El activismo climático provocará hambre

El activismo climático provocará hambre

En la pomposamente llamada cumbre del clima, la COP 28 de Dubái, los responsables y activistas climáticos han vuelto a demostrar su incapacidad para ponerse de acuerdo en poco más que incrementar la alarma climática, reclamar más fondos para su cómoda lucha contra el calentamiento global y en seguir generando un ambiente de alarma y amenaza global con la que poder justificar sus nada desdeñables privilegios y carreras profesionales.

En una rara y sospechosa sintonía entre científicos ávidos de fondos públicos para sus programas de investigación, políticos globalistas con vocación de prohibir y regular y grandes corporaciones multinacionales, se ha puesto el foco en algo crítico para la humanidad como es la alimentación y, en concreto, las proteínas de origen animal.

Quizás, como pequeña concesión al país organizador del evento este año, Emiratos Árabes Unidos, uno de los primeros productores mundiales de petróleo, el COP 28 no se ha centrado solamente en los combustibles fósiles, sino que ha señalado el objetivo de su nueva cruzada: el consumo de carne. Este año los combustibles fósiles o el transporte, los tradicionales chivos expiatorios para la casta climática, no parecen ser suficientes y, amparándose en un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, se ha propuesto limitar al máximo el consumo de carne animal mediante la limitación de la ganadería. Según este estudio, el ganado representa el 14,5% de todas las emisiones antropogénicas, es decir, 7,1 gigatoneladas equivalentes de CO2 anuales.

Esto no es nuevo, la ONU lleva ya desde hace años poniendo el foco en la ganadería y, al mismo tiempo que se hace eco de la tragedia del hambre en el mundo, pontifica sobre cómo la dieta humana tiene un impacto en el supuesto cambio climático. Y donde el CO2 no es el único problema; lo que es también intolerable para los ecologistas son las emisiones de metano y se atribuye a la ganadería un 31% del total global de estas emisiones y, en concreto, al ganado vacuno que genera, en términos comparativos de peso, unas 18 veces más emisiones que el cultivo de tofu, según este último informe.

Poner a la ganadería y al consumo de carne en el punto de mira tiene ciertas ventajas para los ecologistas: en primer lugar, la ganadería no tiene la fuerza mundial ni la capacidad financiera que tienen los sectores petrolíferos o de automoción. La ganadería es un sector mundial, fragmentado en general, y con una capacidad baja de movilización o de realizar acciones con grupos de presión, campañas de relaciones públicas o de simplemente defenderse públicamente. En segundo lugar, mientras a un vehículo se le pueden realizar mejoras de eficiencia y disminuir el consumo o las emisiones, a una oveja no se le puede hacer más eficiente en su consumo ni reducir sus emisiones.

La maquinaria ecologista ha propuesto establecer un sistema de fiscalidad asociado a la huella de carbono de los alimentos que se consumen y que se podría extender a los piensos y al resto de productos necesarios para la alimentación animal o incluso a los fertilizantes para el campo. El resultado final será encarecer inevitablemente los productos cárnicos de forma que se desincentivará su consumo como consecuencia directa y, mucho más importante, se hará progresivamente inviable la actividad ganadera, excepto para los grandes grupos, que con sus economías de escala se beneficiarán de estas restricciones en la oferta y que, en la práctica supondrán la paulatina eliminación de la ganadería familiar tal y como mencionamos desde esta tribuna.

En realidad, el acoso político a la ganadería no es algo que vaya a pasar en un futuro. En los países europeos esto ya es una realidad y ello se percibe en las diferentes normativas nacionales, comunitarias o, en el caso de España, también autonómicas, que progresivamente van asfixiando al sector con sucesivas vueltas de tuerca en materia de burocracia, requisitos ambientales, de alimentación, etc. Bajo la excusa del “bienestar animal” o de la “salud pública”, se ha hecho, por ejemplo, inviable empezar una actividad ganadera en cualquier país europeo.

Y esto no acaba aquí, existen en varios países políticas de eliminación directa para las ganaderías establecidas tal y como se han promovido en los Países Bajos con compras directas de las granjas productoras para “reducir las emisiones de CO2”. Holanda es, en términos de valor, el segundo mayor exportador mundial de productos agrícolas, sólo por detrás de Estados Unidos. Esta exitosa y optimizada actividad agroganadera ha situado al país con unos niveles de óxido de nitrógeno más altos de lo que permiten las normas de la Unión Europea y, como perversa consecuencia, el gobierno de izquierda creó un ministerio para reducir el número de granjas a cambio de generosos subsidios. Pagar para dejar de producir, el futuro que ecologistas, políticos globalistas y grandes corporaciones están pergeñando para la actividad agropecuaria a costa de aquellos que, a diferencia de los viajeros en clase preferente al COP 28 en  Dubái, sí que saben ganarse la vida con su trabajo. Poniendo esto en contexto quizás no sorprenda tanto que el movimiento-partido de los granjeros holandeses haya sido la gran sorpresa en las recientes elecciones en los Países Bajos. Y este tipo de medidas continúa y se extiende: en España con los agricultores y ganaderos en determinadas zonas, en Estados Unidos, en Gran Bretaña.

La casta globalista, junto a ecologistas y a científicos sin escrúpulos, ha encontrado soluciones para sustituir la ingesta de proteínas animales. La más increíble, por repulsiva y antinatural, es la promoción de la inclusión de insectos como forma de remediar el hambre en el mundo y de hacerlo de una forma que ellos califican como “respetuosa” con el medio ambiente al disminuir las emisiones de CO2. En España, Ecologistas en Acción elaboró un informe al respecto y las sucesivas noticias en medios de comunicación trataron de normalizar este tipo de alimentación y de asociarlo a la consecución de los compromisos de la Agenda 2030. Vacas no, pero gusanos sí. Ganadería tradicional con granjeros nacionales no, pero cultivos de corporaciones industriales que cotizan en el Nasdaq sí.

Los grupos de presión ligados al activismo ecologista pretenden imponer un nuevo modelo de vida que supondrá más impuestos, más precariedad y menos libertad. Aquello que se inició con el sector energético, que continúa con el transporte individual y la aviación, prosigue con la alimentación. El objetivo último, bajo el buenista disfraz del ecologismo, es intervenir y controlar la economía mundial mediante sucesivas regulaciones.

Y no debemos menospreciar sus intenciones ni pensar en la estulticia de quienes proponen estas medidas. La casta ecologista sabe que sus medidas son impopulares pues no serán aceptadas de buen grado por el conjunto de la opinión pública y que podrían ser incluso ilegales limitar la libertad de los consumidores. Su forma de persuasión es mucho más sutil y gradual mediante una maraña normativa que complica la actividad y, próximamente, con unas propuestas de fiscalidad que incrementarán el coste generalizado de la carne. Tratan de convertir un filete de vacuno en un bien de lujo y asociar su consumo a una actitud egoísta y poco solidaria con el medio ambiente tal y como se está intentando hacer con los vehículos o con el transporte aéreo.

Para las elites globalistas que viajan de COP en COP, que visitan congresos internacionales en resorts, esto no será un problema. Ellos sí que pueden permitirse sus lujosos manjares y podrán siempre consumir el solomillo, aunque esté a precio de oro. Para la clase media mundial y para los más desfavorecidos la historia será diferente. Hoy en día ya existe un déficit de proteínas en muchos países en vías de desarrollo por limitaciones geográficas o, sobre todo, económicas. Con estas medidas, el acceso a la carne será cada vez más difícil y costoso al restringirse la oferta y ello condenará a millones de personas en el tercer mundo a la hambruna y a la malnutrición. Millones de semejantes sacrificados en nombre de la religión climática y de la neutralidad del carbono.

Al fin y al cabo, la lucha climática no es el fin último pues, tal y como hizo explicito en 2015 la entonces Secretaria Ejecutiva de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), Christina Figueres, el cambio climático y  la reducción de las emisiones era en realidad una oportunidad para cambiar y controlar el modelo de desarrollo mundial. Con la excusa del clima pasará lo mismo que en todo aquello en lo que las elites globales ponen su foco, o sea, lo que ya ocurre con el uso de los automóviles, con la electricidad, con los viajes en avión; se tratará de imponer un modo de vida, controlar la actividad económica y provocar cada vez menos oferta, más costos, menor disponibilidad de bienes y mayor precariedad para todos.

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