Más allá del Qatargate: el Parlamento Europeo, un problema sistémico para el futuro de la UE

Más allá del Qatargate: el Parlamento Europeo, un problema sistémico para el futuro de la UE

El Qatargate es el nombre de un Parlamento irresponsable y abierto de par en par a las influencias extranjeras, una institución que desprecia cualquier referencia a la soberanía.

Un escándalo de dimensiones autodestructivas: el virginal Parlamento Europeo, el que da lecciones urbi et orbi sobre cualquier tema que contradiga los cánones de la corrección política, la asamblea que lanza fatwas woke contra los descarriados, el adalid de la lucha contra la corrupción y del chantaje financiero pillado in fraganti con las manos en la masa. Con las maletas de una vicepresidenta, de varios diputados (todos socialistas, por cierto) y una larga lista de asistentes parlamentarios llenas de billetes qataríes y marroquíes, para ser más preciso.

En Bruselas y en Estrasburgo, se está produciendo estupor a medida que van saliendo los detalles de un caso de corrupción en el que el arresto de Eva Kaili solo es la punta del iceberg. En muchas capitales, una schadenfreude mal disimulada ante el escarnio de esta asamblea farisea que fue a por lana y salió trasquilada. Y en la opinión pública, el hundimiento de una reputación que ya estaba tocada desde hace lustros, un escándalo que le pasará factura con las elecciones europeas de 2024 a la vuelta de la esquina.

Sin duda, el mal llamado Qatargate (¿por qué no Moroccogate?) es el nombre de un escándalo de corrupción mayúsculo. Pero es mucho más. Es, en primer lugar, el autorretrato de unos parlamentarios arrogantes y ensimismados que se han vuelto tóxicos para la Unión. Una asamblea disfuncional que, lejos de sumar, resta; y que, de tanto presumir de postureo virtuoso, se hundía en el fango en el que se contemplaba. Desde hace años, Estrasburgo se ha autoproclamado paladín del Estado de Derecho, concepto manipulado hasta la saciedad para amenazar y sancionar a gobiernos disidentes e imponer una agenda política. Una asamblea pirómana e insaciable que, en nombre de la pureza ideológica, siembra cizaña en Europa y que, en tiempos de guerra, divide en nombre de unos “valores” que los tratados citan, pero no definen. Desde que Rusia atacó a Ucrania, no le ha faltado tiempo a los diputados para adoptar un sinfín de resoluciones para bloquear fondos europeos a Polonia y a Hungría, pedir que el aborto sea un derecho fundamental en la UE, deslegitimizar victorias electorales que no son de su agrado e insistir en el fanatismo climático a pesar de la grave crisis energética. Una asamblea de pirómanos cuando Europa más necesita pragmatismo y cohesión.

Es también el nombre de un Parlamento torre de marfil, cuya soberbia es inversamente proporcional a su conocimiento de las preocupaciones de los ciudadanos y para la que el muy manoseado concepto de “derechos humanos” no es más que una cortina de humo para cometer las más burdas fechorías. ¿Qué legitimidad tiene la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo, nido del escándalo, si no era nada más que el mercado en el que diputados socialistas y ONGs afines vendían influencias al mejor postor sin ni siquiera molestarse en pagar sus propios billetes para viajar a Doha?  En este mundo orweliano, este escándalo demuestra una vez más que el imperante buenismo que amordaza debates no es más que una cínica coartada de mandarines cuyo supremacismo es sinónimo de corrupción moral. Y financiera.

Este escándalo es también el nombre de una ONGcracia que ha infiltrado tantas organizaciones internacionales, el de un sistema que confunde “sociedad civil” con sociedad a secas, y minorías ruidosas con mayorías silenciosas. En estos círculos, basta con llamar “organización no gubernamental” a un club de conseguidores y encontrar un nombre altisonante para gozar de respetabilidad, obtener fondos, ser recibido en los despachos e influir sin la más mínima legitimidad. Influir, para convertir ideas testimoniales en hegemónicas, o para traficar favores impunemente. Sí, impunemente, por eso la ONG tapadera del entramado corrupto tuvo el tupé de llamarse “Fighting Impunity” y abrir una oficina a escasos metros del Parlamento para recibir, distribuir y blanquear los petrobilletes de la vergüenza.

Y no solo dinero sucio, también para blanquear ideas perniciosas, como el salafismo qatarí que ha radicalizado la juventud musulmana en Europa y al que estos diputados se han vendido por un plato de lentejas. Mientras futbolistas narcisistas se tapaban la boca en Instagram por no poder llevar un brazalete arcoíris durante el Mundial, el mundo se olvidaba de que Qatar es sobre todo la vitrina y el patrocinador principal de los Hermanos Musulmanes, la nebulosa que busca imponer un islam político a nivel mundial. Detrás de las infames campañas de comunicación del Consejo de Europa (financiadas por la Comisión Europea), que promueven el velo islámico como símbolo de libertad y de diversidad, o de los mantras woke, también encontraremos el rastro de las maletas repletas de petrodólares.

Finalmente, el Qatargate también es el nombre de un Parlamento irresponsable y abierto de par en par a las influencias extranjeras, una institución que desprecia cualquier referencia a la soberanía. Al contrario, su psique solo admite pulsiones federalistas y globalistas sin otro rumbo que el de erosionar al Estado nación. Su irresponsabilidad también radica en su permeabilidad a los intereses extranjeros, sobre todo si sus voceros se hacen llamar “sociedad civil” o si éstos utilizan dogmas del Zeitgeist (léase woke) como caballo de Troya de las ideologías más oscurantistas, que los diputados progres abrazan con entusiasmo siempre y cuando puedan subsumirse en el odio a Occidente y todo lo que la civilización europea ha producido desde hace siglos.  

Una permeabilidad que no sería tan alarmante si las competencias del Parlamento fueran limitadas. Pero no lo son. Desde hace treinta años, cada reforma de los tratados se ha hecho en su beneficio y ha pasado de tener un papel un tanto testimonial a ser colegislador en la mayoría de los casos. Incluidos, por cierto, los acuerdos internacionales con terceros países (por ejemplo, en materia agrícola, ¿les suena?) que no pueden entrar en vigor sin su visto bueno. Y lejos de ser éste un círculo virtuoso, el aumento de sus competencias ha ido a la par con una creciente frivolidad (véanse las cuentas Twitter de algunos de los tenores de Estrasburgo), la presencia tentacular de ONGs y la colonización de la institución por el federalismo más exacerbado.

Por lo tanto, el Qatargate es el nombre meridiano de la corrupción y del tráfico de influencias. Pero también lleva los apellidos de la soberbia de una casta de mandarines ensimismados, de una ideología deletérea que lastra la UE, de la invocación hipócrita a unos derechos humanos pervertidos, y de la indecente frivolidad de unos cuantos cuando Europa, literalmente, se la juega ante desafíos vitales. Por todas estas razones, el Parlamento Europeo actual se ha convertido en un problema sistémico para la Unión Europea, en una amenaza constante a su línea de flotación. Y las maletas rebosantes de billetes no son más que un síntoma más de esta amenaza.

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