Occidente de rodillas

Occidente de rodillas

Fuimos testigos de la idolatría al Estado con las medidas totalitarias de la pandemia que, sin mayor respaldo científico, obtuvieron el apoyo masivo de una ciudadanía genuflexa, a pesar de liquidar todo espacio de libertad, a partir de la suspensión de los derechos políticos.

Hace ya más de un siglo Friedrich Nietzsche nos advirtió de dos fenómenos que traerían consecuencias horrendas: la muerte de Dios y el advenimiento de <<el último hombre>> (un tipo de ser humano que no logra afirmar la vida), ambos íntimamente relacionados. A la pregunta sobre quién reemplazaría al Todopoderoso, el filósofo profetizó que serían la piedra- metáfora para hablar de lo estulto y banal- y el Estado. Sobre este último, Zaratustra descarga su desprecio absoluto afirmando que “miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente, y posea lo que posea, lo ha robado”. Continúa su descripción del nuevo ídolo diciendo que es el más frío de todos los monstruos, pues devora a los hombres con sus promesas de darles todo, “¡Sí, un artificio infernal ha sido inventado aquí, un caballo de la muerte, que tintinea con el atavío de honores divinos!”, exclama Zaratustra.

¿Por qué se produjo la divinización del Estado? Porque el ser humano, después de enterrar a Dios, se vio frágil e inseguro y, tras el proceso de adoctrinamiento mal llamado “educación” impartido por el nuevo ídolo, terminó consagrándose a la entidad más poderosa existente; la única que podía responder- teóricamente- a la necesidad de protección, cuidado y provisión de ciertos bienes materiales. Antes de profundizar en la religión materialista que hoy subyuga a Occidente bajo el peso de la burocracia y los organismos supraestatales, es necesario hablar de las dos formas de Estado que conocemos, una recta y la otra corrupta. Bajo la forma recta o republicana, el Estado es un conjunto de instituciones reguladas por una Constitución que las separa en tres poderes, estableciendo límites a su injerencia en la esfera social y privada de los ciudadanos. Su función principal es asegurar la paz y la vigencia de los derechos políticos, en cuyo marco los individuos viven como iguales miembros de una sociedad, siempre desconfiados del poder, fiscalizando a sus representantes.

En su forma corrupta, el “artificio infernal” del que nos habla Nietzsche pasa a ocupar el lugar del Dios muerto. Ante él, los ciudadanos, esclavos de los burócratas de turno, se arrodillan y rezan para que les otorgue la gracia de una seguridad de la cuna a la tumba en la forma de derechos sociales que los empobrecen a cambio de una igualdad material que destruye la igualdad política. ¿Por qué? Porque en la medida que la igualdad material también cobra ribetes divinos, termina oprimiendo a unos en favor de los predilectos del nuevo dios. Ellos no son los débiles de la sociedad, sino quienes legitiman un orden social del que se beneficia una élite que se eterniza en el poder. “¡Ponednos cadenas, pero dadnos pan!”, claman al unísono mientras su número se acrecienta hasta que el dios-Estado fracasa, pues tarde o temprano la cadena de redistribución colapsa. No es más que un asunto de números, pues cuando lo esclavos perecen o disminuyen demasiado respecto de quienes viven a costa de sus esfuerzos, la estructura del artificio infernal colapsa. Es entonces cuando, como vimos tras el desplome de la cortina de hierro, los Estados deben refundarse en los principios de su forma recta para devolver la viabilidad a la vida común.

La experiencia totalitaria que en el siglo XX respondió a la consagración del dios-Estado, tuvo por contraste el Estado republicano, presente en parte importante de Occidente durante la Guerra Fría. Este hecho mantuvo viva la esperanza de aquellos que no se adhirieron a la fe impuesta por las élites comunistas, horadando la base de su legitimidad. Fueron quienes se rebelaron frente al castigo de un todopoderoso omnipresente, buscando refugio en países libres y dando a conocer sus experiencias de miseria y dolor, los héroes de la liberación. Lamentablemente, poco, o más bien nada, aprendimos de la catastrófica religión materialista que hoy resurge con fuerza inusitada. ¿Por qué? Porque la base de su legitimidad se ha solidificado a partir de la masificación de la condición psíquica de <<el último hombre>>.

Para entender el fenómeno es necesario volver a la sensación de fragilidad y ansias de esclavitud, rasgos psicológicos en los que se fundó la legitimidad de los totalitarismos pasados. No cabe duda de que hoy, más que en cualquier otra época de nuestra historia, la dependencia y malestar con la vida, propia del ciudadano occidental, se ha exacerbado a niveles sin precedentes. Las cifras de depresión y suicidio en sociedades donde los problemas materiales de subsistencia se encuentran resueltos, dan cuenta de un tipo de psique desquiciada que, en su idolatría al Estado, ha llegado incluso a creer que burócratas y políticos pueden evitar enfermedades y defendernos de la muerte que éstas ocasionan. Fuimos testigos con las medidas totalitarias de la pandemia que, sin mayor respaldo científico, obtuvieron el apoyomasivo de una ciudadanía genuflexa, a pesar de liquidar todo espacio de libertad, a partir de la suspensión de los derechos políticos. ¿Cuáles son los efectos que podemos prever traerá aparejado el incremento desenfrenado de la decadencia psíquica que observamos en parte importante de Occidente?

Una radicalización del miedo a la vida y a la propia fragilidad, que torna indeseable la existencia al extremo que cualquier promesa política que ayude a bajar los niveles de angustia producidos por el simple hecho de vivir, tiene el sello del éxito. En otras palabras, no importa si con las cuarentenas destruimos el aparato productivo y millones mueren de hambre, tampoco si con el uso abusivo de la mascarilla nos intoxicamos con nuestro dióxido de carbono generándonos daño cerebral voluntario o si para salvar al planeta debemos comer insectos. El desquiciamiento produce en sí mismo un malestar compulsivo tan exacerbado, que la gente está pidiendo una soga para ahorcarse de una vez, asfixiando el fastidio de estar vivo. Esta es la base psíquica de la nueva religión de Occidente, cuya fe se nutre del fastidio e inspira en la culpa por existir. De ahí que el aborto, la eutanasia, la disforia de género, la destrucción de todo tipo de libertades bajo la excusa de salvar al planeta y la emergencia del antihumanismo, se hayan transformado en las nuevas bendiciones que reparten los apóstoles desde sus podios en la ONU y diversas entidades supranacionales.

En suma, Occidente está de rodillas ante burócratas nunca elegidos por la ciudadanía, cuyos mandamientos -resumidos en la Agenda 2030- dan la razón a Zaratustra: estamos ante un “artificio infernal”. El problema es que los descendientes de los cristianos, y los pocos que sobrevivieron al ateísmo en todas sus formas, no han cobrado consciencia de que el Estado corrupto hoy se arrodilla frente a las entidades supranacionales, amenazando desde la propiedad privada hasta la libertad de educar a los propios hijos. Nietzsche lo supo mucho antes de que emergiera el verdadero monstruo y su poder global: “El mundo nunca ha sido más mundano, nunca ha sido más pobre en amor y bondad. Las clases cultas ya no son faros ni refugios en medio de esta agitación de la secularización; ellas mismas se vuelven cada día más inquietas, irreflexivas y sin amor. Todo, incluido el arte y la ciencia contemporáneos, está al servicio de la barbarie que se avecina. El hombre de las culturas ha degenerado hasta convertirse en el mayor enemigo de la cultura, pues quiere negar mentirosamente la existencia de la enfermedad universal […].

El tipo de poder que detentan las entidades supranacionales no es difícil de identificar, puesto que su rostro es el de aquél viejo demonio que en el desierto intentara tentar a Jesús con el poder absoluto del César, la transformación de las piedras en panes y el salto al vacío. En los códigos de la nueva religión encontramos a todos los reinos de Occidente de rodillas ante los poderosos que nos prometen eliminar la pobreza, mientras manipulan el irrefrenable impulso antivida transformado en fe de <<el último hombre>> a favor de la destrucción total de la libertad, es decir, del triunfo del mal. Es el salto al vacío de la elite que promueve e impone la religión globalista convenciéndonos -desde una pseudociencia servil a sus propósitos- de que la vida humana es mala para el planeta. De este principio se sigue su primer mandamiento: odia al prójimo como a ti mismo, bajo el cual están creciendo las generaciones que no sabemos si sobrevivirán al peso de su consagración al culto de la muerte.

Descargue el artículo aquí.

20230303_Blog

Entradas Relacionadas