La fatal arrogancia de los microcréditos

La fatal arrogancia de los microcréditos

Hace algunos años brilló en el firmamento de la narrativa progresista una idea destinada a erradicar la pobreza surgida de la complacencia que envuelve a toda ingeniería social. Se trató de los microcréditos, una tendencia cuyas aparentes virtudes cautivaron a la comunidad internacional, especialmente a gobiernos, agencias multilaterales, filántropos, políticos, artistas e influencers que creyeron ver en los microcréditos la panacea para los países en desarrollo. Sin embargo, el mundo de las microfinanzas no cumplió ni de lejos con las promesas que los organismos internacionales, los políticos y las ONGs hicieron, y posiblemente se trate de uno de los mayores fracasos en lo que se refiere a políticas públicas globales.

El microcrédito cobró fama mundial en Bangladesh gracias a Muhammad Yunus, fundador del Banco Grameen en 1976. Muhammad Yunus afirmaba que «el crédito es un derecho humano» y este eslogan fue tan frívolo como exitoso. En 1997 las microfinanzas tuvieron tal impulso que 140 países participaron de la Cumbre de Microcrédito en Washington. La banca de los pobres, como la llamaban las revistas del corazón, insuflaba las pulsiones caritativas de la realeza, de los políticos y de los filántropos como la reina Sofía de España o Hillary Clinton. La ONU proclamó al 2005 el «Año Internacional del Microcrédito» y al año siguiente el mismísimo Muhammad Yunus recibió el Premio Nobel de la Paz. El microcrédito se convirtió en la meca para la comunidad mundial de altruistas. La entonces reina Máxima de Holanda se convirtió en un ícono de las microfinanzas, al punto de ser nombrada defensora especial del secretario general de las Naciones Unidas para las Finanzas Inclusivas para el Desarrollo, la UNSGSA para promover el microcrédito y el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, se refirió a ellos como una herramienta fundamental para la lucha contra la pobreza y la emancipación de las mujeres en todo el planeta.

Los pequeños préstamos fueron adoptados por los formuladores de políticas públicas como un producto financiero importante para ayudar a salir de la pobreza. La idea central era que las instituciones bancarias tradicionales no prestan a los pobres porque el riesgo de impago por parte del deudor es demasiado alto y esto condenaba a los pobres a seguir siendo pobres. Las microfinanzas se especializan en prestar cantidades relativamente pequeñas a los pobres, argumentando que esto les permitirá lanzar su propia actividad económica, convertirse en empresarios. Los microcréditos se habían convertido en un icono global de la cooperación para el desarrollo. Cuando el fenómeno comenzó a viralizarse mundialmente, parecía sagrado y los medios lo presentaban a la opinión pública como la vía perfecta para el progreso. Nadie los criticó.

Décadas después, los datos muestran cómo no sólo se trató de una moda de élites diseñada en base al paternalismo, sino que, mayoritariamente, resultaron perjudiciales de las formas más escabrosas. La mayoría de los microcréditos terminaron destinándose a cubrir gastos corrientes y si bien las primeras instituciones de microfinanzas sobrevivieron gracias a la financiación filantrópica y de los gobiernos, el paso a convertirse en autosostenibles desvirtuó los objetivos, demostrando que sólo eran posibles en el marco de una política socialdemócrata de gasto público. Cuando las empresas de microcréditos debieron autofinanciarse y obtener ganancias surgieron los efectos de la inviabilidad de los micropréstamos en muchas partes del mundo, con casos dramáticos de oleadas de suicidios como en India o Sri Lanka.

Las instituciones de microfinanzas se multiplicaron convirtiéndose en un negocio atractivo gracias a la promoción obtenida de los principales actores de las «políticas de desarrollo inclusivas», como Bill Gates o el Banco Mundial. La clave en la agenda del Banco Mundial es que las poblaciones pobres con fuertes economías informales ingresen al sistema de la economía financiera global, o sea conseguir préstamos a través de los cuales ser bancarizados. Cuando el sistema del microcrédito dejó de ser un fenómeno filantrópico-subsidiado y pasó a ser un sistema comercial, se evidenciaron las inconsistencias de la política. Los bancos de desarrollo financiados por los Estados comprometieron miles de millones de dólares para microfinanzas en más de 80 países entre 2011 y 2020. Esto era miel para muchos bancos e inversores de impacto y gestores de fondos como Morgan Stanley, JPMorgan, Quantum Fund o Sequoia Capital entre otros. Pero el modelo sólo era viable bajo una brutal presión de un enjambre de cobradores de deuda y los medios comenzaron a reportar el desastre, mientras diversos estudios que analizaban la implementación del sistema en el sur global se preguntaban si la industria del microcrédito en realidad estaba sacando a las personas de la pobreza. Muchos medios expusieron la dramática evidencia, como The Guardian, Harvard Business Review y The Atlantic, Wall Street Journal. The Economist los llamó: el amigo inflexible.

Camboya, el país del mundo con la mayor cantidad de microcréditos per cápita, presenta una compilación escabrosa de consecuencias negativas. Las instituciones financieras de microcrédito en Camboya comenzaron como ONGs en los 90, con el apoyo de la comunidad de desarrollo internacional, pero a comienzos de este siglo el sector se abrió a la financiación comercial y comenzó a crecer rápidamente. Un estudio de 2023 señala que el 18% de las familias comía menos alimentos debido a la carga de la deuda y el 6 % había vendido tierras para pagar los préstamos. En Camboya, el préstamo promedio de microcréditos se ha multiplicado y es casi tres veces el ingreso promedio familiar del país. En Jordania la policía buscaba a decenas de miles de mujeres en 2019 por deber menos de 1.400 dólares. En Sri Lanka hubo una ola de cientos de suicidios de mujeres a raíz de las deudas contraídas.

Sudáfrica es un ejemplo de lo contraproducente del microcrédito, con una dramática caída en los ingresos en la economía informal, mientras que el movimiento de microcrédito contribuyó a bancarizar a un gran número de personas que cayeron en el sobreendeudamiento. Muchos economistas trazan un paralelo con la crisis financiera de las hipotecas de alto riesgo. En Hispanoamérica un número creciente de instituciones y bancos comerciales han ampliado enormemente la oferta de microcrédito y, en consecuencia, recursos tradicionales como ahorros y remesas se canalizaron hacia microempresas informales improductivas y de autoempleo, así como al consumo. Nada de eso favoreció al crecimiento.

Pero desde el comienzo del boom de las microfinanzas, la evidencia sobre el éxito era escasa. El marketing se basaba en anécdotas sensibleras, propias de la frivolidad con que los organismos internacionales imponen políticas públicas globales. Una tejedora en algún lugar de Asia, un panadero sudamericano, alguna agricultora sustentable de África. Todos casos emotivos, la foto colorida de la pobreza digna y la narrativa de siempre. Poco a poco se alzaron las voces que advertían que el fácil acceso al crédito podría ser perjudicial, así como el crecimiento exponencial de pequeñas empresas y trabajadores por cuenta propia podría ser una señal de fracaso, ya que frena el crecimiento de empresas sólidas y productivas. El boom del microcrédito lleva a un exceso de oferta de pequeñas operaciones desplazando el empleo de empresas competitivas a microempresas fallidas. La paradoja es que el sector formal de pequeñas y medianas empresas, más productivo, era privado de apoyo financiero mientras que el sector improductivo del autoempleo se llenaba de microcréditos. Esta distorsión atentaba contra la acumulación lenta de capital, producto del empresario que aprende, conoce paulatinamente su negocio, ahorra y cuya empresa tiene un crecimiento orgánico y competitivo. El modelo de microcrédito funcionó como un bloqueo para el desarrollo sostenible y el crecimiento local.

Otro problema, muy propio de la forma en que los ingenieros sociales piensan el mundo, fue la idea de que «los pobres» invertirán sus créditos en las cosas que las élites iluminadas esperaban. Pero, como en todos los sistemas paternalistas redistributivos, los planificadores tienden a olvidar que el dinero es fungible. La realidad fue que la mayoría de los préstamos se destinaron al consumo o al pago de necesidades urgentes, y si bien la ayuda social ante el infortunio puede ser valiosa, nada tiene que ver con un plan empresarial a largo plazo que saque a una persona de la pobreza y que no genera el dinero para pagar el préstamo. Las economías informales entienden bien el funcionamiento del riesgo, la deuda y el ahorro, porque su alfabetización financiera proviene de abajo hacia arriba, no al contrario. Lo mejor sería que el Estado les liberara el camino lleno de control, regulación e intervención en lugar de tratar de meterlos en «el sistema» a cualquier costo, con una zanahoria que al final no pueden pagar. El establishment internacional persigue su agenda de inclusión financiera no tanto por amor al excluido sino por ampliar su potencia de control, pero para los no bancarizados las prioridades suelen ser otras.

Este nuevo fracaso intervencionista, nacido de ONU y de su cardumen de corifeos filantrópicos sacó a la luz premisas fundamentales: que no está en manos de los gerentes de la pobreza el reducir la pobreza; que volcar dinero de los contribuyentes como dádiva social no alivia la pobreza, pero empobrece a los sectores productivos; que la filantropía y los negocios son dos cosas muy positivas, salvo que se disfrace a uno por el otro, lo que se convierte en una estafa; y que la riqueza crece cuando los gobiernos dan libertad, no limosna. La historia económica de los países desarrollados muestra que la clave para el crecimiento es la capacidad del sistema para intermediar los recursos escasos en empresas competitivas con potencial de generar riqueza. El modelo de microcrédito envía a los países en la dirección completamente opuesta, absorbiendo recursos financieros y humanos, a esfuerzos improductivos. El microcrédito funcionó como la maleza que absorbe la luz y los nutrientes que necesitan plantas más valiosas, pero de crecimiento lento que lo rodean. La filosofía de este instrumento se basó en una compresión del mundo basada en un frívolo silogismo elitista de que la sociedad, la acción humana y el funcionamiento del mercado se puede centralizar y moldear y, sobre todo, que las pautas de consumo, deseo o, progreso son las que las élites sueñan y diseñan. Pero la realidad es bien distinta y, aun con las mejores intenciones, la soberbia puede hacer mucho daño.

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