Epistemología para supervivientes II: El ocaso de la política exterior progresista

Epistemología para supervivientes II: El ocaso de la política exterior progresista

La Administración Biden-Harris se ha dedicado a aplicar estas políticas con ejemplos como la retirada de Afganistán y el impulso de la energía verde para la reducción de emisiones, algo que ha tenido su reflejo en Europa con la promoción de una ideología utópica a través de la Agenda 2030.

Desde la Guerra Fría, los progresistas norteamericanos habían abordado la política exterior desde tres perspectivas superpuestas, pero distintas.

La primera, posiblemente la que mejor está representada, busca promover la democracia y los derechos humanos frente al autoritarismo y la atrocidad. Un internacionalismo basado en el patrocinio de valores y normas universales. Defienden un movimiento progresista global para contrarrestar un “nuevo eje autoritario” y el senador Bernie Sanders destaca, en este marco, que quiere que Estados Unidos sea asertivo en la defensa de los derechos humanos y la construcción de un mundo justo.

Una segunda postura hace hincapié en la cooperación mundial, a menudo a través de la gobernanza global. Desde esta perspectiva, la máxima prioridad para los “progres” de Estados Unidos es abordar los retos transnacionales y planetarios, como el cambio climático, las enfermedades pandémicas, la proliferación nuclear y la desigualdad económica. Se basaba en la cooperación global y el internacionalismo para implementar “políticas centradas en las personas” y apoyar intervenciones humanitarias dirigidas por Estados Unidos por encima de la geopolítica y otros intereses. En esta tendencia destaca Anne-Marie Slaughter o el periodista y académico Robert Wright. En Europa y, a nivel transnacional la gran fundación “Open Society” se mueve en estos parámetros.

Un tercer punto de vista adopta la moderación político-militar, porque creen que el papel militar mundial de Estados Unidos se ha desvinculado de sus intereses democráticos, es expansivo y produce un círculo vicioso, generando constantemente problemas, por lo que apelan a la cooperación regional o global, pensando que una mayor modestia geopolítica de Estados Unidos podría reducir las tensiones internacionales.

Estas tres posturas se desarrollaron durante el periodo en el que Estados Unidos disfrutó de un dominio global, sin rival, tras el final de la Guerra Fría. Incluso, hace un año, esta política exterior progresista estaba en su punto más alto, o eso parecía.

Joe Biden empezaba a cumplir parte de estas prioridades que el progresismo norteamericano había esbozado durante años:

-Poner fin a las “guerras interminables” por lo que retiró las tropas de Afganistán.  Desarrolló una revisión de la postura global de las fuerzas estadounidenses para reducir su presencia militar en Oriente Medio.

-Impulsar una transición hacia la energía verde. Por eso, la Administración Biden se adhirió de inmediato a los Acuerdos Climáticos de París y promovió una legislación audaz para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.

El mundo bajo influencia americana y concretamente la Unión Europea, siempre a la zaga de estas iniciativas progresistas, avanzaban en la “Agenda 2030 para el desarrollo sostenible global”, unos planteamientos que concentran y agrandan el “internacionalismo progre” con el fin de promover una nueva ideología utópica. No es casualidad que los responsables de esta agenda en la mayor parte de países suelen ser radicales de izquierda (como es el caso de España).

La ocupación de Ucrania, el 24 de febrero, ha dado al traste con esta políticas, sacando a la luz su de marcado carácter ideológico y utópico. Desde el inicio de la guerra, la competencia cada vez más agresiva entre las grandes potencias incapacita el esfuerzo de los “internacionalistas progres” por promover “democracia y derechos humanos” según sus parámetros.

Pekín y Moscú llevan a cabo prácticas, en el ámbito nacional e internacional, en una dirección cada vez más asertiva y represiva. Ya no se puede camuflar un “buenismo global” y “ambigüedad estratégica” con China y Rusia.

Los defensores de la moderación podrán sostener su discurso, unos meses más, hasta que se llegue a un escenario, casi inevitablemente, poco satisfactorio. Los analistas liberales, más optimistas, se mantienen en que nos situamos en una Nueva Guerra Fría, pero aumentan las voces que declaran que tendemos a “una escalada catastrófica”. En ambos casos, los factores que han elevado la moderación durante la última década ya no están presentes, son un miembro amputado que en el “internacionalismo progre” sigue notándose, pero que ya no está. La globalización ha acabado. Su utopía de “desarrollo sostenible” ya no es sostenible.

La realidad es la perspectiva de una guerra larga y amplia en Europa frente a una potencia nuclear de primer orden, Rusia, y una creciente amenaza de un segundo gran frente en el Indo-Pacífico con la segunda potencia mundial, China.

La “política exterior progresista” se sitúa en un callejón sin salida y con ella toda la política de izquierda predominante en Estados Unidos y en Europa. Solo desde un globalismo ingenuo y contumaz se puede seguir avanzando por esa senda utópica. ¿Por qué seguir consintiendo que nuestros gobiernos derrochen grandes partidas de dinero público en algo inviable?

Los historiadores suelen fechar el fin de la era progresista en el siglo XX, al final de la Primera Guerra Mundial, en parte porque aquel conflicto fracturó el movimiento. Un segundo momento de desmoronamiento total fue cuando cayó el Muro de Berlín en 1989 y a partir del año 1990 la “intelectualidad progre” se quedó sin argumentos y financiación. Lo cierto es que se “reinventaron”, pero ahora el declive de la izquierda se sentirá con mayor intensidad a medida que aumente lo que está en juego en la política exterior.

De hecho, han sido sus mismas políticas las que habían perdido de vista que “la libertad de una sociedad no puede basarse únicamente en la economía de mercado y la democracia liberal”. También han jugado a la posverdad o a la “no verdad”, que es lo mismo que validar “la mentira” propiciando un detrimento de los valores y los bienes morales.

Sus políticas medioambientales han generado grandes dependencias de potencias no precisamente libres, ni afines. Sus políticas financieras y comerciales han alimentado la expansión China hasta los límites actuales. Su aparente lucha contra “la desigualdad” ha servido únicamente para aumentar la polarización política en Occidente, generar división y confrontación, sin contemplar que la buena dirección es siempre la búsqueda del “bien común”.

Sus políticas han desintegrado bienes y valores tan nucleares como la familia, la apertura a la natalidad, la defensa de la vida, la concordia y el asociacionismo. A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, solo Churchill, un político conservador, supo ver a lo que había que enfrentarse.

Tras la Segunda Guerra Mundial, dentro en una Europa devastada, solo algunos católicos conservadores como Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer, Robert Schuman y Jean Monnet fueron capaces, con una visión política generosa, realista y conciliadora, de articular la Comunidad Europea.

Esta es la razón por la que los conservadores de hoy son los más capaces para afrontar, con realismo y honestidad, el presente político, porque sólo ellos estiman firmemente “lo común de nuestra humanidad compartida” y conocen bien que toda sociedad libre es siempre, y, ante todo, “un logro moral”.

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