Piketty aboga por inevitables las movilizaciones sociales, no necesariamente pacíficas, para la instauración de nuevas instituciones que permitan seguir avanzando en la igualdad de renta y riqueza.
Durante tantos años Dickens nos ha deleitado las navidades con su Ebenezer Scrooge y sus fantasmas. Pero, desde las navidades de 2019 hasta el presente, es el fantasma global de la pandemia venida de China quien nos ha visitado en sus diversas variantes.
En los escaparates de las librerías, más que los tradicionales relatos navideños, han brillado durante estos años los ideólogos y curiosamente un economista llamado Thomas Piketty que se ha convertido en super ventas. La concisa y más reciente, Una breve historia de la igualdad (2021), la voluminosa, Capital e Ideología (2019), y la aún más voluminosa y sin apenas pretensiones divulgativas, El capital en el siglo XXI (2014) han tenido gran éxito editorial.
A Thomas Piketty le ha ocurrido lo que a Hume y su “Tratado sobre la naturaleza humana” de la que hubo de hacer tres versiones (cada una aún más corta que la otra) para ver si le leía alguien. No obstante, Piketty, lo logró a través de la nueva izquierda y, por ende, de la cultura Woke.
En el último libro que se propone como “breve historia” es, o pretende ser, más divulgativo, algo así como el Manifiesto Comunista a El Capital de Marx. En definitiva, propone un alegato y un proyecto político maniqueo, defiende que “la lucha por el poder entre los privilegiados por un sistema económico, basado en el librecambio y el mercado, les beneficia, y el resto quedan perjudicados por unas reglas impuestas que son injustas”.
Piketty aboga por inevitables las movilizaciones sociales, no necesariamente pacíficas, para la instauración de nuevas instituciones que permitan seguir avanzando en la igualdad de renta y riqueza.
Piketty, ya en 2012, fue considerado uno de los “100 pensadores globales más influyentes” y ha sido el chico prodigio de la nueva izquierda francesa. Su presunción, es que “la izquierda no se ha esforzado por proponer alternativas”. Después de la caída del comunismo, la izquierda ha atravesado un largo periodo de desilusión y desánimo que “no les ha permitido presentar alternativas para modificar el sistema económico”. Por eso quiere llenar ese vacío.
Según piensa, los partidos socialistas en Europa no han intentado realmente cambiar las reglas del juego, aceptaron la idea de que el libre flujo de capital, de bienes y servicios y la competencia por los mercados eran suficientes para generar prosperidad y que todos nos beneficiemos de ella. En cambio, “lo que hemos visto es que esto ha beneficiado principalmente a los sectores con un elevado capital humano y financiero y a los grupos económicos con mayor movilidad”.
Esta opinión resume muy bien el objetivo de su trabajo, El capital en el siglo XXI, que, como bien indica su título, pretende ser el nuevo El Capital para el presente. Piketty propone que: “el hilo conductor de la historia en las sociedades humanas, que es también la historia de la búsqueda de la justicia, no es “la lucha de clases”, como defendían Marx y Engels, sino la lucha de ideologías”. Añadiendo que no basta para forjar una teoría de la sociedad justa y propone superar el capitalismo liberal alcanzar una sociedad basada en el socialismo participativo y en un social-federalismo.
Cree que “todas las sociedades tienen necesidad de justificar sus desigualdades. Por eso, cada época genera discursos e ideologías que tratan de legitimar la desigualdad”. En las sociedades contemporáneas, el relato dominante “propietarista, empresarial y meritocrático”. Según él, “la desigualdad moderna es justa, puesto que deriva de un proceso libremente elegido en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad. Todos obtenemos un beneficio espontáneo de la acumulación de riqueza de los más ricos, que son también los más emprendedores, los que más lo merecen y los más útiles” pero finalmente, esto produce “mayor desigualdad”. Por eso hay que destruir el sistema.
Ante estos planteamientos un lector atento encuentra que el objetivo de Piketty no es económico sino “político”. Su objetivo es la recuperación de un concepto que, por unos años, había caído en el desprestigio y la sospecha: la ideología.
Piketty se pone a la cabeza de los autores que quieren resucitar al monstruo: la ideología. Él mismo advierte en la introducción: “A lo largo de este libro, tengo la intención de utilizar la palabra «ideología» de una forma positiva y constructiva. Postula una propuesta “ideológica positiva”, algo a lo que los pensadores de izquierda habían renunciado por varios años, tras la caída del Muro de Berlín.
Pero Piketty nos vuelve a proponer y justificar una ideología con “pretensiones de imponerse”, dice él: “Un conjunto de ideas, un discurso “a priori” con “la finalidad de describir el modo en que debería de estructurarse una sociedad”, tanto en su dimensión social, económica y política”.
La izquierda moderada y socialdemócrata se había centrado en años anteriores en una renuncia de esto, buscando moderado y continuo reformismo, es decir, una crítica racional de cada momento presente buscando siempre mejoras y denunciando desvíos e injusticias.
Fue una base, en la década de los 90, para que en el debate político los teóricos no rebasaran un bipartidismo y una moderación. Inclusive las propuestas y críticas socialdemócratas no pasaban de propuestas sobre hechos siempre mejorables.
En definitiva, nadie daba el salto a proponer una “ideología” en el sentido descrito por Piketty, casi era un tabú, imponer un modelo de “sociedad cerrada”, porque se había aprendido la lección de que una “ideología” deriva necesariamente en el totalitarismo.
Las obras de Pikketty abogan por romper este tabú. En la práctica, el caso de nuestro Gobierno en España y sus leyes es, dentro de Europa, el más sangrante ejemplo de esto, pues la debilidad del gabinete de Sánchez y sus abultadas deudas con socios extremistas: neocomunistas y nacionalistas están permitiendo legislaciones radicalmente ideológicas.
Para los ideólogos, la velocidad y la aceleración (revolución) en el tiempo es imprescindible para imponer su dominio sin dejar a la sociedad, a sus bases y sus instituciones, sin capacidad de respuesta y defensa. Los resultados son palpables en las leyes “generistas” o en las de “revisionismo histórico”. Unos pocos imponen sus ideas al resto sin apenas consenso.
Tal como lo describe Piketty la ideología bajo la bandera de la “desigualdad” (no ya de “la libertad” a la que aniquila) es “un intento coherente de aportar respuestas a un conjunto de cuestiones acerca de la organización deseada o ideal de la sociedad”. En esas estamos.
Dicho de un modo claro y corriente, esto consiste en que unos pocos supuestos “iluminados” diseñan el “discurso”, aparentemente coherente, que determina como debería estructurarse y organizarse una sociedad deseada o ideal según sus propias creencias.
Las ideologías del siglo XX, sin embargo, han verificado que cada vez que se ha impuesto una ideología, sea por vía legislativa y democrática, como el nacionalsocialismo en Alemania, sea por vía revolucionaria, el socialismo ruso y posteriormente soviético, el resultado ha sido un régimen totalitario.
Unos pocos ciudadanos (un partido, una élite) deciden y organizan lo que deben hacer y vivir el resto de los ciudadanos (en lo privado y en lo público) con el argumento de alcanzar un estado social y económico ideal, en un futuro más o menos cercanos: la argucia de la utopía.