La «extrema derecha»: el fantasma del régimen progresista

La «extrema derecha»: el fantasma del régimen progresista

Los académicos distinguen los fenómenos de «extrema derecha» de los «populistas”: los dos campos pueden coincidir en algunos aspectos, pero pertenecen a mundos distintos

Santiago Abascal es de «extrema derecha». Giorgia Meloni y Matteo Salvini son de «extrema derecha». También lo es Éric Zemmour y, ni qué decir tiene, Marine Le Pen. No es raro que este término se aplique también a Viktor Orban, que hasta hace unos meses formaba parte, y no de las menores, del PPE (Partido Popular Europeo).

El término «extrema derecha» ya estaba presente en el vocabulario europeo, o al menos en el francés, en los primeros años posteriores a la Revolución Francesa, pero ha alcanzado una popularidad inusitada en las últimas décadas. Historiadores y politólogos lo utilizan como concepto descriptivo para acotar el campo de investigación de lo que también se denomina «derecha radical», y que se sitúa precisamente a la derecha de la derecha institucional.

Como sabe cualquier estudioso en la materia, el campo de la extrema derecha también incluye el neofascismo, que es solo una parte de la misma. A pesar de las diversas interpretaciones que le dan los distintos investigadores, existen al menos cuatro elementos que definen a la extrema derecha: 1) la violencia política; 2) el carácter sectario; 3) la organización interna antidemocrática, y 4) la negativa a participar en las elecciones. Por esa razón, los académicos distinguen los fenómenos de «extrema derecha» de los «populistas”: los dos campos pueden coincidir en algunos aspectos, pero pertenecen a mundos distintos.

Todo esto, bien explicado por estudiosos que en su gran mayoría están cercanos a la izquierda, no tiene sin embargo ningún efecto en los medios de comunicación ni en el discurso político dominantes. Aquí se suele utilizar el término «extrema derecha» como sinónimo de «fascista» y, a su vez, de «populista”. Los estudiosos del lenguaje político no dudan en asimilarlo a un concepto discriminatorio: el que define la contraposición entre amigo y enemigo. Y cualquiera que se oponga al establishment acaba hoy en día acusado de pertenecer a la «extrema derecha» por los grandes medios de comunicación y por los políticos, tanto de izquierdas como por de la «derecha institucional». Porque ese establishment es, en esencia, tanto en su lenguaje como en la imagen que quiere proyectar, «progresista”. Por eso la extrema derecha, o más bien su fantasma, es la pesadilla y al mismo tiempo el principal aliado del régimen progresista globalista.

A partir de la Revolución Francesa y hasta los años 60, el establishment era esencialmente «conservador», incluso cuando la izquierda llegaba el poder. Conservador no tanto en sentido político e ideológico, sino porque el sistema de valores y jerarquías heredado de años anteriores era considerado justo y correcto para mejorarlo bastaba eliminar algunas distorsiones. Era un sistema de valores culturales que compartían todos, incluso los comunistas, que, por ejemplo, no querían destruir la familia y reconocían, aunque fuera por motivos tácticos, la importancia de la religión.

Para este sistema «conservador», que entonces era el de la sociedad «burguesa», el principal enemigo imaginario era «la extrema izquierda», término que solo entra a formar parte del lenguaje político europeo después de la Segunda Guerra Mundial y que incluye todo un conjunto en el que conviven «subversivos», anarquistas, sindicalistas y socialistas revolucionarios. Para la sociedad «burguesa», el «rojo», el «subversivo» era el Monstruo, el Diablo, aquel que quería destruirla. Al mismo tiempo, los gobiernos, la policía y los servicios secretos de varios países, sobre todo los democráticos, utilizaron a estos mismos subversivos como herramienta contra la izquierda institucional, acusándola de estar próxima a este universo o de simpatizar con él. Así que muy a menudo se infiltraba a agitadores entre los subversivos para empujarlos a cometer acciones violentas, lo que facilitaba la represión y la propagación de un clima de miedo que acababa fortaleciendo el gobierno.

Todo esto cambia a partir de los años 60 del siglo pasado, cuando paulatinamente empieza a desaparecer la sociedad «burguesa» y surge una sociedad de masas cuyos valores son cada vez más progresistas. Los subversivos, los rojos, llegan al poder con un ímpetu y una radicalidad impensable pocos años antes. No solo conquistan el poder, sino también -y sobre todo- los fortines, en palabras de Gramsci, de la cultura, de la construcción del imaginario y del consenso. Pero como cualquier otro régimen, el nuevo régimen progresista también necesita construir su propio opuesto, su propio enemigo para sobrevivir. Lo identifica en la «extrema derecha”, convertida así en un contenedor que recoge todos los ismos que el régimen progresista identifica como sus adversarios: racismo, sexismo, misoginia, transfobia, islamofobia, etc.

Estos ismos y estas «fobias» tienen poco que ver con el racismo y el sexismo de verdad, que existen sin lugar a dudas en la sociedad y que también deben combatir los conservadores. Son tan solo etiquetas para deslegitimar a cualquiera que critique el discurso progresista sobre el racismo, el sexismo, el Islam. En la mochila del «extremista de derecha» que imaginan los progresistas, también cabe el antisemitismo. Pero ojo, en este caso, el discurso progresista resulta muy particular, porque antisemita no es alguien que sea hostil a los judíos (de lo contrario, todos los enemigos de Israel que abandonan la izquierda deberían definirse de esa manera), sino alguien que no acepta el discurso progresista sobre los judíos. Llegamos así al absurdo de definir a los exponentes de la derecha israelí o, más recientemente a Zemmour, judíos de nacimiento y también de religión, como «extrema derecha» y tacharlos incluso de antisemitas. Así como para los comunistas el judío sólo era aceptado cuando se hacía comunista, para los progresistas el único judío que tiene derecho a hablar es el progresista.

El fantasma de la extrema derecha es el enemigo del régimen progresista que, como el régimen «burgués» del pasado, lo utiliza para desacreditar a los conservadores. Y lo hace del mismo modo que el régimen burgués utilizó a la extrema izquierda para deslegitimar a la izquierda institucional. Por eso se acusa a Meloni de no distanciarse de los nostálgicos del régimen fascista, y por eso se acusa a Abascal de estar vinculado con el franquismo, etc. Al mismo tiempo, así como el régimen «burgués» usó a la extrema izquierda para provocar acciones violentas que dañaban a la izquierda reformista, hoy el régimen progresista utiliza a la extrema derecha real, a sus grupúsculos, para crear tensiones, y acusa a los conservadores de ser políticamente responsables de esos actos violentos.

Así pues, ¿qué deben hacer los conservadores para luchar contra el discurso propagandístico que el régimen progresista utiliza contra ellos acusándolos de extremismo?

1 – Romper todos los lazos con la extrema derecha real. Porque esa extrema derecha existe. Son unos cientos de personas que se organizan precisamente en pequeños grupúsculos. Los partidos y movimientos conservadores deberían romper cualquier relación con ellos, hasta la más mínima y la más superficial, dado que el ojo del Gran Hermano progresista lo ve todo y está en todas partes.

2 – No ceder, en cambio, en el tema de los valores y del lenguaje. El régimen progresista distingue entre una derecha «seria conservadora» y la «extrema derecha”. En realidad, la primera, es decir la «serie conservadora», acepta el paradigma progresista en su totalidad y por eso mismo los progresistas no la consideran un enemigo. Los conservadores no deben caer en la indulgencia hacia la extrema derecha real, pero tampoco deben capitular culturalmente ante los progresistas. Han de responder a los ataques de la izquierda reivindicando sin descanso sus ideas, o bien presentándolas de una forma más sofisticada.

3- Cuando los conservadores se presentan como «víctimas», esa actitud fortalece el vínculo con su electorado, pero ese uso político de la victimización debe ir acompañado de un proyecto positivo, el de construir un ecosistema conservador de medios y redes de relaciones con sectores del establishment (funcionarios, empresarios, magistrados, etc.) que están descontentos con el régimen progresista pero que no ven una alternativa a este. Los conservadores deben ofrecer a esas personas un modelo diferente, pero creíble, y esto solo se logra a través de la formación cultural y del aprendizaje político de militantes y líderes conservadores.

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