Las consecuencias demográficas del individualismo en la sociedad no se podrán remediar con más individualismo.
De paso reciente por mi Madrid natal, tuve el gusto de asistir a una conferencia sobre políticas de familia que convocaba un foro didáctico-religioso con cartas en el asunto, donde tres ponentes se turnaron para entonar, con variable alarmismo, lo que ya es el triple consenso conservador sobre la cuestión. Dicho consenso se declina de la siguiente forma: 1) la natalidad europea, por debajo de la tasa de remplazo en todo el continente, equivale a un suicidio demográfico; 2) el tener hijos se debe abaratar a través de políticas fiscales y 3) la felicidad que emana de formar una familia se ha de anunciar voluntariosamente a los futuros padres. Este último punto -y en general la noción, importada de la economía comportamental, según la cual herramientas no pecuniarias, como las campañas de publicidad, pueden eficazmente alentar a las parejas a tener más hijos- es quizás el menos consensual de los tres. La economía neoclásica, por ejemplo, mantendría que sólo los incentivos económicos -las exenciones y rebajas fiscales o las ayudas públicas- pueden pesar al margen sobre el comportamiento de las familias.
El contenido de la conferencia militaba a favor de dichas herramientas intangibles, que el inglés designa con el verbo “nudge”. Desde Budapest nos visitó mi amigo Rodrigo Ballester, exfuncionario europeo, director del Centro de Estudios Europeos del Mathias Corvinus Collegium y padre de tres hijos. Ballester defendió el arsenal de políticas natalistas de su país de adopción, formado por generosas exenciones fiscales para padres (a partir del tercer hijo se les exime del impuesto sobre la renta), ayudas mensuales a las parejas recién casadas y para gastos de guardería, así como campañas publicitarias que hacen uso del apelativo “family-friendly Hungary”, ubicuamente desplegado en el aeropuerto Ferenc Liszt. En nombre del gobierno regional de Isabel Díaz Ayuso habló el viceconsejero de Familia, Juventud y Política Social de la Comunidad de Madrid, Luis Martínez-Sicluna Sepúlveda, quien administra, dentro de sus competencias autonómicas, una versión más modesta del arsenal húngaro. El interés del evento, convocado por el foro CEFAS de la Universidad CEU San Pablo, consistía en que estos dos ponentes contrastaran sus respectivas experiencias, y que el resto de los oyentes recobráramos el optimismo en que un “invierno demográfico” como el que atravesamos puede ser remediado, al menos en parte, con políticas públicas.
Hubo acuerdo entre ponentes en que rebajar el coste de tener hijos -cuando no aumentar el beneficio- debe formar el principal pilar de la política familiar en nuestro siglo. También se evocaron medidas para facilitar la carga que conlleva tenerlos, como permitir que los padres se repartan una baja conjunta por paternidad o sancionar a las empresas que penalizan la maternidad en las carreras profesionales de las madres. La inmigración, ahondaron los ponentes, puede distraer temporalmente de la insolvencia del sistema de pensiones, pero de ninguna forma puede sustituir a largo plazo el necesario aumento de la natalidad autóctona. Lo difícil es determinar qué queda después en la caja de herramientas. Ballester esgrimió que el aumento reciente de la natalidad húngara se debe a todo lo anterior, pero también a un clima de optimismo cultural, sin precedentes tras el terrible siglo XX de amputación territorial y totalitarismo en Hungría, y auspiciado por el Fidesz de Viktor Orbán, que provee el contexto narrativo en el cual más húngaros que en generaciones pasadas están dispuestos a aportar su progenie. Madrid, mientras tanto, respira la atmósfera decadentista que prevalece en Europa occidental, agravada por un mercado de trabajo todavía hostil para muchos jóvenes.
Moldear una narrativa que aliente a las parejas jóvenes a procrear, apuntaron los ponentes, es la herramienta no financiera más prometedora con que cuentan nuestros países para revertir el envejecimiento de la sociedad. El tercer ponente, el gurú español del alarmismo demográfico, Alejandro Macarrón, abordó el corazón del problema con un diagnóstico un tanto particular. Si las parejas jóvenes tienen un número insuficiente de hijos, pareció apuntar Macarrón, es en parte porque subestiman la felicidad y auto-realización que emanan de la paternidad. Si tan sólo el Gobierno pudiera resolver esa asimetría de información a través de campañas que les persuadan de hacer lo que ya les conviene, prosiguió Macarrón, volveríamos a la tasa de remplazo en un futuro muy cercano. Rellenemos esas vallas publicitarias con fotos irresistibles de bebés sonrientes -al powerpoint de Macarrón no le faltaban- y seduciremos a los futuros padres de que las mascotas y los amigos son una opción inferior a la paternidad. El mensaje de dichas campañas, destacó Macarrón, debe enfatizar que la infecundidad lleva a la infelicidad.
Este argumento me pareció contraproducente. Si un gran número de parejas jóvenes están posponiendo o se abstienen completamente de tener hijos, las decisiones de cada una de ellas individualmente no soportan todo el peso explicativo del fenómeno, la cultura en la que viven es en parte responsable también. Los individuos vivimos respiramos una cultura que orienta nuestro comportamiento, y la razón de que esa conducta sitúe hoy la tasa de natalidad por debajo del remplazo generacional, es que la cultura en que vivimos nos propone otros innumerables placeres inmediatos, todos destinados a potenciar nuestra sensación individual de felicidad, sin relación alguna a nuestras familias y comunidades. Querer alterar el cálculo de nuestros jóvenes con un mensaje que haga hincapié en el mismo individualismo que ha causado nuestro “invierno demográfico” resulta una opción poco prometedora. Sólo redescubriendo una visión de la buena vida que reconozca el sufrimiento inherente en la experiencia humana y conciba al individuo como un animal social con deberes hacia el prójimo -aquella “alianza entre los muertos, los vivos y los que están por nacer” de la que hablaba Edmund Burke- tendremos la posibilidad de torcer el egoísmo de las generaciones que vienen y hacer que vuelvan a querer dotar a sus comunidades y naciones de nueva vida.