Desde hace décadas, uno de los pilares de la narrativa del nacionalismo catalán era la contraposición entre una administración española decimonónica, casposa y anticuada y una administración catalana moderna, eficiente y europea.
Si el “Gobierno de Madrid” y sus ministerios estaban poblados por funcionarios con visera y manguitos, recién sacados de una película en blanco y negro, la Generalitat y sus conselleries se suponía que eran dinámicas, vanguardistas, pobladas por eficientes servidores públicos que bien podrían encajar en el mismísimo Silicon Valley. Esta narrativa se plasmó en campañas institucionales ya en tiempos del pujolismo: “La feina mal feta no té futur, la feina ben feta no té fronteres”, “Catalunya, un país d’Europa” o “El govern dels millors”, entre otras, encaminadas a construir en Cataluña lo que algunos denominaron “la Dinamarca del Sur” (antes fue la California del Mediterráneo, pero la bancarrota de aquel estado norteamericano obligó a buscar un nuevo referente).
Este discurso iba acompañado de reclamaciones de más y más competencias. Así, la Generalitat, controlada por el nacionalismo, podía ir construyendo “estructuras de Estado” de cara a la anhelada secesión y, al mismo tiempo, ir ganando legitimidad al demostrar que la administración catalana era muy superior a la española y que, con la independencia, llegarían toda clase de bienes de la mano de un gobierno catalán, en esa hipótesis con plenas competencias, que por fin nos libraría de la sujeción a un Estado heredero del franquismo y cuya administración en algunos momentos llegó a ser calificada por algunos nacionalistas como “africana”.
Han pasado varias décadas y es normal que sean cada vez más quienes piensan que es hora de hacer balance de la acción de la Generalitat en aquellos ámbitos en los que las competencias son exclusivamente suyas.
Empezando por la educación, de la que repiten sin cesar, como si fueran autómatas, que es un “modelo de éxito”, aplicando aquella vieja táctica de que repitiendo hasta la saciedad algo, si no se hace realidad por arte de magia, al menos la gente llega a pensar que es cierto. Durante las últimas semanas, no obstante, hemos asistido al impacto de dos cargas de profundidad en la línea de flotación de esta narrativa. Los resultados de las pruebas PISA, catastróficos en Cataluña, que retrocede más que el resto de España y se hunde hasta los puestos más bajos, son un indicador de que el modelo catalán educativo, lejos de ser un modelo de éxito, es un modelo de fracaso. La excusa que desde la Generalitat se dio al conocerse los resultados, que en la medición se había incluido demasiados emigrantes, causa sonrojo. La visita de una misión europea de la Unión Europea a Cataluña para evaluar el modelo de inmersión lingüística en vigor, cuyas conclusiones son muy críticas con el mismo, ha hecho también mella en una narrativa que se cae en pedazos cuando se contrasta con la realidad.
Podríamos seguir con otros ámbitos: el sistema sanitario catalán, cuyas listas de espera baten récords, la seguridad ciudadana, cada vez más degradada (las violaciones en Barcelona han crecido más del 50% en 2023), la fiscalidad, donde con quince tributos propios Cataluña está a la cabeza de presión fiscal, muy por delante de cualquier otra comunidad autónoma, o la creación de un clima adverso a la iniciativa empresarial son algunos de los ámbitos en los que la Generalitat ha demostrado que, lejos de ser la panacea que nos vende desde hace cuarenta años el nacionalismo, es una administración especialmente ineficaz y sectaria.
¿A qué puede deberse esta deriva? Porque, no nos duelen prendas reconocerlo, hubo un momento, ya lejano, en el que la Generalitat fue capaz de atraer talento. Aventuraré dos motivos, muy relacionados entre sí, que creo que explican en buena medida la degradación de todo lo que administra la Generalitat. El primero es muy simple: sencillamente, el gestionar bien, en favor de los ciudadanos, no les interesa, no le dedican tiempo ni esfuerzos, no es su prioridad. Cuando todo lo absorbe esa utópica “república catalana” que está a la vuelta de la esquina y que exige todos nuestros esfuerzos y recursos, las cuestiones de gestión cotidiana se vuelven pesadas, incómodas, y se dejan de lado.
Unido a este obsesivo sesgo de atención hemos asistido, durante las últimas décadas, a una muy notoria erosión de la calidad de las clases dirigentes nacionalistas hasta niveles paupérrimos. A medida que el “procés” se aceleraba y cada vez era más evidente que no se trataba meramente de un farol negociador, sino que íbamos directos al choque de trenes, quienes estaban mejor preparados fueron bajándose del barco, dejando su lugar a las gentes más tronadas y menos preparadas, quienes en un contexto normal nunca hubieran soñado acceder a las responsabilidades que han alcanzado gracias a la intentona separatista. Así hemos asistido a una estrepitosa caída del nivel de quienes manejan los asuntos públicos en Cataluña, que hasta los separatistas más convencidos confiesan en privado. Tan claro y notorio que, por mucho que quieran disimularlo con grandes dosis de victimismo (el resorte habitual para no asumir responsabilidades), se hace evidente a cada vez más catalanes. Nos prometen Jauja (lo que algunos han bautizado como “Catadisney”), pero mientras llegamos allí lo que tenemos es una Cataluña cada vez más fracasada por culpa de una Generalitat incapaz de gestionar bien sus competencias.
Puede descargar el artículo completo en el siguiente enlace.
20240103_Blog