que exista un mayor o menor número de productos disponibles. La libertad es la mera posibilidad de consumir y esto no comporta autonomía ninguna (en sentido moderno), solo consiste en que algo me apetezca, tenga el poder adquisitivo para obtenerlo (lo pueda comprar), esté permitido y lo obtenga. O bien, depende de que los poderes públicos me lo subvencionen. Ahora ya no es “él” o “ella”: “él” puede ser ella, “ella” puede ser “él”, o pueden ser “ello”, o “elle”, incluso “elli” o “ellu” si se diese el caso.

¿Cómo y porqué se ha producido este cambio en la concepción de la libertad? Hay, al menos, dos factores importantes en el despliegue de la modernidad tardía que son causas de este estado de cosas: Un deslizamiento “materialista y sensualista” y un “emotivismo radical”.

Somos intrínsecamente materialistas y no vemos más allá de lo que “nos ponen delante de las narices” y digo “nos ponen” porque ni siquiera vemos lo que hay a nuestro alrededor, solo vemos lo que otros quieren que veamos.  ¿En qué consiste esta afirmación que acabo de hacer? Entendemos hoy que solo lo que los sentidos nos aportan de modo inmediato es “lo real” y, por eso, lo confundimos con lo que vemos en la pantalla del móvil, en la Tablet, en el PC, en la televisión, en las series, en la publicidad y en lo que (a través de estas ventanas y otras más subliminales) nos expresan, ayudado por el mimetismo humano, nos instala en el imaginario colectivo. Desamamos y hacemos las mismas cosas, seguimos las mismas modas.

En el plano moral, ocurre otro tanto, es decir, el bien (y los bienes) de nuestra vida y la libertad de autodeterminarnos caen bajo una equívoca mirada:

“La libertad se convierte en un señorío ilimitado sobre los objetos, es la constante satisfacción de nuestros deseos ilimitados a través de los sentidos.”

Algo que ya, en el siglo XIX, trazaban Bentham y Stuart Mill y que Malthus en su Ensayo sobre la población (en el capítulo dedicado al banquete de la naturaleza) asociaba a la idea de “cuantos menos seamos a más tocamos”. Algo que André Gidé en su obra “Los nuevos alimentos” proponía como: “coge y disfruta de todo lo que tengas a tu alcance”.

Una visión que sintetiza utilitarismo (“el objeto de mi libertad es aquello que me es útil y/o placentero”) con sensualismo (“que me satisfaga aquí y ahora”). Ante una finalidad tan inmediata de la libertad, solo cabe una lógica: Todo aquel deseo que uno se pueda pagar (o se lo puedan pagar) tiene que traducirse en un derecho.

La traducción política de esta visión moral es: dado que los deseos nuestros son ilimitados, cambiantes, dependientes de nuestros estados anímicos (o átomos psicológicos), que son inconmensurables, variables y, a menudo, contradictorios. Lo que puede ser bueno y deseable y se puede traducir en norma moral y legal, es ilimitado.

Desde este punto todo es posible y “bueno”. Según este modo de pensar lo bueno y lo malo, lo que “debe ser” o “no debe ser”, el derecho y la obligación no solo pasan a ser “relativos”, sino que son “absolutamente relativos”.

Los valores y las normas dependen de los miles de millones de estados psicológicos de los que, a su vez, dependen miles de millones de seres humanos que existen en el planeta tierra. Ante tanta confusión solo cabe gestionarlos de una forma: establecer un reino de utilidad y pragmatismo, que solo las leyes y los legisladores puedan arbitrar para que el mayor número de bienes o caprichos posibles se puedan otorgar al mayor número de consumidores. Otorguemos derechos (de bajo coste) y no impongamos obligaciones (aparentes), situando la libertad de terceros, como único límite.

No caemos en la cuenta de que terminamos en una ley de oferta y demanda de derechos cuyo propietario es quien ostenta el poder o pretende ostentarlo. En líneas generales, este desplazamiento ha decaído en una cultura de “victimismo competitivo”, de muerte y desatención a los más vulnerables, un mercado inmisericorde que lo coloniza todo. Políticas decepcionantes que generan confrontación y se polarizan en extremos. “Sociedades económicamente ricas”, pero “emocionalmente pobres”, pobladas de personas “vulnerables y solas” que sufren “ansiedad, inseguridad, miedo, agresividad, inestabilidad, falta de raíces y falta de amor”.

Para cerrar el círculo no solo se presenta “esto” como verdad: “la verdad liberal y democrática”, sino como una especie de “dogma de fe religiosa”, dentro de un culto liberal que suple en Occidente al cristianismo desde hace cosa de medio siglo -o más-. El último ejemplo lo encontramos en el debate político que se ha desatado cuando una actriz caduca ha comprado por gestación subrogada un “hijo–nieto”, un producto, un capricho, a los casi setenta años. Hasta este punto se malentiende hoy “la libertad”, como capricho y, a menudo, el delirio de unos y de otros.

La democracia liberal y sus marcos éticos están en peligro, tal vez, porque las tendencias ideológicas han obviado y rechazado que una sociedad libre es ante todo fruto de un logro moral. Por este olvido, intencionado o no, habitamos en un ambiente moral inhóspito que diluye “el compromiso por el bien común” y tiende a la conflictividad en vez de conformar una verdadera comunidad.

La economía de mercado y la política liberal irán al fracaso, si no salen de este bucle, y alcanzan un sentido moral de “libertad” que anteponga nuestra “humanidad compartida” a la extravagancia y el capricho.

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