El desafío de Javier Milei

El desafío de Javier Milei

Lo que persiguen los globalistas excede con creces el sometimiento de la población a altos impuestos.

En una entrevista que Javier Milei dio al famoso periodista norteamericano, Tucker Carlson, el entonces candidato presidencial argentino afirmó que “la vida sin libertad no merece ser vivida” y que él está dispuesto a dar su vida por las ideas de la libertad, pues la esclavitud le parece algo “horroroso”. ¿Quién podría estar en desacuerdo? El problema es que el plan de las plutocracias globalistas no consiste en esclavizar a la humanidad. En este punto de su diagnóstico, el presidente Milei está equivocado. Lo que persiguen los globalistas excede con creces el sometimiento de la población a altos impuestos para el mantenimiento de las burocracias de la extrema izquierda, que se alimentan con todo tipo de manjares y sin ningún pudor del trabajo ajeno. En su obra, Los Orígenes del Totalitarismo, Hannah Arendt reflexiona sobre el proyecto político que subyace a toda ideología totalitaria en los siguientes términos:

La ofensa fundamental de la esclavitud contra los derechos humanos no estribaba en que significara una privación de la libertad (que puede suceder en muchas ocasiones), sino en que excluyera a una cierta categoría de personas incluso de la posibilidad de luchar por la libertad, una lucha posible bajo la tiranía e incluso bajo las desesperadas condiciones del terror moderno (pero no bajo las condiciones de la vida de un campo de concentración). El crimen de la esclavitud contra la humanidad no comenzó cuando un pueblo derrotó y esclavizó a sus enemigos, (aunque, desde luego, esto ya era suficientemente malo), sino cuando la esclavitud se convirtió en una institución en la que algunos hombres «nacían» libres y otros «nacían» esclavos, cuando se olvidaba que era el hombre quien había privado a sus semejantes de la libertad y cuando la justificación de este crimen era atribuida a la naturaleza. Sin embargo, a la luz de los recientes acontecimientos, es posible decir que incluso los esclavos todavía pertenecían a algún tipo de comunidad humana; su trabajo era necesitado, utilizado y explotado, y esto les mantenía dentro de la humanidad. Ser un esclavo significaba, después de todo, poseer un carácter distintivo, un lugar en la sociedad, más que la abstracta desnudez de ser humano y nada más que humano. La calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El hombre, así, puede perder todos los llamados derechos del hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Sólo la pérdida de la comunidad misma le arroja fuera de la humanidad.

Lo que avanza la nueva izquierda es la destrucción de nuestro mundo común con el objeto de ver nacer al “nuevo hombre”. Marx tenía claro que, para la concreción de su utopía, era necesaria la destrucción del hombre como lo conocemos. Junto a Engels, en La Ideología Alemana (1845) afirma que “para que esta conciencia comunista se extienda y la causa tenga éxito, es necesario que el hombre mismo sufra un cambio masivo”. ¿Cuáles son las armas del progresismo para arrojar a los seres humanos fuera de su comunidad y, por tanto, de la humanidad, y mudar su naturaleza?


En un libro que estoy escribiendo profundizo sobre este proyecto y me animo a adelantar algunas de mis conclusiones, porque urge dar a conocer lo que está ocurriendo entre las trincheras de una “batalla cultural” de corte apocalíptico. Y es que, sin un diagnóstico adecuado, será imposible defender la vida, la libertad, la comunidad y los bienes de los individuos. A modo introductorio diré que el objetivo de las plutocracias globalistas totalitarias es, en palabras de Arendt, “no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos”. Y es que el “poder total sólo puede ser logrado y salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad: precisamente porque los recursos del hombre son tan grandes sólo puede ser completamente dominado cuando se convierte en un espécimen de la especie animal hombre”.
El ser humano constituye su forma de vida -libre, esclavo o superfluo- a partir de ciertos vínculos fundamentales. Si estos se destruyen se le habrá transformado en ese mero miembro de la especie con el que sueña el colectivismo. En lo psíquico, los vínculos son: la vida, la salud, el amor, la singularidad, la pertenencia y el origen. En lo físico, el cuerpo, la familia, la tradición, la sociedad, la nación y el planeta. Si analizamos la manera en que el progresismo ataca los vínculos que el ser humano tiene en las dos dimensiones propuestas- la psíquica y la física-, entenderemos el verdadero trasfondo de la batalla cultural y su carácter apocalíptico.


El marco general de nuestro análisis es la cultura de la muerte, término acuñado por san Juan Pablo II en la encíclica Evangelium Vitae. Este nos aporta una primera pista teológica fundamental: si Dios es vida, ¿qué significa que las personas vivamos bajo las condiciones de una cultura de la muerte?


En Confesiones, San Agustín se pregunta: “¿Es que alguien puede ser autor de sí mismo? ¿O existe algún otro canal por donde nos llegue la vida que no seas Tú, Señor? En ti la existencia y la vida no son cosas distintas: ya que la existencia y la vida, en grado sumo son idénticas. […] Tú eres la vida de las almas, la vida de las vidas, que vives por Ti mismo sin experimentar cambio alguno, vida de mi alma”. Un análisis superficial del ecocentrismo y su proyecto de control global resumido en la Agenda 2030 nos muestra que esta religión de reemplazo del cristianismo es el resultado no de la transvaloración propuesta por Nietzsche sino de una inversión valórica. La cultura de la muerte enseña a odiar la vida propia y la del prójimo por ser cada persona culpable de la destrucción del planeta. Con esta doctrina se ha cortado el vínculo del ser humano con el amor por la vida y se ha neutralizado, en consecuencia, el instinto de autoconservación. «Culpable de haber nacido» y «odia al prójimo como a ti mismo», son los dos lemas de la nueva religión.


A la praxis de la inversión de la vida en tanto el valor fundamental en que se sostenía Occidente, le sigue el destierro del individuo de su nación desde un proceso de desnacionalización y neocolonización que destruye uno de los cimientos en que se edifica la identidad y se realiza el derecho a tener derechos. En esta trinchera el arma predilecta es la inmigración masiva e ilegal y la usurpación de la soberanía por parte de los organismos internacionales.


Podría decirse que, incluso sin estado-nación, el ser humano sigue siendo parte de una sociedad determinada, pero esta pertenencia depende de su reconocimiento en tanto individuo único e irrepetible que aporta desde su singular tipo de vida, perspectiva y juicio al mundo común. Para destruir la pertenencia de los individuos a su sociedad, la nueva izquierda avanza una concepción antropológica materialista-genital que reemplaza la meritocracia por la igualdad de género. Con este cambio, la persona deja de ser parte de un mundo común, pues debe su cargo, ingreso, realización y posición a los genitales. En suma, todos los aspectos de su singularidad son borrados de la experiencia.
Respecto al origen y la tradición, el lenguaje inclusivo es el arma que provoca el corte categórico de las nuevas generaciones con sus antepasados. Por otra parte, la intromisión del Estado a través de políticas que diluyen la importancia del vínculo consanguíneo y el derecho y deber preferente de los padres, como la autonomía progresiva, son la bomba nuclear con la que el globalismo pretende borrar a la familia de la faz de la tierra y, con ello, extirpar la facultad de amar. Finalmente, el círculo se cierra como un uróboro en torno a la muerte, al desarraigo y la imposibilidad de afirmar la vida con la ideología de género que desata la guerra del individuo en contra de su propio cuerpo, mutilándose y enfermándolo, muchas veces, sin remedio.


Estamos ante el nuevo hombre cuya condición de vida no es la del esclavo, sino la de la superfluidad que Arendt define como la reducción del individuo a un mero miembro de la especie, cuya característica fundamental es la de estar desarraigado, es decir, sin un lugar en el mundo reconocido y garantizado por los demás; “ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo”. Esta es la quinta esencia de las ideologías totalitarias y el globalismo de la nueva izquierda es una de ellas, probablemente la más ambiciosa y exitosa que se haya implementado en la historia de la humanidad. Y es que, como afirma la pensadora:

La dominación total, que aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si la humanidad fuese justamente un individuo, sólo es posible si todas y cada una de las personas pudieran ser reducidas a una identidad nunca cambiante de reacciones, de forma tal que pudieran intercambiarse al azar cada uno de estos haces de reacciones. El problema es fabricar algo que no existe, es decir, un tipo de especie humana que se parezca a otras especies animales, cuya única «libertad» consistiría en «preservar la especie».

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