La filosofía republicana ha hecho hincapié en tres elementos sin duda necesarios para el desarrollo de una sociedad de personas libres.
Los viejos marxistas señalaban, no sin razón, que «los conceptos son campos de batalla». Nuestra compresión de la realidad depende, en gran medida, de las definiciones que afectan a los procesos sociales y políticos de nuestra vida cotidiana. Para bien o para mal, son muchas las palabras y las definiciones que compiten y que ayudan o afectan al desarrollo de una sociedad libre: justicia, nación, libertad y, por supuesto, democracia.
Autores como Friedric Hayek, Frédéric Bastiat, Bejamin Costant o Isaiah Berlín dedicaron su vida a definir y ampliar nuestro conocimiento sobre el Estado de Derecho, la Ley o las dimensiones que la libertad debería poseer y posee en nuestra realidad. Uno de los conceptos más disputados ha sido sin duda el de democracia. Este se encuentra hoy bajo asedio, pues son muchas las élites intelectuales, políticas y económicas que desean destruir la democracia aprovechándose de ella. La democracia mal entendida puede convertirse, por desgracia, en el camino hacia la tiranía.
Los siglos XIX y XX observaron como la democracia liberal se abría paso en la historia de las formas de gobierno, generando unos niveles de prosperidad y libertad otrora impensables para amplias capas de la población. En la actualidad, sin embargo, vivimos una crisis de la democracia. Dicha crisis se traduce en un problema de definición. En nuestro tiempo, y aunque suene inaudito, necesitamos nuevamente aclarar cuál es el significado de la democracia. De ello depende la protección del Estado de Derecho, la defensa de la libertad y la supervivencia del propio proceso democrático.
Pero no podemos negar la realidad. Durante los últimos doscientos años han convivido, en relativa paz, dos conceptos de democracia. Uno facilita el camino hacia la tiranía de los sistemas políticos depositando la fe en la voluntad general. Jean Jacques Rousseau señalaba en su ensayo «El contrato social» que esta es infalible, inalienable y absoluta. Si nuestra concepción de democracia da todo el poder a un sujeto colectivo y abstracto como la voluntad general, priorizando la decisión colectiva y restando valor a las decisiones individuales que la conforman y sirven de base a la anterior, nuestra libertad «moderna», esa que forzosamente es de naturaleza personal, corre el peligro de desaparecer diluida bajo la tiranía de la mayoría.
Autores como Alexis de Tocqueville vieron claramente en lo que podía convertirse un régimen democrático ilimitado y edificado solamente sobre la noción de voluntad general. Sin embargo, la Historia y los aportes que nos llegan desde la Teoría Política, aportaron una solución a dicho problema, ideando un concepto alternativo de democracia resultado de la fusión entre liberalismo y republicanismo. Lo anterior, dio lugar a las llamadas democracias liberales, formas que han demostrado con creces su éxito durante el siglo XX, contribuyendo al desarrollo de sociedades de personas libres, capaces de decidir sobre sus vidas. Habilitadas para buscar su propia felicidad.
¿Qué es una democracia liberal? Grosso modo, podríamos afirmar que se trata de un sistema edificado sobre tres pilares. El primero de ellos, el democrático, por supuesto. Toda democracia que se precie debe asegurar el sufragio universal pasivo (el derecho a ser votado) y activo (el derecho a votar) para todos sus ciudadanos. Esto, que puede parecer simple, siguen siendo un reto en un gran número de países, pues son muchas las naciones en las cuáles el derecho “a ser votado” se encuentra limitado, fruto de distintas amenazas. Eso nos lleva al segundo de los pilares: el republicano.
La filosofía republicana ha hecho hincapié en tres elementos sin duda necesarios para el desarrollo de una sociedad de personas libres. El primer punto tiene que ver con la división de poderes, dado que, como indicada Lord Acton, «el poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente»; el segundo, hace referencia al imperio de la Ley y no de las personas. La Ley es la que gobierna, y no el deseo de un cacique o un autócrata; por último, pero no menos importante, el activismo cívico. Toda sociedad libre requiere de personas comprometidas con la defensa de la estructura de Derechos y libertades vigentes. Las personas deben ser conscientes de las amenazas y estar dispuestas a defender la libertad. Las instituciones no se mantienen solas.
El último pilar de un buen sistema democrático es, como se puede suponer, el liberal. De forma contraintuitiva, las buenas democracias son aquellas que no deciden todo de forma democrática. Existen libertades que se consideran pétreas y no pueden estar sujetas al vaivén de la coyuntura política. No podemos someter a una decisión mayoritaria la existencia o no de la libertad de expresión o de la libertad de asociación; tampoco de la libertad de conciencia o movimiento. Lo anterior, debe estar blindado a través de un compromiso predemocrático por parte de los miembros que conforman la comunidad. Sólo así disfrutaremos de las ventajas que una sociedad libre y democrática aporta a la gran mayoría de las personas. Solo así estaremos protegidos frente a la tiranía.
Hoy día, observamos perplejos la erosión de estos tres pilares. Y resultado de lo anterior, muchas democracias se encuentran en una crisis de legitimidad sin precedentes. Los liberticidas desean modificar nuestra comprensión de la democracia, con objeto de entregar todo el poder a los ejecutivos. De tener éxito, sufriremos, perdiendo derechos y contribuyendo a pavimentar el camino hacia la tiranía de un gran número de sociedades. Es imperativo luchar por la democracia liberal, siendo consciente tanto de los defectos que dicha forma política posee ab initio, como de las virtudes que la han hecho grande durante el tortuoso y convulso siglo XX.