Hay un “feminismo idolátrico” de culto que propicia leyes equívocas e injustas; un “generismo” que niega toda realidad biológica y sus consecuencias, una “ideología de la desigualdad”. Cualquiera que se resista a sus consignas es silenciado y tachado de atrasado y extremista.
En 1968 yo tenía apenas un año. No podía ser consciente de que, en ese mismo momento, toda una generación nueva en Europa comenzó a considerar errado y fracasado todo el decurso histórico y cultural desde el triunfo del cristianismo. Ellos querían crear ex novo un mundo y una sociedad libre de injusticias, desigualdades y repleto de libertades y creatividad.
Esta generación pretendió reciclar un marxismo liberal con la complicidad y el auspicio de la entonces Unión Soviética. En este contexto fue donde se formó Tzvetan Todorov, a quien tuve oportunidad de conocer y escuchar en 2011 cuando participé en un curso bajo su dirección sobre la Ilustración.
Tenía contacto con su obra, en especial, a partir de la publicación en España de “La experiencia totalitaria”, en 2010. Encontré en aquella lectura un análisis lúcido sobre la historia reciente de Europa y una muy importante aportación al pensamiento ético y político contemporáneo. A partir de aquí, incrementó mi interés por él.
Todorov abordaba el totalitarismo analizando las formas que adopta la vida moral bajo estas nuevas tiranías.
Adoptaba un enfoque histórico narrativo al tiempo que “ejemplar”, a saber, analiza relatos y diarios señalando el “valor ejemplar” de la experiencia de sus autores.
Encuentra, en primer lugar, que bajo el totalitarismo desaparece toda aspiración moral y aparece, en concreto, la “naturaleza humana caída” en toda su desnudez. Los campos de concentración y de exterminio, sus autores, colaboradores y actores son el más descarnado acontecimiento de este aspecto de “mal” en estado puro en el hombre.
En ese tiempo tuve la oportunidad de visitar el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, en la población de Oranienburg, en Brandemburgo. El primer campo puesto en funcionamiento por los nacionalsocialistas el 12 de julio de 1936.
Sachsenhausen no fue el más terrible de los campos (aunque el horror de todos ellos es inconmensurable), no fue Auschwitz-Birkenau, pero fue el primero y el último, de todos los campos de exterminio.
Fue el campo que más tiempo estuvo en funcionamiento para producir la muerte en masa y experimentar los prototipos del crimen. El campo siguió operativo tras la guerra como campo soviético y funcionó a pleno rendimiento hasta bien entrada la década 1950.
Lo visité un nuboso día de mayo de 2009. Me encontré transitando por un recorrido bucólico, por una campiña norteña rodeada de bosques, pero al poco me hallé en la misma morada del horror.
Un portón de hierro forjado con las palabras: Arbeit macht Frei (El trabajo os hará libres). Un cruel eufemismo llevado al extremo. Recorrí los barracones de los prisioneros de los nazis, todos ellos de madera; proseguí por los lugares de las ejecuciones, por las cámaras de gas, por los derruidos crematorios.
Al final llegué al hospital y hallé el paroxismo del terror. Aquel fuel el lugar de inicio de la “medicina criminal”, de la más bárbara eugenesia y de los experimentos más perversos. La atmósfera de aquel lugar erizaba el vello del visitante. Allí comenzó todo. Uno se hacía cargo de las atrocidades acaecidas en aquel sitio durante años.
Pero la vista no había terminado. Detrás del campo nazi, estaba el campo soviético. Barracones no menos terribles, estos en piedra, checas y agujeros de castigo y aislamiento. Uno piensa, intenta imaginar todo lo sucedido en cada parte del ese campo y se pregunta cómo fue posible que aquello. El espacio y el tiempo empleados para la muerte. Facinerosos estados políticos, cuyo objeto es el asesinato, sociedades convertidas en su conjunto en “asesinas en serie”, naciones que destinan un amplio contingente de recursos y esfuerzos en producir la muerte eficaz a diario. La mayor muerte para el mayor número.
Especulaba entonces con aquellas de horror y sufrimiento de todos los que allí perecieron. ¿Aquello podrá volver a repetirse? ¿Sería posible?
De nuevo el pasado retorna más y más, promovido por una nueva izquierda ideológica: eugenesia, abortos de humanos masivos, eutanasia, desconsideración de las vidas de las personas en sus estados más vulnerables. Leyes que desprotegen estados vitales humanos. Superposición ideológica en detrimento de la dignidad de los hombres.
Vasili Grossman, aquel comunista grandioso, que se desveló y nos mostró buena parte de la entraña de los totalitarismos, nos detalla en el capítulo 50 de su gran obra Vida y destino:
¿Qué hemos aprendido? ¿Se trata de un nuevo rasgo que brotó de repente en la naturaleza humana? No, esta sumisión nos habla de una nueva fuerza terrible que triunfó sobre los hombres. La extrema violencia de los sistemas totalitarios demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.
(…) El alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el totalitarismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos.”
“(…) La violencia del estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto místico, de exaltación religiosa.
En efecto, a juicio de Todorov, el proyecto totalitario se apoya en una hipótesis antropológica e histórica donde la guerra y la violencia (la lucha) muestran la verdadera naturaleza humana.
Es la aplicación de un burdo evolucionismo histórico en el espíritu humano: el nacionalsocialismo hacía depender su éxito de la aniquilación de la raza judía; el socialismo y comunismo hacían depender su hegemonía de la supresión de la burguesía, una clase incierta, un estado de humanidad muy elástico que podía llegar a afectar a todos. Unos y otros no se conformaban con matar los cuerpos querían, asimismo, aniquilar las almas; el “espíritu burgués” –por ejemplo-. Creían también formar parte de un plan inexorable, de un proyecto cosmológico que habían de llevar a efecto hasta el final.
Por ello, para alcanzar el poder y conservarlo les era legítimo hacer uso de cualquier medio, particularmente, la revolución y el terror. Presentaban un fundamento científico –en realidad cientificista- “que les permitía deducir la dirección de la historia y los fines últimos de la humanidad”.
Hay, como determina Todorov, un mesianismo secular, una promesa soteriológica, la promesa de traer inminentemente una “edad dorada” (un Tercer Reino) o un “paraíso en la tierra” (estado comunista). El precio por pagar es el establecimiento de un tiempo de represión y violencia, donde las libertades de los individuos quedan en suspenso, desprovistas de significado, nada vale la satisfacción de uno, su intimidad, su mundo interior ante el gran proyecto, el gran plan: el III Reich alemán, la Revolución proletaria. Toda forma de vida social queda sometida.
Ahora hay “feminismo idolátrico” de culto que propicia leyes equívocas e injustas; un “generismo” que niega toda realidad bilógica y sus consecuencias, una “ideología de la desigualdad” que sitúa en el bando enemigo algo mucho más elástico que “la clase burguesa” porque ahí cabría cualquiera que les estorbe a los activistas “woke” del espectro de izquierda. Ellos definen quién está del lado correcto y quién está del lado equivocado; de momento, te matan socialmente, y dentro de poco ya veremos. Cualquiera que se resista a sus consignas y eslóganes, a lo que ellos suponen correcto (o basta que exprese dudas) es silenciado, tachado de atrasado y colocado en la esquina de la extrema derecha. Así empezó todo con los nacionalsocialistas o con los revolucionarios rusos.
Quienes en la década de los años 90 tras la caída del Muro de Berlín creímos ver todo esto como una etapa superada del pasado, ahora miramos con preocupación esta nueva “era de incertidumbre” que se nos viene encima.