La figura de Gandhi hará aún correr, a buen seguro, ríos de tinta, pero de su caída en desgracia podemos, como mínimo, aprender un par de lecciones: no es bueno crear ídolos de seres humanos, siempre falibles, ni juzgar a distancia.
No corren buenos tiempos para la figura de Gandhi. No, al menos, en el país que contribuyó a dar a luz: la India. Ocurre con Gandhi algo similar a lo que sucedía con Gorbachov, tan admirado en Occidente como menospreciado en Rusia.
De hecho, las cenizas de Gandhi fueron robadas con ocasión del 150 aniversario de su nacimiento en 2019 y, desde entonces, su descrédito no hace más que crecer. Su Partido del Congreso, tras 50 años de gobierno casi ininterrumpido desde la independencia en 1947, es ahora un partido marginal, eclipsado por el Bharatiya Janata (BJP), el partido de los supremacistas hindúes y el primer ministro indio, Narendra Modi, cita como mentor ideológico a V. D. Savarkar, acusado de participar en el asesinato de Gandhi en 1948. En lo que supone un símbolo muy significativo, un retrato de Savarkar cuelga hoy en día en el Parlamento indio.
Esta caída en desgracia no se reduce a la India: ya en 2015, en Sudáfrica, donde Mohandas Gandhi vivió de 1893 a 1914, una estatua suya fue destrozada por manifestantes. Al año siguiente, la Universidad de Ghana acordó retirar la estatua de Gandhi de su campus después de una campaña que le acusaba de racismo contra los africanos negros. En El Gandhi sudafricano, Ashwin Desai y Goolam Vahed lo describen como un abogado probritánico que desplegó su trabajo dentro de la política sudafricana de supremacía blanca para promover a sus compatriotas indios a expensas de los sudafricanos negros. Y si regresamos a la India, en El médico y el santo, Arundhati Roy acusa a Gandhi de no condenar inequívocamente el sistema de castas hindú y lo califica de “santón del statu-quo”. Una imagen muy alejada de la que nos proporcionó la película de Richard Attenborough con Ben Kingsley dando vida al afamado líder.
Esta erosión de su reputación ha llegado a su culmen con el estreno de la obra de teatro The Father and the Assassin el año pasado en el Teatro Nacional en Londres. Una obra que gira en torno al asesinato de Gandhi, pero que se centra en Nathuram Godse, el hombre que lo mató hace 75 años. Se nos presenta un enternecedor retrato de un alma torturada, un niño criado como niña para engañar a los dioses que le habían arrebatado a sus tres hermanos, que se acaba radicalizando por culpa de la “traición” de Gandhi a los hindúes, la cual provocó la terrible y despiadada guerra que tuvo lugar tras la independencia, en lo que se conoce como la partición del Raj entre la India y el Paquistán musulmán.
La obra teatral no es una excentricidad: a lo largo y ancho de la India se erigen estatuas, templos y memoriales a Godse, que era miembro de la organización de la que surgió el actual partido gobernante (incluso el cumpleaños de Godse, el 19 de mayo, es celebrado por grupos hinduistas como una especie de día sagrado), mientras que las estatuas de Gandhi son derribadas. Si hasta el estado indio de Uttar Pradesh, gobernado por el BJP, intentó (aunque fracasó en su intento) rebautizar la ciudad de Meerut con el nombre de Godse.
Quizás una de las claves de esta caída en desgracia de Gandhi haya sido precisamente su “deificación”, ese Mahatma Gandhi con halo, una especie de nuevo Jesús en quien inspirarse para rechazar toda violencia, un nuevo mesías con aires de gurú oriental y cuyas frases inspiradoras son perfectas para ser incorporadas en galletitas de la fortuna. Mantenerse a la altura de estas expectativas no es tarea fácil para un ser de carne y hueso.
Nacido en 1869 en el seno de una familia de altos funcionarios del Imperio británico, contrajo un matrimonio concertado con Kasturba Makharji cuando ambos tenían 13 años. Mediocre estudiante, Gandhi consiguió viajar a Gran Bretaña a los 19 años para estudiar Derecho, dejando a su esposa y al primero de los cuatro hijos que tuvieron en la India (por cierto, muchos años después, en 1944, Kasturba falleció por culpa del rechazo de su marido a que se la tratara con antibióticos).
El Londres al que llegó Gandhi era el de finales de la época victoriana, poblado de teósofos y otras sectas esotéricas, sesiones de espiritismo y modas alimentarias estrafalarias. Una de sus primeras influencias fue el presidente de la Sociedad Vegetariana de Londres, A. F. Hills. Este era un fabricante de barcos de guerra que opinaba que el celibato y una surrealista dieta, consistente principalmente en alimentos no cocinados, podían llevar a la autodivinización. Una nueva humanidad autodivinizada haría superfluo todo conflicto y así desaparecerían las elecciones, los partidos políticos y los sindicatos, la política dejaría de existir en un mundo guiado por vegetarianos castos y engreídos. De esa influencia nace una de las acusaciones que se han lanzado frecuentemente contra Gandhi: en efecto, la democracia, lo que pudiera pensar la gente, le importaba muy poco.
La idea de que la forma correcta de organizar una sociedad consistía en reunir a hombres ilustrados que alcanzaran un pacto en lugar de enfrentarse en las urnas fue una constante en el pensamiento y modo de actuación de Gandhi. De hecho, la descolonización de la India no fue para nada un movimiento popular, sino un proceso esencialmente elitista en el que, de vez en cuando, más o menos una vez por década, se convocaba a la chusma para una demostración de fuerza. Pero, más allá de eso, el pueblo sobraba y Gandhi era el primero en disolver cualquier movimiento de masas que temía se le pudiera ir de las manos.
Sus llamadas a la vida sencilla, al ayuno y a la abstinencia sexual siempre tuvieron ese tufo a moralismo de quien tiene la vida solucionada y puede elegir ayunar si así lo desea (todo lo contrario de los millones de indios que pasaban realmente hambre sin poder elegirla). Se entiende así una de sus más polémicas argumentaciones, que le ha valido hoy numerosas críticas, cuando, hablando de la esclavitud, señalaba que ésta era mala para el amo, que quedaba reducido a un estado de dependencia, pero era, de forma contraintuitiva, buena para el esclavo, que se ennoblecía a sí mismo mediante su gran acto de autosacrificio.
Su otra gran experiencia tuvo lugar en Sudáfrica, donde trabajó como abogado y organizador comunitario para la población india del país. Fue una época en la que vivió casi totalmente aislado de los acontecimientos de la India británica, absorbido por sus lecturas de la Biblia, Ruskin y Tolstoi (con quien mantuvo correspondencia y que llegó a dirigirse a Gandhi como su “heredero espiritual”) y sus experimentos con el vegetarianismo, la meditación y la abstinencia sexual.
Como escribía uno de sus biógrafos, durante las cuatro primeras décadas de su vida, “puede que nunca hablara con un solo campesino u obrero indio (o terrateniente o propietario) que viviera o trabajara en la India”. Sus otras grandes influencias intelectuales fueron Emerson, Thoreau y John Ruskin, el nacionalista italiano Giuseppe Mazzini o el socialista Edward Carpenter. Y es que si hay algo completamente ajeno a la India en sus fundamentos ideológicos es precisamente el nacionalismo indio de Gandhi.
La figura de Gandhi hará aún correr, a buen seguro, ríos de tinta, pero de su caída en desgracia podemos, como mínimo, aprender un par de lecciones: no es bueno crear ídolos de seres humanos, siempre falibles, ni juzgar a distancia, sin experimentar en carne propia los efectos de las decisiones de aquel a quien consideramos, desde la comodidad de nuestro sofá, artífice de bienes sin fin.
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