Finalmente, Pere Aragonés y ERC se han mantenido escrupulosamente fieles a lo que ya se ha convertido en una costumbre catalana: convocar elecciones anticipadas.
Desde tiempos del cordobés José Montilla, ningún presidente de la Generalitat es capaz de agotar la legislatura: desde 2010 llevamos 6 elecciones autonómicas, a una media de poco más de cada dos años. ¿No decían que los catalanes queremos votar? Pues no será por falta de oportunidades.
La convocatoria, rodeada de mezquinos cálculos electoralistas, ha sido recibida en Cataluña con cierta desgana. A fin de cuentas, bajarán unos, subirán otros (previsiblemente ERC y Junts respectivamente), pero es difícil imaginar un cambio de rumbo que recupere para Cataluña la sensatez y la ilusión. A fin de cuentas, quién lidere el separatismo es cuestión de matices, pero, en lo que las distintas facciones están de acuerdo es en seguir adelante con su obsesión por romper España y todo lo que no sea eso no es prioritario.
Sumida en un desgobierno que parece no tener final, la decadencia de Cataluña es innegable. Las inversiones ya no vienen, los proyectos se nos escapan, el goteo de empresas que cruzan el Ebro no se detiene y los recién graduados catalanes que se van a trabajar a Madrid ya no son una excepción. Pero se supone que no podemos distraernos con pequeños detalles como estos, cuando seamos independientes lo recuperaremos todo, y con creces. Sólo falta un pequeño esfuerzo adicional (algo que, por otra parte, llevan diciendo años y años). Mientras tanto, es de aplicación la sentencia gatopardista de cambiarlo todo (¡hasta las siglas!) para que nada cambie.
Los libros de texto explican que en una democracia los ciudadanos pueden echar a quienes gobiernan mal y sustituirlos por otros. Y, sin embargo, la realidad catalana no acaba de encajar en esta teoría. ¿Los motivos? Una extendida visión de la política concebida como afirmación identitaria más que como alternativa de gobierno (aunque me hayan engañado y defraudado, les seguiré votando, igual que si mi equipo de fútbol me decepciona seguiré renovando mi abono… ¡porque son los míos!), completada por un victimismo que alcanza extremos delirantes (no llueve porque los aviones del Ejército español ahuyentan las nubes que se dirigen a Cataluña), un sistema electoral que infrarrepresenta a quienes viven en territorios con menos simpatía hacia el nacionalismo separatista (la famosa Tabarnia), la inmensa red clientelar que la Generalitat ha fabricado desde hace décadas, su control sobre la casi totalidad del panorama mediático catalán, donde tanto los medios “públicos” como los “concertados” repiten machaconamente el mismo discurso e impiden la difusión de cualquier mensaje alternativo (sometido al silencio mediático, cuando no al insulto, el líder de Vox, Ignacio Garriga se ha “pateado” Cataluña…).
Este panorama se completa con unos partidos no nacionalistas que no generan precisamente entusiasmo. El PSC ha asumido que su papel es conseguir votos no nacionalistas para ponerlos al servicio del nacionalismo. A cambio, se asegura apoyos en el parlamento de Madrid y es admitido en el entramado oficial, donde puede colocar a numerosos militantes y acceder a una parte nada desdeñable del pastel. El PP lleva, al menos desde tiempos de Aznar, buscando desesperadamente a un nacionalismo moderado con el que pactar, mientras va sacrificando a sus líderes locales. Con el PP, también, la pregunta no es si volverá a abandonar a sus votantes catalanes, sino cuándo. Ciudadanos, que en su día consiguió devolver la ilusión a cientos de miles de catalanes, confundió su camino, sus líderes abandonaron Cataluña… y se acabó. En este panorama, la decisión de Ignacio Garriga de permanecer en Cataluña cuando abandonar la ingrata vida política catalana era una opción real, no sólo le honra, sino que le convierte en un jugador nuevo en el tablero catalán, alguien íntegro y ajeno a ese mercado de votos en el que siempre entran tanto el PSC como el PP y en el que sus votantes catalanes siempre acaban sacrificados.
En este escenario, conscientes de que Vox no va a ganar las elecciones de mayo y de que Ignacio Garriga no va a ser el próximo presidente de la Generalitat, ¿aún tiene sentido acudir a las urnas? Creo que sí.
Durante esta legislatura hemos visto como se elevaba en el Parlamento de Cataluña una voz que, no sólo llevaba la contraria a los partidos nacionalistas, sino que cuestionaba su marco narrativo, sin aspirar a conseguir un cómodo hueco en el oasis nacionalista ni cotizar en el mercado de votos en Madrid. No deberíamos ignorar tampoco algunos de los aspectos, bien reales, que han sucedido desde 2021 y que demuestran la importancia de romper el consenso y plantear con valentía nuevos y cruciales debates. Hace tres años, la cuestión de la inmigración masiva e ilegal era tabú en el buenista escenario catalán, hoy ese tabú se ha quebrado y quienes, hace dos días se rasgaban las vestiduras, ya reconocen que la advertencia de Vox no era gratuita. Hace tres años, a nadie se le hubiera ocurrido mencionar las catastróficas consecuencias de las políticas climáticas sobre el campo y la industria, pero hace dos semanas hubo un pleno monográfico de “pagesia” en el Parlamento de Cataluña, donde se habló de rebajar exigencias ambientales al sector primario. Cada día que pasa hay más catalanes que comprenden que la “ley trans” catalana es un disparate y que cuestionan el sesgo ideológico woke de los medios públicos catalanes. Viendo el declive de Cataluña puede parecer que es poco, que es insuficiente, pero todo cambio del statu quo ha empezado así: con alguien, sin condicionantes, capaz de gritar bien alto que el emperador, por mucho que se envuelva en la estelada, está desnudo.
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