Entrevisté a Hermann Tertsch en mi canal de YouTube, Esfera Pública, ocasión en la que, con su acostumbrada lucidez, recordó que en el momento en que China se hizo capitalista, parte de Occidente abrigó la esperanza de un cambio en su régimen. La hipótesis era que, a mayor nivel de ingresos, los ciudadanos comenzarían a valorar bienes abstractos como las libertades y derechos civiles. Era una mezcla entre pirámide de Maslow, ciencia política neoliberal y el fin de la historia de Fukuyama. Sin embargo, como suele pasar en el marco de los asuntos humanos -que se resisten a quedar fijados de una vez y para siempre-, el rumbo ha ido en una dirección jamás imaginada que, Tertsch afirma, es la importación de Occidente del sistema de control social de los chinos. Este es un asunto de la mayor relevancia sobre el cual vale la pena reflexionar.
Maquiavelo, en su obra El Príncipe (Capítulo V), plantea que hay tres modos de conservar un Estado acostumbrado a la vida en libertad. El primero, es destruyéndolo, el segundo, invadiéndolo y radicándose en él y, el tercero, dejándolo regirse por sus propias leyes bajo la obligación de pagar tributos. Sin embargo, la fórmula más segura es la primera pues, en palabras del florentino, “en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios.”
Sabemos que los chinos no conocen ni la libertad cívica ni individual, tampoco la culpa. Esa es la conclusión a la que uno llega si tiene a la vista hechos históricos como El Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, por mencionar los más destacados del siglo XX. Fueron millones los muertos por decisiones económicas que provocaron sendas hambrunas y por la violencia política desatada con la finalidad de llevar a cabo una purga de proporciones en contra de los viejos burócratas que desafiaban el poder de Mao. Sumemos a un siglo de terror rojo las actuales violaciones a los derechos humanos, reconocidas por la ONU, sobre lo que China denomina la Región Autónoma Uigur de Xinjiang contra los uigures y otras comunidades predominantemente musulmanas. Queda claro que, en términos valóricos, el gigante asiático no tiene ningún punto de encuentro con el sustrato cristiano que, al menos en ciertas ocasiones, obliga a revisar las culpas, respetar los derechos humanos y civiles y a dar cuenta de los hechos desde diversas perspectivas que se contraponen, impidiendo la emergencia de una “verdad oficial”. De ahí que podamos homologar a la gran mayoría de los países en los que el sustrato cultural es cristiano con aquellos principados de los que Maquiavelo nos dice: “En las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. El recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede concederles un solo momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o radicarse en ellas.”
El florentino reconoce eso sí, un modo de extirpar el deseo de libertad en los ciudadanos de una república libre, cual es que se dispersen, estén separados y se olviden de aquellas leyes bajo las cuales vivían en libertad. Este pasaje nos recuerda el concepto de poder de Edmund Burke tomado por Hannah Arendt como uno de los fundamentos de su teoría política. En Los Orígenes del Totalitarismo, la pensadora afirma:
El aislamiento puede ser el comienzo del terror; es ciertamente su más fértil terreno; y siempre su resultado. Este aislamiento es, como si dijéramos, pretotalitario. Su característica es la impotencia en cuanto que el poder siempre procede de hombres que actúan juntos, actuando concertadamente (Burke); por definición, los hombres aislados carecen de poder.
El experimento pandémico de control social, claramente importado desde China y aplicado a los civiles de las democracias occidentales, tenía por objeto el aislamiento radical de los individuos. Pero, a diferencia de lo que ocurre en China donde los civiles no tienen ni siquiera espacio para cuestionarse por las razones de tal o cual política pública, en el marco judeocristiano es necesario dar explicaciones, activar emociones y legitimar las órdenes que se deben obedecer bajo el manto de autoridad que les otorga la ciencia, último bastión de la verdad. ¡Qué bueno hubiese sido que todas esas medidas, en lugar de tener un corte pretotalitario, hubieran salvado vidas! Pero no fue así y lo sabemos a partir de la experiencia comparada con países como Suiza donde el control sanitario tuvo una racionalidad muy distinta a la asfixia ocasionada por la élite política en otros lugares del orbe.
Lo que podemos afirmar del ensayo que se hizo con el manejo político del COVID- 19 es que aún no sabemos nada respecto a la enfermedad misma, su origen, gravedad, forma de contagio, negocio y efecto de las vacunas, además de un largo etcétera de situaciones que se han quedado sin explicación como, por ejemplo, que los hospitales recibían dinero por cada muerto diagnosticado con la enfermedad, aunque estuviera prohibido hacer las autopsias para saber si esa había sido la causa real del fallecimiento. En otras palabras, la destrucción de miles de empleos y negocios, la separación por casi dos años de las familias y amigos, la suspensión de las clases, la inoculación con vacunas sin certificado de calidad y el pago millonario que hicieron los gobiernos a las farmacéuticas, ha quedado bajo el velo de la ignorancia.
Sabemos desde La paz perpetua de Immanuel Kant que lo que se oculta y no se devela en la esfera pública es aquello que a los poderosos les parece inconfesable. En palabras del filósofo: “Sin publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta; ni habría, por tanto, derecho, que es lo que la justicia distribuye y define.” De ahí que, prescindiendo de cualquier tipo de contenido empírico, Kant llegue a la siguiente “fórmula trascendental” del derecho público: “Las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite publicidad.”
Lo que podemos deducir tras la pandemia es que la importación del control social chino tiene un terreno fértil preparado para su éxito, aunque viviremos aún por un tiempo bajo dinámicas pretotalitarias, pues los ciudadanos acostumbrados a su libertad requieren de una justificación para entregársela en bandeja a una casta política corrupta que ha cedido la soberanía de sus naciones a organismos internacionales manejados por la “izquierda caníbal”, como se titula la entrevista a Tertsch.
La próxima justificación para destruir nuestro régimen de libertades implementando el modelo chino está a la vista. Hablamos del cambio climático, que tiene las mismas características del COVID-19. Su origen es resultado de la acción humana y existen altas probabilidades de que tenga intencionalidad política. Actualmente, nadie duda de que la enfermedad salió de un laboratorio, lo que puede homologarse a los incendios provocados de forma intencionada en todas partes del mundo, la destrucción de la matriz energética en países como Alemania y la total ausencia de desarrollo tecnológico para, por ejemplo, solucionar la falta de agua en algunos lugares a los que la naturaleza ha dejado secos, no por culpa del CO2, sino porque así es ella.
Por su parte, el efecto psicológico de la manipulación política del cambio climático es exactamente el mismo que el del virus. La gente tiene miedo a perder la vida, así que está dispuesta a obedecer lo que se les diga sin hacer absolutamente ninguna reflexión o cuestionamiento. Y es que la pseudociencia, la ley mordaza en los medios de comunicación y las redes, a lo que se suma la colusión de los políticos y la plutocracia transnacional para destruir a la clase media y asfixiar todo tipo de libertades, es imbatible en la mente de un ciudadano de a pie. Además, hay una ausencia total de responsabilidades políticas por las medidas tomadas en pandemia o siquiera el intento de transparentar la información para que la ciudadanía pueda forjarse un juicio sobre el avance de las condiciones pretotalitarias que observamos atónitos quienes pasamos horas estudiando los efectos de la ingeniería social importada.
En conclusión, es oscura y triste la realidad que despunta para las futuras generaciones, puesto que no parece haber sector capaz de oponerse al Nuevo Orden Mundial. Incluso en Chile, el Partido Republicano, cuyos miembros están conscientes de lo relatado en esta columna, han debido ceder e incorporar al proyecto de nueva Constitución un capítulo completo sobre legislación y adoctrinamiento climático. Por ejemplo, en su artículo 206 estipula: “El Estado implementará medidas de mitigación y adaptación, de manera oportuna, racional y justa, ante los efectos del cambio climático. Asimismo, promoverá la cooperación internacional para la consecución de estos objetivos.” Sabemos lo que esto significa, es la constitucionalización de la Agenda 2030, cuyos líderes, de aprobarse el proyecto, contarán con el mandato constitucional para adoctrinar a los niños con la nueva religión ecocéntrica, establecido en el artículo 203 que reza: “Estado promoverá la educación ambiental, de conformidad a la ley”. Por último, el capítulo al que hago referencia (XIII) establece las condiciones para el desmantelamiento de nuestra economía a través de la promoción de “una matriz energética compatible con la protección del medio ambiente, la sustentabilidad y el desarrollo, así como de la gestión de los residuos, de conformidad a la ley” (artículo 204).
Creo que lo que ha sucedido en Chile es una alarma para aquellos que luchan por su libertad en el resto de Occidente. Y es que, el hecho de que esta propuesta de “Constitución Climática” haya sido respaldada por el único sector político que está plenamente consciente del avance neomarxista, bajo la excusa del cambio climático (Agenda 2030) para el establecimiento de un Nuevo Orden Mundial, habla por sí solo: la marea es incontrarrestable y los quijotes solitarios seremos arrasados hasta que la obediencia se haga costumbre y los ciudadanos de Occidente seamos reducidos a un calco pobre y lastimoso del pueblo chino. Sin Dios ni ley, carentes de todo libre arbitrio, inmersos en un sistema de darwinismo social radicalizado gracias a los avances tecnológicos, vaciados de toda ética y límites fundados en el respeto a la dignidad.
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