Si me comprometo (o entrometo, para no sonar demasiado engagée) es, como decía G. K. Chesterton, porque tengo muchas cosas que amo detrás, no porque odie a nadie que tenga enfrente.
Durante años he sentido la desazón de decepcionar enseguida en mis redes sociales a muchos de quienes de pronto me seguían por un compartido amor a la literatura. Más pronto que tarde, se darían de bruces o con mi catolicismo a machamartillo o con mi españolismo irremediable, por decirlo como don Marcelino Menéndez Pelayo, precisamente. La desazón, por otra parte, era irremediable, porque es mi cosmovisión —como se dice— y si la oculto, ya ciego para el cosmos, sólo podría escribir si acaso de oídas de la música que tocasen.
Desde que la fundación Disenso me ha honrado con un puesto en su Patronato, han empezado a seguirme en las redes sociales muchas personas que esperan que demos la batalla de las ideas; y les alabo la esperanza y el ánimo, porque pocas cosas son más necesarias. Sin embargo, ahora, cuando tuiteo un poema («Para la libertad», por ejemplo, de Miguel Hernández cantado por Joan Manuel Serrat) o ensayo un apotegma metaliterario o segrego una greguería gamberra, vuelvo a tener la misma sensación de entonces de decepcionar a quien no se lo merece, aunque ahora sea por todo lo contrario. Y tampoco tiene remedio.
Si me comprometo (o entrometo, para no sonar demasiado engagée) es, como decía G. K. Chesterton, porque tengo muchas cosas que amo detrás, no porque odie a nadie que tenga enfrente. Y si amo tanto lo que está a mis espaldas, ¿no será normal que vuelva la cara cada dos por tres para echar un vistazo o lanzar un piropo? En Requetés, cuentan Pablo Larraz y Víctor Sierra-Sesúmaga que, en plena guerra civil, después de batirse como nadie, los carlistas se volvían a sus pueblos a ver a sus madres, esposas e hijas sin el mínimo respeto a la disciplina militar. Y por eso volvían al día siguiente con más ganas que nunca.
Más acá de la memoria histórica, este ir y venir de la literatura a la política tiene dos o tres aplicaciones prácticas a nuestro aquí y ahora. Para empezar, el hecho de que buena parte de la batalla ideológica se esté dando en el terreno no sólo de la cultura, que por supuesto, sino en el de la semántica. Quien decide lo que significan las palabras, como ya advirtió el Humpty Dumpty de Lewis Carroll, es quien manda. El que ostenta el poder tiene mucho interés en manejar el diccionario a su antojo, pues el lenguaje es la herramienta para dominarnos a todos. Pero el más humilde poeta ha de defender —va con el cargo— los significados y los significantes del idioma de los libres porque las palabras son muy suyas y de todos y él lo sabe en carne propia.
Además hay algo más elemental: la primera ley de Robert Conquest, que advierte que todo el mundo es de derechas en aquellos asuntos que conoce de primera mano. Nos lo ejemplifica con tanta constancia como incoherencia el matrimonio Iglesias-Montero, aburguesado repentinamente en el amor y acérrimo partidario de golpe de la propiedad privada y hasta de la intimidad en sus alrededores y de la policía que la garantice. Todos, en nuestros trabajos y con nuestros bienes, queremos responsabilidad, seguridad jurídica y estabilidad. Hay, pues, un conservadurismo práctico que consiste en conocer cuantas más cosas mejor de primera mano. En eso se concentra, precisamente, la poesía, como recuerda el poeta Jesús Montiel: «Lo difícil de vivir es vivir dándonos cuenta». Es un género literario concentrado en que conozcamos de primera mano nuestras vidas.
Y conocer entonces de primera mano a los que conocen de primera mano sus cosas. Por ejemplo, al frutero de mi pueblo. Escribir artículos a diario en la prensa local hace que luego me toque ir comentándolos con las personas que me cruzo por la calle. Hablan conmigo de política la chica que me pone un café en el bar y los conserjes de mi IES, que me dan ideas; etc. Entre ellos, destaca el frutero. Aunque sirve diligentemente, conmigo se entretiene un poco más de la cuenta para comentarme las noticias. Hace unos días esperaba detrás un abogado de postín, que oyendo que me hablaba de política, dio por sentado que el frutero sería de izquierdas y me guiñaba el ojo con cierta petulancia muy poco discreta. Yo tenía ganas de gritarle: «¡Escucha lo que dice!», pero no había manera. El abogado —en los pueblos nos conocemos bien todos— es una excelente persona y gran teórico de la derecha moderada, pero no es un conservador práctico.
Así que estoy en una prestigiosa fundación de ideas muy concentrado en capturar en un versículo las irisaciones majestuosas de la luz del alba (a fin de cuentas, «la España que madruga» también mira al cielo) y de asentir a lo que por la tarde me cuenta mi frutero. Quizá en otro think tank estaría fuera de lugar. No aquí.