Inmigración ilegal. El negocio del tráfico de personas

Inmigración ilegal. El negocio del tráfico de personas

No podemos normalizar un flujo continuo e imparable de arribadas que se producen, entre otras muchas cosas, por culpa de un entramado formado por “activistas” millonarios, mafias de transporte de personas y la necesaria colaboración de unas irresponsables autoridades.

Desde hace algunos meses, los españoles asistimos estupefactos a la llegada diaria de precarias embarcaciones llenas de inmigrantes africanos a las Islas Canarias. Lo que en un principio podía parecer una situación ocasional, que se podría haber paliado con la asistencia de servicios sociales, se ha convertido en un sinfín de arribadas diarias a las que, una vez acostumbrada la sociedad, apenas generan ya alarma ni tienen eco en los medios de comunicación -más allá de las noticias de los traslados inmigrantes ilegales por distintas localidades españolas y el revuelo y asombro que produce-.

No cabe duda de que, como países civilizados, como sociedades creadas y basadas en el derecho a la vida de la persona, ni queremos ni podemos ser indiferentes a la obligada prestación de auxilio que se produce a diario con estas personas. No obstante, esta cuestión va mucho más allá de solidarizarse con los jóvenes adultos africanos que llegan desde el mar con sus móviles de última generación y sabiendo perfectamente lo que responder a las autoridades para poder permanecer en territorio español. Los cayucos que son rescatados en la cercanía de la isla de El Hierro por Salvamento Marítimo no llevan semanas a la deriva ni han llegado a remo desde Senegal o Gambia, pues serían más de 2.000 kilómetros; es evidente que han recibido ayuda y provisiones en su navegación para que sean rescatados justamente en las aguas vecinas a Canarias y que esta travesía, tal y como los propios inmigrantes confiesan, llega a suponerles en muchos casos más de 4.000 euros, lo que es una auténtica fortuna para ellos y sus familias.  Y es que, si bien la inmigración ilegal puede ser un drama personal, en realidad es un auténtico negocio para muchas de las partes interesadas.

Hoy en día, en torno a la entrada masiva de inmigrantes ilegales en España, como en otros países de Europa, se ha construido un entramado de carácter lucrativo en el que se utiliza a esas personas y a su sufrimiento como materia prima. Al modo de un bombero pirómano, determinadas asociaciones llamadas “humanitarias” prestan servicios en tierra y en la mar y, de forma directa, provocan continuamente tragedias con la que pueden justificar su existencia y atraer más aportaciones públicas. En este repugnante ejercicio de inmoralidad, esos “activistas” convertidos en millonarios, son capaces de fletar barcos y de, casualmente, encontrarse allá donde las mafias de tráfico de personas sueltan en alta mar a los pobres africanos.

Bajo el paradójico nombre de “organizaciones no gubernamentales”, y con una calculada y trabajada imagen pública, auténticas estructuras corporativas se enriquecen a partir de la asistencia a inmigrantes con la connivencia de las mafias que los transportan desde África. En estas empresas el objeto no es el que cabría esperar de una actividad normal como el transporte de bienes. Aquí la mercancía son las personas más desfavorecidas del planeta, pues son usadas vilmente y a partir de las que determinados activistas se lucran de forma inmoral y escenificando una hipócrita actitud solidaria.

Y, como en el caso de cualquier empresa, el interés de estas estructuras es que su fuente de negocio no se reduzca ni desaparezca. Estas organizaciones no tienen ningún interés en reducir o eliminar la inmigración ilegal; lo que les conviene es que este fenómeno crezca y aumente al ser una garantía de fuente de ingresos y de recursos adicionales. En este rentable, pero inmoral negocio, estos solidarios de pacotilla captan crecientes y cuantiosos recursos públicos y privados mientras consiguen presentarse como altruistas que realizan un acto encomiable y desinteresado cuando, en realidad, ni les importan los inmigrantes ni las consecuencias que esto genera en la sociedad de acogida, puesto que estos jetas profesionales utilizan a personas vulnerables como un medio y no como un fin.

Los españoles no podemos aceptar que se normalice esta situación ni podemos ignorar las consecuencias que puede suponer la paulatina llegada ilegal de personas con nula vinculación con nuestro país o nuestra cultura, junto al hecho de que no tienen ni voluntad ni capacidad para integrarse en nuestra sociedad. Entrar de forma ilegal en España es entrar cometiendo un delito y es, en primer lugar, una intolerable falta de respeto a la nación y a la sociedad de acogida, además de un agravio comparativo a otros inmigrantes que, estos sí, han seguido cauces legales, a menudo onerosos y lentos, para poder venir a nuestro país.

Como lo atestiguan las situaciones vividas en otros países europeos, la inmigración descontrolada tiene unas repercusiones sociales muy concretas y determinadas, que son ya bien conocidas y que no se pueden ignorar. No se trata de xenofobia ni de racismo, sino de la capacidad de integrarse culturalmente con los valores de la sociedad de acogida y de preservar nuestra identidad como nación. De hecho, la inmigración puede ser un fenómeno positivo. España debe atraer y acoger a personas que enriquezcan a nuestra sociedad y que se incorporen a ella contribuyendo a su progreso y generando riqueza material y humana, pero esto se ha de hacer con un criterio de selección que priorice a aquellos individuos que evidencien su falta de antecedentes penales, su voluntad de integración y su proximidad cultural. Justo lo opuesto de las personas que vienen en un cayuco atraídas por las organizaciones no gubernamentales.

Nos toca preguntarnos el interés en determinada izquierda por no frenar esta situación y, al contrario, fomentarla a través de millonarias subvenciones a esas organizaciones parasitarias y con las recientes partidas de recursos públicos para alojar a los inmigrantes ilegales en hoteles mientras se escatima en la dotación para los cuerpos que deberían proteger las fronteras. En efecto, ya sea con la Guardia Civil, con la Armada, España debe defender de forma efectiva sus fronteras y no es de recibo que los españoles veamos cómo, tanto buques de la Armada, como aviones del Ejército del Aire, se vayan a latitudes distantes y no patrullen las aguas territoriales. No es de recibo que, sabiendo de qué países vienen, no se haga nada por impedir su entrada ni por devolverlos de donde han salido e, insistimos, tenemos que preguntarnos por qué determinado entorno político tiene interés en fomentar esta llegada y qué objetivos se persiguen.

Como españoles, a pesar de que nos lo ponga muy difícil este Gobierno, debemos aspirar a algo mejor que a convertir a nuestro país en un gran Lavapiés, con zonas irreconocibles que no tienen nada que ver ni con nuestra cultura ni nuestra tradición. Debemos trabajar para que nuestro país oriente sus políticas inmigratorias y de seguridad en una dirección totalmente opuesta a la actual para que se combinen la defensa de las fronteras y la soberanía con los incentivos para la llegada ordenada y legal de personas con capacidad para integrarse y ser parte de nuestra nación. Para este objetivo es imperativo acabar con el blanqueamiento y las subvenciones a esas organizaciones pretendidamente humanitarias y que son, en realidad, traficantes encubiertos de personas.

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