Pese a las barreras que suponía el idioma, la cultura y la vigilante mirada del estamento político japonés, la predicación iniciada por San Francisco Javier alcanzó un relativo éxito. Desde su llegada, se desplegó en el país una amplia actividad misional, creándose iglesias, colegios, seminarios, cofradías y grupos que perduraron durante décadas.
Del 23 al 26 de noviembre de 2019, el papa Francisco visitó Japón en la conclusión de su quinto viaje apostólico a Asia. Una de las paradas que el sumo pontífice realizó fue en la icónica ciudad de Nagasaki. Allí, en la colina Nishizaka y encabezando un llamativo acto, Francisco depositó una corona de flores frente a un monumento en forma de cruz, dentro del cual destacaban los relieves de veintiséis figuras. Dichas efigies representan a los conocidos como los veintiséis mártires japoneses de Nagasaki.
La fecha elegida para la visita no fue casual, pues coincidió con el 470 aniversario de la llegada al país nipón de los misioneros jesuitas San Francisco Javier, Cosme de Torres y Juan Fernández, producida el 15 de agosto de 1549. Tampoco el lugar, pues allí fueron crucificados y lanceados de forma pública el 5 de febrero de 1597 veinte cristianos japoneses, cinco religiosos españoles y un portugués de origen indio.
Los portugueses llegaron los primeros a un Japón inmerso en luchas por el poder en 1543 -aunque ya se sabía de la existencia del archipiélago por los testimonios del marino y explorador Marco Polo al referirse a él como Zipangu-, inaugurando lo que se conocería como el Siglo Ibérico (1543-1643). Sin embargo, por azares del destino, fueron esos tres jesuitas españoles los encargados de predicar por primera vez en el lugar, tal y como indica la investigadora Ainhoa Reyes Manzano en su tesis doctoral La Cruz y la Catana: relaciones entre España y Japón (Siglos XVI y XVII).
Durante esta etapa de monopolio hispanoportugués de las relaciones en Asia, la aceptación de los daimyo y las autoridades políticas y militares japonesas hacia los padres procedentes de la Península Ibérica fue alternando entre la permisividad y la represión. Por un lado, los japoneses se beneficiaban, teniendo a los portugueses de intermediarios, de las relaciones comerciales con China, con quienes habían roto relaciones diplomáticas a principios del siglo XVI, con la crisis de los wako. Por su parte, los ibéricos lograban abrir nuevos horizontes comerciales en Asia -manteniendo este monopolio durante casi un siglo- y extenderse allí de forma cultural, diplomática y religiosa. De hecho, este Siglo Ibérico concluiría de manera trágica con la rebelión de Shimabara en 1643, en la que el Shogún puso fin al contacto con las naciones católicas y expulsó a los extranjeros de Japón.
Sin embargo, pese a las barreras que suponía el idioma, la cultura y la vigilante mirada del estamento político japonés, la predicación iniciada por San Francisco Javier alcanzó un relativo éxito. Desde su llegada, se desplegó en el país una amplia actividad misional, creándose iglesias, colegios, seminarios, cofradías y grupos que perduraron durante décadas. Incluso se descubrieron en el siglo XIX comunidades de cristianos japoneses que habían logrado sobrevivir en la clandestinidad.
El punto de inflexión de la persecución tanto a los misioneros ibéricos como a los cristianos japoneses llegó en el año 1587 con el Bateren Tsuhorei o Edicto de Expulsión de los Padres, promulgado por el daimyo Toyotomi Hideyoshi. En este periodo, existieron casos curiosos como el del samurái Dom Justo Takayama, quien personificó las virtudes del bushido y del cristianismo, renunciando a su posición y eligiendo el exilio en lugar de renunciar a su fe, como cuenta el estudioso de la Universidad de Córdoba Ismael Cristóbal Montero Díaz en Un samurái al servicio de Dios. Testimonios literarios del beato don Justo Takayama Ukon.
En este contexto de tensión en Japón con los cristianos, tuvo lugar el Incidente del San Felipe el 19 de octubre de 1596, en el que el galeón español San Felipe, que zarpó desde Manila con rumbo a Acapulco, naufragó en Urado, en la isla japonesa de Shikoku. Allí, el daimyo local, Chosokabe Motochika, se apoderó de la preciada carga del galeón y convenció a Hideyoshi de que los padres cristianos, quienes se habían ofrecido como intermediadores, eran infiltrados de la Monarquía Hispánica y estaban preparando la conquista militar del país.
Ante el temor a una hipotética “quinta columna” compuesta por los religiosos, Hideyoshi ordenó que fueran reunidos todos los misioneros. Sin embargo, fueron los padres franciscanos y sus seguidores el principal objeto de represión. Su sentencia: la condena a morir en la cruz. Éstos fueron entonces sacados de Kioto y conducidos a Nagasaki, donde había una importante colonia cristiana, a la citada colina de Nishizaka. Allí, el 5 de febrero de 1597, fueron crucificados y lanceados ante la multitud. Entre ellos estaban los españoles Pedro Bautista Blázquez, Martín de Aguirre, Francisco Blanco, Francisco de la Parrilla y el padre de origen mexicano Felipe de las Casas. También se encontraba el padre Gonzalo García, portugués de origen indio, los padres jesuitas japoneses Pablo Miki y Juan de Gotó y dieciocho seglares nipones, dos de ellos niños.
El lugar se convirtió así en un símbolo para los cristianos de Japón y los veintiséis mártires de Nagasaki en un ejemplo para la cristiandad, proveniente del Lejano Oriente. El reconocimiento hacia su sacrificio no tardó en llegar, siendo beatificados por el papa Urbano VIII el 14 de septiembre de 1627 y canonizados San Pío IX el 8 de junio de 1862.
Ya en 1962, el arquitecto Kenji Imai se encargó de diseñar un complejo conmemorativo en honor a los veintiséis mártires, que albergaría el citado monumento frente al que el papa Francisco oró. Destaca en él la Iglesia de San Felipe de Jesús, declarada en abril de 2002 Santuario por el arzobispo de Nagasaki, la cual cuenta con dos grandes torres que representan, según nos cuentan en su página web, la comunicación entre Dios y el hombre. También, el lugar cuenta con un museo en el que se narra la historia de los mártires y del cristianismo en Japón, en cuya colección hay hasta un manuscrito de San Francisco Javier.
El lugar se ha convertido en todo un símbolo del martirologio japonés y en un lugar de oración y descanso espiritual al que acuden cada año multitud de peregrinos de distintos países. Nos recuerda además el esfuerzo que se hizo desde la Península Ibérica de llevar la Cristiandad a los más alejados confines del mundo y, lo que es más importante, de cómo personas de las que, a priori, nos separaba un enorme abismo cultural, se sacrificaron por su fe, demostrando una entereza y devoción digna de los mártires que, durante la etapa romana, se negaron a abjurar del cristianismo.
Descargue el artículo a través de este enlace.
20230317_Blog_JMS