Las condiciones ideológicas para vivir odiando por amor están dadas en la creación de categorías de personas a las que amar y odiar.
Dicen que el amor es, de todos los sentimientos, el que con mayor fuerza mueve las voluntades. Bajo esta mirada, la antigua tensión platónica entre las pasiones y la razón carece de sentido. Fue David Hume quien entendió su verdadera relación al afirmar que la razón se activa por las pasiones. Si aceptamos la premisa del filósofo, entonces, descubrir qué tipo de emociones constituyen la base de las diversas ideologías, debiera figurar entre nuestros desafíos intelectuales más relevantes. Y es que nos permitiría profundizar en nuestra comprensión sobre el poder que ciertas ideas ejercen en los individuos y en el peligro que representan para la sobrevivencia del mundo común. Además, en caso de que los antiguos helenistas hayan hecho un buen diagnóstico, podría servir a la cura de emociones provocadas por falsas creencias, liberando a millones de ciudadanos hoy presos de quimeras ideológicas.
Demos un ejemplo del modo como las pasiones activan la razón. Muchos comparten la creencia de que la condición de dueño de un medio de producción pervierte el alma. ¿Cuál es su origen? Una emoción, la envidia que provoca la riqueza. Ella activa la racionalidad que, por lógica, fabrica la siguiente creencia concatenada a la idea antecedente sobre la perversidad del capitalista: el trabajo asalariado es una forma de explotación. Aplicada la misma lógica, la conclusión es evidente por sí misma y no acepta matices. El objetivo político debe ser la abolición de la propiedad privada.
Nadie negaría que, en ciertos casos, los capitalistas sí son perversos, pero esta es una realidad que no se aplica únicamente a su “género”. Perversos también los hay médicos, periodistas, jueces, madres, curas, profesores y un largo etcétera de individuos que, en todas las profesiones y tipos de vida, elijen el mal camino. Lo que sucede en realidad es que ni el bien ni el mal tienen representación exclusiva en algún grupo, etnia, profesión o colectivo. Así, nadie diría que todos los médicos son unos perversos dispuestos a lucrar con las enfermedades de sus pacientes, aun cuando algunos lo hacen e incluso evitan curar enfermedades para seguir cobrando honorarios. Sin embargo, la izquierda sí logra persuadir a millones de crédulos con la idea de que todo capitalista es una encarnación del mal a pesar de que los países en que se les ha exterminado sean los más pobres y miserables del globo. ¿Dónde yace la diferencia? En la envida que el médico no despierta y el empresario sí.
Uno podría decir que el liberalismo más profundo y preocupado por el individuo y su condición psíquica es consciente del fenómeno político en que trasuntan la envidia, el resentimiento y el odio. Sin embargo, después de largas lecturas de la historia y sobre los líderes socialistas, me parece que aún no nos acercamos a una comprensión que dé cuenta de la complejidad emocional en que se funda el éxito de la izquierda y su proyecto totalitario. De ahí que me atreva a avanzar algunas reflexiones en este espacio.
La emoción que activa la razón de quienes adhieren a la lucha de clases es el odio por amor. Sí, aunque parezca contradictorio, ambos sentimientos aparecen íntimamente entrelazados. Se les observa sin dificultad en el odio que los seguidores del socialismo sienten hacia algunos humanos, ubicados bajo categorías que no admiten matices, odio por amor a otros humanos igualmente abstractos, etiquetados como los productos de almacén. Los unos son los explotadores, capitalistas, neoliberales y empresarios, mientras los otros, el pueblo, el proletariado y los pobres.
El mismo odio por amor se observa en los miembros de colectivos que reúnen a víctimas del patriarcado, de la sociedad o de la historia. El esquema racional permanece intacto, sólo cambia el etiquetado. Sintetizando, bajo dicho esquema, unos son las víctimas a las que se ama, defiende y quiere proteger y los otros caen en la categoría del perverso al que se odia y desea destruir. En términos psíquicos, estamos frente a un odio que se justifica por amor. Esa es la clave del éxito del marxismo y sus diversas corrientes.
Las condiciones ideológicas para vivir odiando por amor están dadas en la creación de categorías de personas a las que amar y odiar. Sólo así es posible aniquilar a millones de personas a balazos o por inanición sin sentir el menor remordimiento. Incluso cuando se trata de la propia vida, muchos se inmolan en la alegría de hacerlo por el bien de la humanidad, a veces convencidos de ser un estorbo para el avance de la ley de la historia y el consecuente advenimiento del paraíso. A ese extremo de bondad son capaces de llegar los mayores criminales que ha conocido la historia humana. Frente a ellos nada puede un Jesús colgando de sus miembros en la cruz del sacrificio por amor al prójimo. Y es que, malentendido, ese amor rara vez se experimenta en su forma verdadera, es decir, inspirado en y por Dios. De ahí la frustración que subyace a la modernidad, conduciendo al derrumbe del cristianismo.
Las razones de la frustración a la que refiero están dadas en que se confunde el amor cristiano <caritas> con el amor mundano <cupiditas>. Mientras el primero no espera gratificación y realiza su propio bien en el acto que ejecuta, el segundo responde a la lógica retributiva. En otras palabras, quien experimenta amor del tipo mundano espera ser retribuido, la mayoría de las veces, de forma desmedida. Ello porque este tipo de amor funciona como la venganza, mirando siempre de cerca el favor concedido, del mismo modo que la víctima observa el daño que le han hecho. De ahí que <cupiditas> conduzca a una insatisfacción permanente y a una duda constante. Y es que el individuo no queda satisfecho con la gratitud de aquel a quien favorece y, luego de un primer momento de autoafirmación, termina preguntándose si acaso sus favores tendrán el valor que él les otorga.
El contraste entre <cupiditas> y el odio por amor que experimentan los justicieros del pueblo es evidente y en torno a él podrían escribirse largo tratados de psicología política. Por ahora queda seguir reflexionando en torno al poder de la emoción que hemos descrito como clave psíquica del éxito de la izquierda.