Epistemología para supervivientes V. Dickens contra Marx

Epistemología para supervivientes V. Dickens contra Marx

Dickens retrata la sangrante realidad de su tiempo y es más justo y preciso que aquellos revolucionarios modernos, más completo y humano que sus contemporáneos Engels y Marx. Por eso hoy sigue vivo, muy vivo, y su obra vigente.

En este tiempo de Navidad es bueno recordar a Dickens y su “Cuento de Navidad”, ya que es una de las grandes creaciones que nos sitúan en este tiempo tan familiar y entrañable.

Pero, tal vez hayamos olvidado que Dickens fue contemporáneo de Marx y de aquella izquierda en ciernes que como un fantasma recorría Europa y causaría uno de los cambios históricos más tremendos de la humanidad.

Cuando, en 1850, se publicó en Londres, en el periódico The Red Republican, la primera traducción inglesa del “Manifiesto comunista” (una pequeña proclama, encargada por la Liga de los Comunistas a Marx y Engels), en estos mismos meses, entre marzo de 1852 y septiembre de 1853, se publicaron las veinte entregas que componían la novela de Charles Dickens “Bleak House” (Casa Sombría o Casa Desolada), ilustradas por el dibujante H. K. Browne, alias “Phiz”.

Dicha obra, al igual que el manifiesto, alcanzó un gran éxito entre las clases populares y medias que la leían con avidez cada semana en la prensa.

Casa desolada es, posiblemente, el mejor libro de Dickens, la mejor de sus novelas, (por lo menos lo es para mí) y, según los críticos, representa su punto más alto de madurez intelectual.

Casa desolada narra la historia de Esther Summerson, quien, en capítulos intercalados y en primera persona, da cuenta de su vida y su ansia por encontrar su origen y su identidad.

Esther Summerson es una huerfanita criada y educada por una mujer autoritaria y fría, que a su muerte la deja bajo la protección del señor John Jarndyce, un poderoso caballero, generoso y amable, cuya obsesión en la vida es un pleito interminable que mantiene por causa de una herencia.

Esther en vive en esa “casa sombría”, residencia de su protector, junto a otros dos pequeños huérfanos: Ada y Richard. Viven allí los chicos sumidos en la pobreza por causa de ese pleito inacabable que se libra en la Cancillería de Justicia londinense. Han llegado hasta tal punto las cosas en ese interminable asunto que es objeto de mofa entre los juristas.

Casi, como las tramas postmodernas, o las multitramas del cine actual, este juicio conecta, aparentemente por azar, a varios personajes que entrelazan sus historias diversas: cómicas unas, trágicas otras, dramáticas todas y cubiertas por la niebla con la que arranca esta novela y que envuelve todo su trazado en misterio y drama.

Pero, en contra de los desenlaces posmodernos, aquí nada es contingente y leve, todo cobra sentido, los tintes trágicos y dramáticos cobran luz y significado. Dickens es un maestro de humanidad.

Dickens, implacablemente, hace crítica feroz de la hipocresía social de su tiempo, porque su lucha no busca revolucionar estructuras o dar velocidad a cursos históricos enfrentando a unos contra otros; sino que pretende denunciar pecados sociales concretos: los de los ricos, los de los abogados, los de los engreídos, que desfilan por sus grandes novelas.

Dickens retrata la sangrante realidad de su tiempo, mejor que Marx y Engels, cuando describe el mísero barrio de Tomsolo o aparece el personaje de Jo, condenado «a circular», o encontramos al misérrimo y archipobre matrimonio que visita Esther, cuando descubre la muerte del bebé recién nacido, o cuando visita a una litigante anciana que ha perdido casi toda su vida esperando un fallo en los tribunales. Dickens, como escritor, no es parcial. No mucho tiempo después, Bernard Shaw dirá (no sin razón) de la obra de Dickens que “es mucho más subversiva que El Capital de Karl Marx”.

El novelista se alza como un profundo reformador y despliega toda su maestría de escritor: fustiga sin piedad ni misericordia a los sinvergüenzas, mezquinos, cretinos, majaderos, aprovechados, desalmados y a toda la caterva de personajes sin escrúpulos, ni principios que desfilan por esta historia.

Como analista social comprende todos los matices y rasgos que hay en la sociedad de su tiempo, conjugando el pesimismo de “todo aquello que está mal” y que es mucho, con el optimismo: “porque todo está tan mal que no puede sino mejorar”.

Algo así sostienen Marx y Engels respecto a ese mismo capitalismo industrial que conocen en Inglaterra, pero Dickens tiene el acierto de proponer: ¡cambiemos los corazones, no las estructuras!

Quizás por esto mismo, los panfletos de la izquierda y sus autores se han mostrado todos ellos, sin excepción, fracasados en su praxis. Habían caído en desuso, habían despertado escaso interés y encontrando en sus letras poca enjundia para la generación que en los noventa cantábamos ufanos el fin de la utopía y con ella de las ideologías y los totalitarismos.

Muy por el contrario, los relatos del tiempo comunista no son más que malos recuerdos y pesadillas para la mayoría de los que padecieron el totalitarismo de izquierdas, antes de la caída del Muro de Berlín.

Frente a esto, Dickens es más justo y preciso que aquellos revolucionarios modernos, más completo y humano que sus contemporáneos Engels y Marx. Por eso hoy sigue vivo, muy vivo, y su obra vigente.

Esther Summerson tras su visita a una infortunada familia, dice: «Es poco lo que se sabe de lo que son los pobres para los pobres, salvo lo que saben ellos mismos y Dios», está claro que Dickens, al escribir esto, se regía por el corazón y los sentimientos en lugar de regirse por el cerebro y el frío razonamiento abstracto, o por la dialéctica de filias y fobias que estaban llevando a cabo los hegelianos de izquierda, entre ellos, Marx que en su proclama comunista: “La historia de todas las sociedades existentes hasta el presente es la historia de la lucha de clases”.

Dickens escribía para el pueblo, Marx y Engels no. Dickens escribía para todos, como lo hacían Dostoievski, Tolstoi o nuestro Galdós. Estos son de los que no mueren y los que apenas envejecen.

Marx y Engels están más que muertos, aunque les quieren reanimar y es verdad que “su cadáver” no fue esparcido en las cenizas, sino momificado, como el cuerpo de Lenin. La subversión moral que ellos realizaron, su materialismo, su dialéctica, su esquema del conflicto y la lucha como fondo y motor de la realidad social ha sido asumida en el inconsciente de nuestra actual cultura Woke, incluso, por el mismo capitalismo liberal que asume, en su materialismo, que la esencia humana es dinero y productividad.

Si Sócrates, en su dialéctica, consideraba que la verdad se encontraba en lo común, en todo aquello que nos une, aquello que nos comunica, aquello que, en términos cristianos, nos pone en comunión. La dialéctica marxista encuentra que toda verdad nace justamente de lo contrario, de aquello que nos divide, que nos separa, que nos sitúa en el conflicto, en la oposición dialéctica.

Así la difracción del rojo en el neofeminismo, generismo, indigenismo, ecologismo y otras variantes se presenta como fuerte de rivalidad, con una añadida carga de resentimiento, por entender que la opresión y discriminación cuenta con el peso cuantitativo del tiempo y con la culpa cualitativa de la injusticia, lo que requiere, de una fuerte compensación, infinita y primigenia.

Dickens es un forjador de historias donde los conflictos quedan resueltos -o superados- en conciliación y concordia; donde no hay hombre de bien que no busque aquello que nos une, que nos comunica, que nos pone en comunión.

No pone en duda que la humanidad contiene mezquindad y también generosidad. Expresa que hombres y mujeres están creados para amar y ser queridos, para formar un hogar, una comunidad, una sociedad.

Dickens es constructivo, busca la verdad en aquello que nos une, porque Dickens es un profundo reformador social. Dickens es un revolucionario que (como hemos dichos antes) quiere subvertir, no tanto las estructuras sino, el corazón de sus lectores.

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