El ratio de absorción depende directamente del tamaño de la diáspora, pues cuanto mayor es, más interacciones existen entre sus miembros y menor absorción. Y a mayor diáspora, mayor atracción de inmigrantes. Lo que lleva a Collier a enunciar una ley al respecto: sin fuertes mecanismos de absorción, la emigración tiende a acelerarse a menos que se establezcan controles efectivos sobre la misma.
En uno de los frecuentes escarceos que tienen lugar en las redes sociales, me topé con un tuitero que nos informaba de algo así como que su entrenador personal era colombiano, el portero de su casa magrebí y su jardinero, subsahariano. Añadía que todos eran gente trabajadora y que aquellos que alertan contra la inmigración masiva son unos tremendistas incapaces de ver que detrás de las cifras se encuentran personas concretas. Lo primero que pensé es lo curioso que resultaba que no hubiera un solo español en todo su entorno… pero tampoco me pareció imposible. Poco después, vi la respuesta que otro tuitero le daba: le venía a decir que todo se ve muy bonito desde el barrio de Salamanca, pero que debería visitar barrios como Carabanchel.
Esta disputa tuitera me hizo pensar en la banalidad que inunda las discusiones en torno a la inmigración. Para poder comprender mejor este fenómeno podríamos empezar por el análisis de los fenómenos migratorios realizado por el economista inglés y catedrático en la Escuela Blavatnik de Gobierno de la Universidad de Oxford, Paul Collier. Un poco de datos y análisis no vienen nunca mal en un asunto que suele abordarse desde el simplismo y el emotivismo.
Collier, en varios textos (el más sistemático, su libro Éxodo), analiza el fenómeno desde una triple perspectiva: los efectos en los inmigrantes, los efectos en la población del país receptor y los efectos en los países de los que son originarios los emigrantes. Y lo que nos dicen los datos (y el sentido común) es que hay efectos positivos y negativos, y que en determinadas circunstancias los efectos negativos pueden ser superiores a los positivos. Y que esto, tan sensato, no es xenofobia.
Collier también explica que la obligación de ayudar a los más necesitados no es lo mismo que el derecho ilimitado al libre movimiento de personas. Noruega lo demuestra combinando un estricto control de la inmigración al tiempo que financia generosos programas de ayuda a los países subdesarrollados. O que oponerse a abrir indiscriminadamente las fronteras no es sinónimo de racismo.
Uno de los puntos clave, cargado de consecuencias, hacia el que apuntan todas las investigaciones de que disponemos y en el que insiste mucho Collier, es el origen de la pobreza de las naciones. ¿Qué causa el retraso en los países pobres? Las causas son múltiples, es obvio, pero cada vez son más los estudios que resaltan el papel determinante del modelo social: el sistema de gobierno, la solidez de las instituciones, las garantías de cumplimiento de la ley, lo que Collier designa como “narrativas hegemónicas”. Hablamos de las normas sociales, el tipo de organizaciones existentes en un país y el modo en que funcionan. Los emigrantes escapan de países con modelos sociales disfuncionales… pero llevan consigo el mismo modelo social del que escapan y, si alcanzan un determinado volumen en un periodo de tiempo rápido, pueden poner en riesgo el modelo social del país que los acoge, reproduciendo algunos de los rasgos del modelo social que ha arruinado sus países de origen.
Las consecuencias de este fenómeno son importantes: en contra de la utopía libertaria de un mundo sin fronteras, las sociedades con modelos sociales que funcionan tienen derecho a protegerlos, regulando y seleccionando el flujo de personas que acogen. El respeto sistemático y acrítico a las otras culturas no es una buena estrategia. En algunos casos son la causa primera de la miseria de pueblos enteros. La emigración traslada personas a sociedades con modelos sociales que funcionan, pero quizás deberíamos plantearnos, sugiere Collier, cómo hacer posible que lo que traslademos sean los modelos sociales que funcionan a las sociedades con modelos sociales disfuncionales.
Otro aspecto clave en el análisis de Collier es contemplar la emigración como una inversión que depende de un gran número de variables. Sobremanera, la diferencia de ingresos entre el país de origen y el de destino del emigrante, el nivel de renta disponible de aquellos que emigran (no emigran los que no tienen nada, sino los que tienen lo suficiente para pagarse el viaje y lo que cuesta superar los impedimentos que supone emigrar) y el tamaño de la diáspora. Este último punto es importante, porque si en un país existe una diáspora de emigrantes de tu mismo origen, los costes de emigrar disminuyen considerablemente por la ayuda que la diáspora ofrece a los nuevos miembros de la comunidad.
A partir de estas variables explica Collier una paradoja: incluso si los países más pobres crecen a un ritmo superior al de los países ricos, el gap entre ambos aumenta en términos absolutos debido a la diferencia de partida. En esta situación, que puede durar décadas, los mayores ingresos en los países pobres sirven para financiar la inversión que supone la emigración. A mayor desarrollo de los países pobres, pues, mayor emigración desde los mismos.
Si atendemos a lo que ocurre en la diáspora instalada en el país receptor, la clave es lo que llama el ratio de absorción: cada año la diáspora se reduce en el número de inmigrantes que se integran en la cultura del país de acogida y aumenta con nuevos inmigrantes del país de origen. El ratio de absorción depende directamente del tamaño de la diáspora, pues cuanto mayor es, más interacciones existen entre sus miembros y menor absorción. Y a mayor diáspora, mayor atracción de inmigrantes. Lo que lleva a Collier a enunciar una ley al respecto: sin fuertes mecanismos de absorción, la emigración tiende a acelerarse a menos que se establezcan controles efectivos sobre la misma.
Aquí se introduce otro elemento importante: la capacidad de la sociedad receptora para acoger e integrar y la disposición de los emigrantes a ser acogidos e integrados. Las claves para la integración, sostiene el catedrático de Oxford, son la confianza y la cooperación, fundamentos del sentido de pertenencia a una sociedad. Este tipo de comportamientos no aparecen espontáneamente: numerosos estudios demuestran que las sociedades pobres en África son deficitarias en términos de confianza y cooperación social mientras que, por el contrario, poseen persistentes mecanismos de reproducción de la ausencia de confianza. Pero, lo decíamos antes, los inmigrantes traen consigo los códigos morales de sus sociedades de origen. Son también numerosos los estudios que demuestran que la autopercepción de los emigrantes influye enormemente en su disposición a cooperar. Pero si en los propios países de acogida les convencemos de que existe, por ejemplo, racismo estructural, estamos disuadiéndolos de poner su confianza en la sociedad que les acoge.
Así se llega a una situación, sociológicamente constatable, en la que a mayor porcentaje de inmigrantes, los niveles de confianza son inferiores entre los propios inmigrantes. pero también entre la población nativa. La desconfianza, auténtico corrosivo social, no sólo se da entre grupos, sino que aparece también en el interior de los propios grupos. Como señala Robert Putnam, la inmigración disminuye el capital social de la población indígena en el corto plazo. Pero también es cierto que cuanto más alto es el nivel de confianza entre la población indígena, más fácil resulta para los inmigrantes integrarse.
¿Seremos capaces de sacar las debidas conclusiones y abordar, de una vez por todas, la cuestión de los flujos migratorios con seriedad, sin apriorismos ideológicos ni descalificaciones de partida, y sobre todo, sin comentarios banales y emotivistas?
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