Navarra a sus Muertos en la Cruzada. La serpiente y la piqueta

Navarra a sus Muertos en la Cruzada. La serpiente y la piqueta

El regreso de Joseba Asiron (EH Bildu), con apoyo del PSOE, a la alcaldía de Pamplona ha puesto en la mira al Monumento a los Caídos, que podría ser resignificado o demolido.

A finales de enero del presente año, con el habitual tremendismo adjetival empleado por el antifranquismo post mortem, un puñado de asociaciones memorialistas, incluido un Kolektibo (sic), hicieron público un manifiesto en el que exigen la demolición del Monumento a los Caídos que, con el lema «Navarra a sus Muertos en la Cruzada», tapado por un neutro «Sala de exposiciones», se alza, todavía, en la antigua Plaza del Conde Rodezno, hoy de la Libertad, de Pamplona. El edificio, obra de los arquitectos pamploneses José Yárnoz y Víctor Eusa, fue construido en 1942 y cobija una cripta donde se dio sepultura a una serie de militares del bando nacional. Entre ellos, otro pamplonés, José Sanjurjo, y Emilio Mola, temprano usuario del término «cruzada», ya exhumados en 2016 por mor de las leyes memorialistas.

Con una planta en forma de cruz griega, la cúpula del edificio fue decorada con las pinturas murales de Ramón Stolz Viciano. En ellas destacan las figuras de san Francisco Javier, de Rodrigo Jiménez de Rada, predicador de la cruzada que condujo a la batalla de las Navas de Tolosa y, por supuesto, la de Sancho el Fuerte rompiendo las cadenas que protegían al Miramamolín. El conjunto lo completan, entre otros, un cuarteto de requetés. En coherencia con este programa pictórico, la palabra «Cruzada» rotulada en el frontispicio no sería más que la prolongación en el tiempo de las medievales. Si en aquellos siglos el enemigo, tanto en Tierra Santa como en la propia España, era el sarraceno, entre 1936 y 1939, a despecho de la Guardia Mora, se habría emprendido otra cruzada, esta vez contra el ateísmo científico o, simplemente, contra hordas tan rojas como anticlericales.​ Donado por el Obispado al Ayuntamiento de Pamplona en los años 90, con la condición de no alterarlo y destinarlo a fines culturales, pronto comenzaron los ocultamientos de algunas partes del edificio. Los escudos del exterior, así como su nombre y algunas inscripciones del interior, fueron invisibilizados para no contaminar los actos y exposiciones culturales que en él se han celebrado desde entonces.

Sin embargo, el tiempo de la demolición parece haber llegado con el retorno a la alcaldía de José María Asiron Sáez, exprofesor de la Ikastola San Fermín, fundada en el muy franquista año de 1970, tras su escisión de la primera que empezó a funcionar en Pamplona en 1965. Miembro de EH Bildu, formación de la que forman parte algunos de los que han militado en esa escisión juvenil peneuvista que regó de sangre España, Asiron ofrece hoy una excelente oportunidad para llevar a cabo la demolición de un edificio que constituye un estorbo para el secesionismo vasconavarro, razón por la cual, los abajofirmantes urgen su derribo aferrados a un manifiesto que trata de ofrecer razones. La principal es que el monumento «fue diseñado y erigido a modo de inmenso panteón funerario por el fascismo», autor de un golpe de Estado militar, cuyos jefes, «dieron inicio a una guerra de exterminio masivo de un importante sector sociopolítico de nuestra tierra». Dos afirmaciones altamente discutibles, pues no cabe calificar de fascista al franquismo ni siquiera en sus primeras fases, ya que siempre albergó una importante cuota, entre otras, de carlistas, de esos mismos requetés a los que el edificio amenazado trataba de homenajear. El lema, «Navarra a sus Muertos en la Cruzada» no deja espacio para las esencias patrióticas, abertzales o euskalherriacas que los kolektibos dicen defender. En otras palabras, esa no es la Navarra auténtica. Esos no son «sus» muertos, pues los buenos navarros, pertenecientes a ese indefinido «sector sociopolítico», nunca se habrían dejado arrastrar por el fascismo, a pesar de que otros sectores, concretamente, los representados por el PNV, se echaron en brazos de Mussolini.

La original decantación ideológica del edificio se hace tan insoportable para quienes blanden la piqueta, acaso echando de menos el hacha, que descartan cualquier intento de «resignificación». El monumento, dicen, «representa absolutamente todo lo contrario al ser social, colectivo y democrático de Navarra». Sin embargo, navarros fueron quienes lo diseñaron y navarros también, en su mayoría, los que se enterraron en su interior. Navarros, en cualquier caso, requetés. Es decir, carlistas. Es decir, católicos tradicionalistas y monárquicos ligados a un «Dios, Patria y Rey», que no, por ejemplo, a un «Dios, Nación y Rey», ni a ninguna otra alternativa compatible con la defendida por el heterogéneo grupo de colectivos que piden el derrumbe apelando a su origen fascista, ideología a la que se adscribió, finalmente, el PNV.

Los «Muertos», con mayúscula, que albergó el edificio, son incómodos. Su propia mención lo es. Remiten a una ideología tan incómoda como arraigada, que hubo de ser exterminada del modo descrito por Víctor Ibáñez en su Una resistencia olvidada. Tradicionalistas mártires del terrorismo, por los que, en un momento dado, se arrogaron la representación de un pueblo milenario, ¿del que los requetés se habrían desviado o escindido? Convendría que los redactores del manifiesto lo aclararan, pues en las ceremonias franquistas abundaron las boinas rojas. El Generalísimo, incluso, fue representado por Ignacio Zuloaga, tocado con una que contrastaba, al tiempo que la complementaba, con la camisa azul falangista con yugo y flechas bordadas, y el pantalón caqui. Rojo, azul y caqui, victoriosa alternativa tricolor.

Navarra, aquella Navarra, así como aquellos muertos, son un verdadero obstáculo para quienes tienen como proyecto, precisamente, la disolución de la Navarra histórica, paso previo a su integración en una Euskal Herria representada por una bandera que imita a la británica, en la que no hay cabida para las cadenas que conducen a la batalla de las Navas de Tolosa, esta sí, ocurrida bajo la condición de cruzada otorgada por un romano prefascista que accedió al solio pontificio bajo el nombre de Celestino III.

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