La libertad y lo subterráneo en la fantasía de Lewis Carroll

La libertad y lo subterráneo en la fantasía de Lewis Carroll

Vale la pena escribir que, con el advenimiento del socialismo más raro que hemos visto en Occidente, imaginemos que con razón Lewis Carroll nos urgía a evitar pensar como «demócratas en el sentido material». Tiene que haber límites, especialmente para el igualitarismo.

Hacia finales de La República de Platón, se nos abre una brecha metafórica en la forma de la famosa Alegoría de la Cueva al inicio del séptimo libro. Está entre los gestos más metafóricos de la totalidad de su obra. Platón encapsula su filosofía política en la historia imaginaria de un hombre que se escapa de un mundo subterráneo que no tenía acceso a la realidad. Allí todo era fantasía, sombra y distorsión. ¿Y los que siguen abajo? Unos ignorantes sometidos a una farsa orquestada por otros. De hecho, la Alegoría de la Cueva es un gesto doblemente metafórico. Hay un mundo subterráneo y hay un retablo de títeres. Una mentira habita otra.

La interpretación menos arriesgada del pasaje de Platón es que el acto de salir de la cueva representa la iluminación del entendimiento. El juego puede ser relativo, pero se nos presenta que la dirección correcta es la de salir hacia arriba, hacia la luz del entendimiento, claro. Voy a proponer que consideremos que el verdadero mensaje del texto se esconde en la dirección de las maravillas proyectadas encima de la pared de la cueva.

El buen filósofo, digamos el filósofo aplicado en su lectura de Platón, habrá aprendido a esquivar las quimeras del infierno. Al salir de la cueva, experimentará ese Aufhebung de que hablan los alemanes, es decir, aprenderá a ver la realidad, que no la mentira que otros presentan ante él.

En cambio, Sócrates dice explícitamente que todos los líderes políticos, incluidos los reyes, se encuentran entre los que están obsesionados por las sombras en la pared del fondo de la cueva. ¿Y si leemos este pasaje de La República en la otra dirección, como si fuésemos reyes? El sentido más tangible de la Alegoría de la Cueva es la más reveladora precisamente por ser la menos figurada. Si rehusamos de huir de la cueva, si la inspeccionamos de cerca, descubriremos que el objetivo de la ilusión es convalidar un reclamo al subsuelo en nombre de la misma república, es decir, en nombre de la colectividad o del ente que hoy llamaríamos la sociedad, el estado o el pueblo. La moraleja es entender que la mentira proyectada en la cueva sirve precisamente para controlar la cueva.

No es casualidad el hecho de que una característica común de la literatura épica sea un descenso al infierno (catábasis). El subterráneo es el lugar en donde más urge la proyección de todas las fantasías, genealogías, sistemas morales o fuentes de sabiduría del nuevo orden social en la base de una épica. Tanto el poder como la ideología de los monárquicos emanan de las minas y las cecas. Controlar las minas no es solo controlar gran riqueza; es acceder a otra gran riqueza. Después de acuñar las monedas, pueden ser devaluadas para generar más renta aún.

Un novelista español detalló lo maravillosa que puede llegar a ser la fantasía trans-histórica y multinacional inventada para justificar el poder del príncipe (ver DQ 2.23). La misma fantasía justificaba el robo del subsuelo en nombre de la Corona. En unos casos, la fantasía llegó al extremo de ser vista como la misma caballerosidad, así de convincente fue. La prueba de ello es la Corte de los Habsburgo a lo largo del siglo XVI (ver DQ 2.8, 2.17). Otro ejemplo es el rey Enrique II (r.1366–67, 1369–79) de la Casa de Trastámara, conocido como «el Caballero», y también uno de los mayores devaluadores de las monedas de la época medieval (ver DQ 2.60).

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Al otro lado del canal de la Mancha, el caso inglés quizás sea la excepción más importante de la historia de Occidente. Según la ley de captura, cuius est solum eius usque ad coelum et ad inferos, es decir, «cuyo suelo es suyo hasta el cielo y hasta el infierno». Además de ser inviolable, la propiedad en la imaginación anglosajona es expansiva, incluso aventurera. Sin representación no hay tributación, y el dueño de una tierra lo es hasta el cielo y hasta el infierno.

El individuo que logra salir de la caverna alegórica de Platón se puede considerar único. Si ponemos aparte la cuestión del plan político de La República, es notable el estatus minoritario del éxito intelectual. Además, al volver a entrar en la cueva para intentar desengañar a los demás que se quedan allí, el filósofo corre el riesgo de ser visto como un loco. De hecho, el filósofo que logre gozar del estatus de loco siempre corre el riesgo de ser asesinado en nombre del grupo, es decir, sacrificado para consolidar el espíritu de los que se quedan rígidamente a favor de la gloria proyectada en la pared de la cueva.

De todos modos, según se ha interpretado la Alegoría de la Cueva a lo largo de múltiples siglos, sería un gesto de notoriedad singular el de argüir que en vez de salir de la cueva hay que entrar más para dentro y contemplar los detalles de la fantasía proyectada allí.

Algo así hizo Lewis Carroll en su novela Alicia en el país de las maravillas (1865).

Martin Gardner, entre los que más han estudiado la obra de Carroll, observó que era un tory perdido, también un partidario de la aristocracia. Egoísta era, y estaba lejos de ser igualitario. El retrato se hace eco de lo que dejó escrito un contemporáneo de Carroll, un tal William Tuckwell, que en su libro Recuerdos de Oxford (1900), describió a su rival como «austero, tímido, preciso, absorto en sus éxtasis de matemáticas, tenazmente quijote de su dignidad, rígidamente conservador en sus teorías sociales, teológicas y políticas, y con su vida bien orientada, parecida a los cuadros del paisaje de Alicia».

Cuando leemos esas evaluaciones despectivas, hemos de recordar que —a toda diferencia del ingenioso poeta y matemático de Cheshire— el susodicho Tuckwell era un ávido socialista que se auto denominó «el pastor radical» de la Iglesia de Inglaterra. Encima favorecía la nacionalización de tierras. Es decir, Tuckwell era un hombre vulgar y con limitada imaginación. Claro, era de la tierra yerma del pueblo de Woking, del condado de Surrey.

Aquí hay un punto de inflexión de 180 grados entre dos hombres de Oxford.

Unos han acusado a Carroll, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson, de haber escrito tonterías, de haberse drogado e incluso de haber sido Jack el Destripador. Querido lector, si un día te creen capaz de matar a prostitutas de manera tan salvaje y sin que te pillen, te puedes considerar un buen escritor. Entre tanto, el santo para muchos era el socialista Tuckwell, quien quería nacionalizar el suelo y redistribuir la riqueza. Apuesto que ese tory de Dodgson entendió perfectamente que el burdo pastor merecía no solo ser despreciado del todo como alguien deshonroso, sino también ser degollado como enemigo pueril de la Reina de Corazones.

Una economía política que afirma la libertad religiosa incluso del rey, ha entendido algo. Una economía política que afirma el derecho de la colectividad a la propiedad, a toda diferencia de la tradición del derecho consuetudinario inglés, busca satisfacer a las masas. En Estados Unidos nuestra constitución prohíbe los títulos de nobleza, pero juro aquí, ahora y ante Dios y todo el mundo que en el momento en que vengan por mi derecho a la propiedad me volveré defensor fanático de la aristocracia más reacia y mística imaginable. Iré más lejos, me convertiré al judaísmo. Seré un cosaco ruso o un sacerdote guerrero mesoamericano. ¿Y escribir realismo para el vulgo? De ninguna manera.

Dodgson murió el 14 de enero de 1898, año del último conflicto mayor entre católicos y protestantes. No sé si hubiera opinado a favor de la guerra hispano-estadounidense, como lo harían el novelista realista Mark Twain y el poeta populista Walt Whitman. Solo puedo aseverar que era gran escritor y con gran imaginación. El pintor Salvador Dalí, otro creador de mundos en tiempos de cólera, se declaró «monárquico en el sentido metafísico». Vale la pena escribir que, con el advenimiento del socialismo más raro que hemos visto en Occidente, imaginemos que con razón Lewis Carroll nos urgía a evitar pensar como «demócratas en el sentido material». Tiene que haber límites, especialmente para el igualitarismo.

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