Elecciones Europeas 2024: ¿por qué y cómo otra Europa es posible?

Elecciones Europeas 2024: ¿por qué y cómo otra Europa es posible?

30 años del Tratado de Maastricht: cuando Europa se torció.

¿Cuándo se torció la UE? Millones de europeos se hacen esa pregunta al observar, perplejos, una Unión en la que no se reconocen, que hace aguas y que parece haber traicionado sus orígenes y sus raíces, a años luz del proyecto inicial, la muy pragmática Comunidad Económica Europea. La respuesta tiene nombre y fecha de nacimiento: el 1 de noviembre de 1993, hace treinta años, cuando entró en vigor el aclamado Tratado de Maastricht que puso a Europa sobre la senda del federalismo encubierto y comenzó a erosionar las soberanías nacionales a fuego lento.

Hasta entonces, la Comunidad Europea cumplió más o menos sus promesas. A través de un mercado único muy integrado y de unos mecanismos de solidaridad inéditos y generosos (los famosos fondos europeos) consiguió crecimiento económico, autosuficiencia alimentaria, desarrollo económico de los países rezagados, un entendimiento real entre naciones europeas y hasta una cierta funcionalidad. Todo esto, respetando las diferencias culturales entre sus Estados miembros, ateniéndose a su marco de competencias a pesar de la doctrina maximalista del Tribunal Europeo sobre la primacía del derecho europeo. Una Europa con sentido común. Además, gracias a esta buena hoja de servicios, la CEE gozaba del respaldo generalizado de una opinión pública que, sin saber exactamente qué hacía y cómo funcionaba, se fiaba en general de esta Europa pragmática, próspera y estable que unía sin apretar.

Si las cuatro primeras décadas del proyecto europeo fueron un éxito de crítica y público entonces, ¿por qué no pasar a la velocidad superior? ¿Por qué no acariciar el ansiado sueño de los Estados Unidos de Europa, al fin y al cabo? El mercado no puede ser un fin en sí mismo, sólo un escalón hacia una unión política, ¿no? Para los pilotos del proyecto, era obvio; para el resto de los mortales no tanto. De esta manera, el Tratado de Maastricht marcó el principio del divorcio entre Europa y sus dos principales fuentes de legitimidad: sus naciones, y sus ciudadanos.

Antes incluso de entrar en vigor, la aprobación de Maastricht ya dio señales precursoras. Entre los países que se pronunciaron por referéndum sobre el tratado, dos hicieron saltar las alarmas. En primer lugar, Francia, que acabó aprobando la reforma por un margen ínfimo (51%) después de una campaña en la que, con todo en contra, los adversarios de Maastricht consiguieron exponer las vergüenzas federalistas del tratado y poner en boca de medio país una expresión que tantos daban por muerta: la soberanía nacional.  Y sobre todo Dinamarca, pequeño país con un encomiable instinto nacional que sencillamente dijo “no” a Maastricht (también por un estrecho margen) y puso así en solfa su ratificación. Ante el bloqueo, Europa no enterró la ratificación y se inclinó por otorgar a Copenhague el privilegio de no formar parte de algunas políticas nuevas introducidas por Maastricht. Por ejemplo, la migración. Si treinta años después, Dinamarca tiene la potestad de cambiar radicalmente su política migratoria sin rendir cuentas a Bruselas es precisamente gracias a su oposición a Maastricht.

De aquellos barros, ¿estos lodos? Aparte de las advertencias populares que supusieron los sustos democráticos en Francia y Dinamarca (y que iniciaron una larga serie de desencuentros entre la UE y los votantes), el mal estructural de Maastricht radicaba en la federalización rampante que suponía y la cesión de competencias nacionales que hoy, treinta años más tarde, dan mucho que hablar. La incapacidad europea de controlar sus fronteras, el delirio verde que echa a los agricultores a las calles, las crisis financieras y el estancamiento económico, los controvertidos fondos de la UE a Gaza o la intromisión europea en las órdenes judiciales nacionales, todas estas políticas tienen su punto de partido en este tratado. Estas incesantes crisis son el reflejo de políticas introducidas por Maastricht, concretamente: la moneda común, las políticas comunes de Justicia e Interior, la protección del medioambiente y la política exterior común. No seamos maniqueos, estas competencias no se resumen sólo a una letanía de fracasos, y devolver mecánicamente Europa a su estado anterior a 1993 no es ni factible ni deseable. No obstante, tres décadas después de su entrada en vigor, lo mínimo que podemos preguntarnos es si el viaje valió la pena, si la Unión Europea tiene mejor hoja de servicios que la otrora Comunidad Europea y si esta federalización tan impuesta como disimulada no ha acabado transformando a un club de buenos vecinos en compañeros de piso tirantes, maniatados y frustrados.

¿Demasiada integración acaba matando la integración? Y, si es el caso, ¿cómo hacer volver la Europa inicial al redil de sus orígenes y demostrar que otra Europa es posible? Esas son las únicas preguntas que soslayan el malestar de millones de ciudadanos y las respuestas no requieren necesariamente un big bang europeo ni una tabula rasa, todavía menos de una huida hacia adelante federalista. Pero sí se trata de volver a hacer girar el proyecto europeo alrededor de sus pilares originales: las naciones que lo componen, sus raíces históricas y culturales, y sus ciudadanos.  En otras palabras:

  • Ajustarse la regla de oro de la integración europea, tan crucial como denostada: cualquier competencia que los Estados Miembros no han cedido a la UE pertenece a éstos últimos. Es imperativo que Bruselas deje de otorgarse con malas artes jurídicas y con hechos cumplidos poderes que nadie le ha dado, urge recuperar la esencia de la subsidiariedad (Primera parte).

  • Erradicar el wokismo rampante que carcome la UE a la sombra de “los valores europeos”, del “estado de derecho” y del principio de no-discriminación, auténticos caballos de Troya ideológicos que, además, la UE aplica con un insostenible doble rasero, como lo demuestra su complacencia con el gobierno de Sánchez. Asimismo, urge recuperar las raíces culturales, históricas e espirituales de Europa y no dejar que se ahogue en la insustancialidad de valores abstractos y genéricos. Aparte de la geografía, ¿qué le queda de europeo a una UE que niega su pasado y sus raíces? (Segunda parte).

  • Rehabilitar el concepto de soberanía nacional como piedra angular y principio cardinal de la UE. Europa debe ser la suma de los intereses de sus miembros y la garantía de que el escalafón supranacional sirve para reforzar el nacional, no para erosionarlo. Para que así sea, urge en primer lugar salvaguardar la regla de la unanimidad que está ahora mismo bajo sospecha y (¿por qué no?) ampliarla porque una UE que respete las líneas rojas de sus miembros sólo puede ser más fuerte. En segundo lugar, asegurarse que el Consejo Europeo (la institución que reúne a los jefes de estado y de gobierno) se alza en la cúspide de la arquitectura institucional de la UE. (Tercera parte).

  • Dotar a la UE de un Parlamento que sea la voz de sus ciudadanos y no la de intereses minoritarios de organizaciones particulares, que no sea una cámara totalmente fagocitada por el federalismo y que rinda cuentas a sus ciudadanos. No basta con escudarse en el sufragio universal para blanquear a un Parlamento chantajista, de clase, entregado a las minorías, y gobernado desde hace décadas por una coalición Frankenstein del que el Partido Popular Europeo es el alma mater (Cuarta parte).

Quedan cuatro meses para empezar la indispensable reforma de una Europa que hace treinta años se descarrió y que hoy se acerca peligrosamente al precipicio de la mano de unas élites endogámicas que han transformado un proyecto de cohesión entre naciones europeas en un atajo globalista para disolverlas a fuego lento. Porque otra Europa es posible, veamos en las próximas entregas cómo este objetivo se puede lograr.

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