El peligroso reinado del presidente turco Erdoğan

El peligroso reinado del presidente turco Erdoğan

El astuto liderazgo de Erdogan atrajo desde el principio a un grupo variado de líderes como la figura islamista más poderosa del país, Fethullah Gülen.

Recep Tayyip Erdoğan empezó a gobernar en Turquía en marzo de 2003 y su gobierno se divide en dos épocas.
En la primera, que duró 8 años y 4 meses, fue un magnífico gobernante. Estuvo a la cabeza de un crecimiento económico sin precedentes e hizo gala de una considerable influencia en la región. Abordó problemas estructurales, como la cuestión kurda, mientras trataba discretamente con los máximos jefes militares del país. Sus éxitos culminaron en julio de 2011 con la consagración de su control sobre las fuerzas armadas, un logro que no había conseguido ninguno de sus predecesores.

En los 11 años y 6 meses que han transcurrido desde aquel punto de inflexión, los éxitos se han evaporado y han dado paso a la inconstancia, la autocomplacencia y la imprevisibilidad. Vamos a explicarlo.
Para empezar, la legitimidad democrática dio paso a la dictadura. Erdoğan apareció en la escena nacional como una figura compasiva, conservadora y honrada que encajaba perfectamente con el carácter turco. En su primera aparición en 2002, su Partido de la Justicia y el Desarrollo (Adalet ve Kalkınma Partisi, AKP), recién formado, ganó con nada menos que el 34% de los votos (y un extraordinario 66% en escaños en el Parlamento). Los impresionantes logros políticos y económicos aumentaron el voto al AKP hasta un 46% en 2007 y luego, en 2011, a un 50%. Después, a medida que su popularidad iba decayendo, Erdoğan intentó recuperar el favor de su pueblo mediante abusos electorales, desde el control de los medios, hasta el envío de matones a atacar sedes de partidos rivales, pasando por chanchullos en el recuento de votos.

El astuto liderazgo de Erdoğan atrajo desde el principio a un grupo variado de líderes, como la figura islamista más poderosa del país, Fethullah Gülen, y su principal político islamista, Abdullah Gül. También atrajo a figuras de prestigio, como el experto en economía Ali Babacan y el gurú de la política exterior turca, Ahmet Davutoğlu. A día de hoy, los cuatro son enemigos de Erdoğan y se oponen -con razón- al gobernante, por los excesos en los que incurre.

En la primera era Erdoğan, el país asistió a un crecimiento económico espectacular que se caracterizó por la llegada de una ingente inversión extranjera directa, así como por el boom de las exportaciones, la ingeniería y el espíritu emprendedor turco. Como símbolo de estos logros, el gobierno transformó Turkish Airlines, que pasó de ser una aerolínea nacional menor y mal administrada a un prestigioso y premiado gigante mundial que cuenta con el mayor número de destinos de todas las compañías aéreas. Pero aquellos años de gloria forman parte de un recuerdo lejano, que se debe sobre todo a las deficiencias del propio Erdoğan: su poder basado en la cleptocracia, su nepotismo (nombró a su yerno ministro de Finanzas) y sus muy peculiares opiniones. En particular, insiste, contra toda evidencia, en que los tipos de interés elevados conducen a un aumento de la inflación. Estos errores se tradujeron en la pérdida de valor de la lira turca, que pasó de 61 centavos de dólar estadounidense en julio de 2011 a 7 centavos de dólar en la actualidad.

Su pasión desenfrenada por las grandes obras públicas llevó a la construcción de un gigantesco aeropuerto en Estambul -que no era necesario-, a la edificación de la mezquita más grande del país y otras muchas otras obras del mismo estilo. Incluso se habla de un canal para rodear el Bósforo. La megalomanía de Erdoğan también se traduce en aceptar un regalo del emir de Qatar, un avión Boeing 747-8 valorado en 500 millones de dólares para su uso personal, y en la construcción del palacio más grande del mundo, una monstruosidad de 1.150 habitaciones erigida ilegalmente en un bosque protegido. Más allá de todos estos lujos, existe la posibilidad de que este megalómano se declare a sí mismo califa de todos los musulmanes. Puede que lo haga el 4 de marzo de 2024 (según el calendario cristiano), con el fin de celebrar el centenario de la abolición del califato que tenía su capital en Estambul.

En lo que se refiere a la política exterior, la otrora extraordinaria política regional de “cero problemas con los vecinos” se ha convertido en una triste realidad muy distinta, que podríamos resumir como “nada más que problemas con los vecinos». Siria representa el cambio más dramático. Antes de julio de 2011, las relaciones entre Ankara y Damasco alcanzaron niveles sin precedentes, con un enorme aumento de los viajes y las relaciones comerciales, una diplomacia coordinada y un dato muy singular: ambos líderes y sus esposas pasaban las vacaciones juntos. A mitad del mandato de Erdoğan, las relaciones se deterioraron, lo que llevó al apoyo de Turquía al ISIS, a cortar el 40% del agua que fluye hacia Siria y, por último, a la invasión del noreste del país. Además de Damasco, Erdoğan mantiene malas relaciones con Bagdad, Abu Dabi, Riad, Jerusalén y El Cairo. El diminuto Qatar es la única nación aliada de Ankara.

Fuera de la región, Erdoğan tomó en 2011 una serie de medidas extravagantes que lo enemistaron con las grandes potencias. Sus matones pegaron a los manifestantes en las calles de Washington, DC y su fuerza aérea derribó un avión de combate ruso. En sus excesos verbales, acusó a Angela Merkel de tomar “medidas nazis” y condenó de manera provocativa la forma en que China trata a la población uigur musulmana de origen turco. Al final, Erdoğan acabó por tomar medidas para apaciguar a estos gobiernos. Ha conseguido mejorar las relaciones, pero no reparar el daño causado.

¿Hacia dónde Turquía? Se avecinan tormentas y entre ellas destacan dos grandes peligros: la economía y la política exterior. La realidad económica no se doblega ante nadie, ni siquiera ante el sultán Erdoğan. Si persiste, como parece probable, en su extravagante teoría sobre los tipos de interés, además de continuar enemistándose con las potencias económicas occidentales, llevará a Turquía al desastre o a rendirse al dominio chino.

La política exterior plantea otro gran peligro. El secuestro de ciudadanos turcos disidentes, las perforaciones petrolíferas en la zona económica exclusiva de Chipre y la invasión de un país vecino manifiestan una arrogancia que lo expone sobremanera, en particular si tenemos en cuenta la posición de aislamiento que sufre el propio Erdoğan. Alguna desafortunada aventura en el extranjero, quizás en Siria, podría llevarle a su desaparición política, así como a la del AKP, su partido.

Los líderes occidentales no han comprendido nunca a Recep Tayyip Erdoğan. George W. Bush contribuyó a que se convirtiera en primer ministro. Barack Obama lo llamó con orgullo “un amigo”. Donald Trump celebró la invasión de Siria. El Departamento de Defensa norteamericano se engaña a sí mismo si piensa que recuperará a su antiguo aliado de la OTAN. El Departamento de Estado confía en su tradicional instinto para el apaciguamiento. La Alianza de Civilizaciones de la ONU propuesta por primera vez por el presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero en 2005 y que también patrocinó Erdoğan es una de las iniciativas occidentales más descabelladas de la historia, que ya es decir.

Ha llegado el momento de percibir a Erdoğan no solo como un enemigo. Es hora de anticiparse a la amenaza que representa para su país, la región y el resto del mundo. Eso significa retirar a Turquía la categoría obsoleta de “aliado de la OTAN” y considerarlo en la misma liga que Irán. Es decir, socio de los enemigos de Estados Unidos, agresor ideológico, patrocinador de la violencia yihadista y aspirante a hacerse con armas nucleares. Es la única manera de prepararnos para los problemas que se avecinan.

Puede descargar el original en el siguiente enlace.

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