La invasión de Ucrania ha reforzado la solidaridad entre los aliados occidentales y ha vuelto a dinamizar un hecho que Occidente había optado por olvidar. Habrá hecho falta una guerra, la destrucción de un país -un país europeo- y su probable división para que las elites dirigentes occidentales, euforizadas, por no decir dopadas, con el enfrentamiento, vuelvan a saber cuál es el sentido de su existencia.
A los finlandeses, la invasión de Ucrania les trajo desde el primer momento recuerdos -siniestros- de la Guerra de Invierno de 1939-1940, cuando consiguieron derrotar al ejército soviético, que entonces, como hace algo más de un mes, parecía invencible. Aquella guerra, y algunos de sus episodios más conocidos como la batalla de la Carretera de Raate, que se saldó con la retirada de los soviéticos, pasó a formar parte de la identidad finlandesa y ha definido desde entonces toda una actitud ante el resto del mundo y, más en particular, frente a su poderoso vecino. Es la llamada neutralidad, que en nuestro país parece ser entendida a veces como una forma de desentenderse de lo que ocurre fuera de nuestras fronteras y dar por inexistente cualquier amenaza.
No es así. La neutralidad, en este caso, es el fruto de una actitud en la que un país se arriesga consciente y deliberadamente a asumir por su cuenta el coste de su defensa. No es negación de la amenaza, sino una forma de enfrentarse a ella. Por mucho que la Guerra de Invierno marcó un hito en la puesta en práctica de la neutralidad algunos años más tarde, la actitud ya venía de antes: incluso de los más de cien años, entre 1808 y 1917, durante los cuales Rusia mantuvo a Finlandia bajo su control. Así se explica la resolución con la que los finlandeses se enfrentaron a la invasión de noviembre de 1939, con la que Stalin contaba dar una lección a un país que se había negado a cederle una parte de su territorio y el Ejército Rojo pensaba ofrecer al “padrecito” un regalo de cumpleaños, que se iba a celebrar tres semanas después de iniciada la invasión. El resultado fue una retirada deshonrosa, unos 25.000 finlandeses muertos y otros 120.000 rusos caídos.
El escenario y el guión -la invasión, la resistencia y la guerra de guerrillas- recuerdan lo ocurrido en Ucrania desde el 24 de febrero. Tal vez por eso, muchos nórdicos comprendieron pronto que la invasión era un paso sumamente arriesgado, que podía desembocar en una situación parecida a la de la Guerra de Invierno. La propia neutralidad de Finlandia, por su parte, trajo aparejado un considerable esfuerzo en defensa. Los finlandeses no se relajaron ni siquiera tras la caída del Muro de Berlín. El servicio militar no ha dejado nunca de ser obligatorio. La artillería está entre las mejores de la Europa occidental y otro tanto ocurre con sus mecanismos de ciberdefensa. También poseen algunos de los misiles más avanzados y siempre, mucho antes de dar el paso de renunciar a la neutralidad e integrarse en la OTAN, los finlandeses se han preocupado de que sus equipos sean compatibles con los de la Alianza Atlántica. En otras palabras, aunque teniendo en cuenta la natural colaboración con el resto de las democracias liberales europeas -algo que corroboró el ingreso en la UE en 1995 -y respetando su posición de neutralidad-, los finlandeses no olvidaban que vivían en un mundo peligroso y mantenían las puertas abiertas a una posible colaboración con Occidente.
La invasión de Ucrania ha cambiado la situación, y la adhesión a la OTAN, apoyada por cerca de un 20% de la población semanas antes de la guerra, ha llegado a primeros de mayo al 76%. La petición de ingreso, junto con la de Suecia, no significa que Finlandia renuncie a su propia defensa. Significa que ahora prefiere contar con aliados externos y que evalúa que la defensa de su territorio y su independencia requiere su integración en una organización política militar multinacional.
Encontramos así, de nuevo, el doble efecto que la invasión de Ucrania está teniendo en la opinión pública y la actitud de las democracias occidentales.
Por un lado, ha puesto de relieve algo olvidado durante años, como es la relevancia del patriotismo -el amor y la lealtad al propio país-, y su vigencia actual. Los ucranianos luchan por la libertad y los derechos humanos, como se suele decir, pero lo hacen porque casi naturalmente han decidido luchar por su independencia y por lo que consideran su forma de vida… su casa. Y es con eso con lo que ha tropezado el ejército ruso: como en Finlandia en 1939, los ucranianos se han levantado contra el invasor por sentido de dignidad y por respeto a sí mismos. Es un recuerdo inequívoco de la realidad nacional, que contradice con rotundidad trágica esa pendiente, al parecer inevitable, como si fuera el fruto del sentido de la Historia, según la cual las naciones van disolviéndose poco a poco: en nuestro caso, hasta que los que pertenecemos a Europa nos instalemos de una vez por todas en ese proyecto europeo que habrá borrado por fin las diferencias, las peculiaridades o la identidad de cada país. No parece que los ucranianos hayan aceptado el sacrificio al que se enfrentan para luego renunciar a su nacionalidad.
Por otro lado, el incansable llamamiento de los patriotas ucranianos a los aliados occidentales, y el inminente ingreso de Finlandia, como el de Suecia, en la OTAN ponen de relieve el valor de las organizaciones como esta. Su fuerza se basa, como acaba de quedar demostrado, en que asegura la defensa de un orden democrático liberal mediante la movilización y la coordinación de las fuerzas nacionales, movidas a su vez por una solidaridad que en el fondo requiere el respeto al amor y de lealtad a su país. Desde esta perspectiva, la OTAN configura y planea formas de colaboración muy distintas a otras organizaciones, y no sólo por la dimensión militar, intrínseca a la organización, sino también por la importancia que tiene el principio de nación.
La invasión de Ucrania ha reforzado la solidaridad entre los aliados occidentales y ha vuelto a dinamizar un hecho que Occidente había optado por olvidar. Habrá hecho falta una guerra, la destrucción de un país -un país europeo- y su probable división para que las elites dirigentes occidentales, euforizadas, por no decir dopadas, con el enfrentamiento, vuelvan a saber cuál es el sentido de su existencia. Habrá que ver si se muestran sensibles a lo que ha vuelto a primer plano, así como a la novedad absoluta de los retos que plantea la situación.