Colombia vivirá el próximo 29 de mayo la primera vuelta de la elección presidencial, que marcará el futuro de ese país no por los próximos cuatro años, sino por las próximas décadas. Se dará en medio de un reacomodo de las fuerzas políticas en el congreso y en medio de la tensión permanente que genera la posibilidad real de que un proyecto populista de izquierda criminal, representado por Gustavo Petro, tome las riendas del país suramericano.
Frente a esa amenaza, toda apunta a que la alternativa recaerá en Fico Gutiérrez, candidato que por su trayectoria y su propuesta es el único que puede garantizar que la sensatez siga gobernando Colombia y, desde ella, avanzar en las reformas que hagan contrapeso a las permanentes pretensiones desestabilizadoras de la izquierda contra la democracia. La pregunta que todos se hacen hoy es si efectivamente Gutiérrez podrá hacerlo, cuando ambos pasen a segunda vuelta.
Al margen de lo que dicen las encuestas y del resultado de esa primera vuelta, todo parece indicar que será en el mes de junio cuando los colombianos deberán decidir definitivamente qué rumbo quieren para su país. La primera vuelta será un indicativo de la importancia que la sociedad colombiana da a involucrarse en los aspectos definitivos de su nación. También, una evaluación de la fuerza que tienen los candidatos en este momento, caracterizado por un Petro que parece invencible, gracias a su populismo y al derroche de dinero. Por el contrario, Gutiérrez va subiendo en la intención de voto, aglutinando cada vez a más y más colombianos.
Sin embargo, lo más grave es que a pesar de las denuncias cada vez más escandalosas que surgen en el entorno de Petro y de sus propias actitudes que revelan, por su pasado y por sus intenciones, qué sería capaz de hacer con Colombia, todavía son muchos los que apuestan por él como una opción para liderar la primera magistratura del país. Esa es una señal muy peligrosa qué dice mucho de los síntomas que padece la sociedad colombiana, pero también del proceder de una clase política que no ha terminado de entender la amenaza que se cierne sobre su nación. Ojalá no sea demasiado tarde.
Nadie pone en duda el lugar que ocupa Colombia hoy en el mundo. Los mejores indicadores en muchas áreas apuntan a que es un país que ha encontrado una senda de desarrollo, siendo una referencia democrática, a pesar de sus heridas históricas y conflictos latentes. Pese a ello, muchos colombianos creen que viven mal y sostienen incluso que una dictadura los aqueja, sin comprender la dimensión de lo que esas palabras representan. Que muchos piensen eso es culpa de la permanente campaña de desprestigio y la desestabilización planificada por la izquierda, que pretende vender la idea de una nación anárquica, sin gobierno, violadora de derechos humanos y criminal, caracterizando a Colombia con las verdaderas características del régimen vecino de Venezuela. Así funcionan.
Pero también es culpa de la clase política que ha tenido logros intachables en su gestión, pero que a través de su comunicación ha permitido la duda, la desconexión y la excesiva tecnocracia para explicar una realidad en la que muchos deben ser convencidos de que viven mejor que hace años y que pueden estar incluso mejor, pero sólo si eligen bien. De nada sirve tener los mejores indicadores de una gestión pulcra, si la manera en que se comunica y se ejerce el gobierno no hace eco en quienes se benefician de esa gestión, asumiendo narrativas distintas y hasta complacientes con quienes atentan permanentemente contra la democracia.
Hoy, pareciera que en algunos colombianos reina la idea de aventurarse a un cambio drástico bajo el supuesto de que, si no va bien, se puede revertir. Se equivocan. Una vez que el daño inicia, revertirlo es muy difícil. Nada peor que esos ejercicios de creatividad en los que todo se echa por la borda bajo el argumento de dar una oportunidad, cuando esa oportunidad puede ser la última de una sociedad que ha elegido hasta el momento de forma libre.
Eso es sólo posible gracias al resentimiento esparcido, que crece y se riega permanentemente entre quienes intentan convencer de que no se puede estar peor de lo que ya se está. El proyecto de Petro apunta a eso: como ya se está mal, según la izquierda, y no se puede estar peor, no piden que se vote para estar mejor, sino para que los que están bien, empeoren y todo se iguale bajo el signo del vivir mal. Es una manipulación perversa que no busca el voto aspiracional de una sociedad mejor, sino el voto de la venganza para quienes les ha ido mejor, de modo que les vaya mal. Ese es el peor signo del populismo de izquierda: el igualitarismo desde el resentimiento y la miseria. Cero méritos, cero libertades, cero oportunidades. Dividir a la sociedad entre buenos y malos, enemigos y amigos, pobres y ricos y así sucesivamente. Así empieza la destrucción moral de un país.
Seguramente alguno dirá que un venezolano es el que menos legitimidad tiene para alertar sobre el futuro de Colombia, cuando los venezolanos cometieron el peor error de todos al elegir a Hugo Chávez. Y es verdad. Hemos pagado el precio más alto de todos por ese error, incluso las generaciones que no fuimos responsables. Lo que no es cierto, como algunos sostienen, es que los venezolanos abandonamos la lucha o no hicimos nada por la libertad. Mucho hicimos hasta el cansancio, y fueron otros los factores, entre ellos la errónea conducción política opositora de dos décadas, la que nos hundió y condenó a vivir las consecuencias del régimen criminal. Por eso es que, desde la humilde experiencia que la realidad nos obligó a vivir y que nos llevó al extremo, alertamos para quienes pueden evitar todavía hoy llegar a eso, lo hagan.
Los populistas de izquierda son expertos en eufemismos. Así dicen que no expropiarán, sino que democratizarán o que quieren que la democracia sea popular y no de élites que no representan a nadie. Así van desvirtuando todo al punto de borrar la historia, la identidad y la vida de una sociedad. Por eso no hay que dejarse seducir por populistas y apostar a proyectos que realmente encarnen la esperanza de un país de desarrollo. Sólo la sensatez puede llevar a salvar a Colombia y esa sensatez puede lograr que un candidato decente haga las reformas necesarias y conecte con un país que está enviando una señal, como la envió la sociedad venezolana en 1998 producto del hastío y de la mala política, pero que en esta ocasión puede hacer la diferencia si se decide correctamente.
No basta con hacer de la esperanza y la sensatez una candidatura, sino también escuchar a la gente y convencerla de que no hay atajo que termine bien para quien quiere una aventura engañosa. Será una estafa y, como enseña el caso venezolano, una estafa que se paga caro, con vidas y con miseria.
Además, es clave una candidatura anclada en valores, sobre todo el de la libertad, que haga entender lo costosa que es y por qué hay cuidarla a diario, como la dignidad humana, la propiedad privada y la libertad de expresión. Esta es una batalla contra el izquierdismo fanático y radical, por valores y, sobre todo, por la libertad, frente a un proyecto continental muy perverso.
Los colombianos están todavía a tiempo de elegir bien y en libertad, y de no tener que luchar por recuperar ambas cosas si las pierden. De ellos depende fundamentalmente no saltar al vacío. ¿Lo harán?