Si seguimos como hasta ahora, no tardará mucho el día en que el régimen haya dejado de tener sentido y, convertido en una cáscara hueca, no valga ya para lo que fue creado y se desvanezca sin hacer ruido.
Las denuncias del embajador de Ecuador sobre la financiación de Podemos constituyen un dato más, aunque por el momentos sea sólo una hipótesis, acerca de la larga e intensa relación de la formación política española con los movimientos neocomunistas latinoamericanos. Ya no es arriesgado afirmar que Podemos ha sido partido político promovido desde Cuba y desde Venezuela, con otros países satélites como contribuyentes, con dos objetivos: o bien instaurar un régimen bolivariano en la UE (recuérdense los tiempos no tan lejanos en los que los líderes de Podemos se codeaban con los griegos de SYRIZA), o bien desestabilizar la democracia española.
Lo primero no resulta todavía verosímil, a pesar de que el partido de los universitarios indignados ya ha conseguido podemizar al PSOE, un paso que a muchos se les antojaba inverosímil. Lo segundo, en cambio, es una realidad en marcha: con Podemos en el gobierno y apoyando los movimientos secesionistas, nacionalistas y filoterroristas, la Monarquía parlamentaria española está sometido a un desgaste continuo: por momentos coyunturales de tensión que desacreditan el sistema, pero sobre todo por un vaciado permanente del sentido de la realidad institucional fundamentada en la Constitución española. Si seguimos como hasta ahora, no tardará mucho el día en que el régimen haya dejado de tener sentido y, convertido en una cáscara hueca, no valga ya para lo que fue creado y se desvanezca sin hacer ruido, sin que nadie sepa muy bien qué ha pasado para que en España hayan cuajado varias naciones soberanas, varios poderes judiciales, varios sistemas de seguridad social, varios regímenes de hacienda e identidades que nada tendrán que ver unas con otras: ni la historia, ni las lenguas, ni los intereses.
Uno de los aspectos más fascinantes de este proceso del que estamos siendo a un tiempo protagonistas y espectadores es aquel al que se hacía referencia al principio: el de estar impulsado, en parte muy relevante, por movimientos venidos de Iberoamérica. Resulta muy difícil pensar que algo así pudiera ocurrir en esas comunidades culturales y económicas, más que políticas, que forman otros grandes y antiguos imperios europeos. En todos ellos se producen interacciones muy importantes, claro está: políticas blandas de promoción cultural y lingüística, inmigración (en todos), alianzas estratégicas (Francia y Gran Bretaña), reconocimiento de una cierta hegemonía, incluso militar (Francia o Rusia, aunque este último caso es demasiado reciente)… Lo que no es frecuente es que los cambios políticos producidos en las naciones asentadas en los antiguos territorios coloniales sean capaces de provocar cambios importantes en la política de la antigua metrópoli y menos aún, como está ocurriendo en España, llegar a promover un cambio de régimen. De hecho, el cambio no afectará sólo a los españoles. La Unión Europea, que es un proyecto siempre “in progress”, se enfrentará a una crisis considerable, mayor que la del Brexit, si la cuarta potencia del club acaba deshaciéndose como un azucarillo.
Para comprender lo que está ocurriendo, es imprescindible comprender las relaciones que mantienen los países iberoamericanos, que no es exactamente la misma que mantiene un imperio con sus antiguas colonias. Lo es en parte, claro está, porque la Monarquía española que se extendía en territorios europeos y americanos no dejaba de ser un imperio cuya metrópoli explotaba en su favor, y con muy pocos reparos, las materias primas, la mano de obra y los mercados de sus colonias. También era algo distinto, sin embargo: una unidad política y cultural sobre cuyo origen configuración se pueden tener muy distintas opiniones y valoraciones, pero cuya realidad final tiene un perfil propio sobre el que sí que es posible llegar a un acuerdo. La América española era, propiamente dicho, una España americana, y no sólo una forma de imperio.
Como el proceso de separación fue tan artificial y tan brutal, y dio origen a procesos tan complejos de creación de naciones nuevas, se estableció una distancia política gigantesca entre la España europea y la antigua España americana. Lo salvaron la emigración de españoles, las relaciones culturales, centradas en el interés por no perder la unidad del idioma y el recuerdo de una comunidad de valores que nunca dejó de estar vivo. (Además de los lazos vigentes hasta mucho más tarde con Cuba y Puerto Rico.)
La instauración de la Monarquía parlamentaria en 1978 consolidó una forma nueva de relación, que se tradujo casi de inmediato en Iberoamérica con lo que acabaría por denominarse la tercera ola democratizadora. Y no porque España tuviera capacidad para intervenir en procesos políticos de tal envergadura, sino porque España empezó a jugar entonces un papel nuevo, no impuesto, de referencia. La ausencia de una estructura estable de cooperación se suplió, de forma pragmática con la Conferencia de Países Iberoamericanos, y las relaciones empezaron a intensificarse hasta llegar a la actualidad, caracterizada por inversiones españolas considerables, nuevos flujos migratorios que han cambiado de arriba a abajo la sociedad española e intercambios culturales que van mucho más allá, en cuanto a sus repercusiones económicas, que los más elitistas de años anteriores (que jugaron, en cualquier caso, un papel crucial). Gestionar su propio papel como “referencia” nunca fue fácil. Menos lo es cuando el tiempo han ido reduciendo el papel de Occidente en el mundo y la igualdad se impone.
Por eso mismo, por esa especial unidad que formamos los países iberoamericanos, lo que en estas páginas denominamos la Iberosfera, los movimientos políticos que ocurren a un lado del Atlántico tienen, hoy más que nunca, repercusiones al otro lado. Y esas repercusiones pueden llegar a ser extremadamente negativas si, como está ocurriendo, seguimos enfrascados en procesos de neocomunismo, neoindigenismo y asalto a las instituciones de la democracia liberal.
Los movimientos neocomunistas clásicos han evolucionado hacia un nuevo indigenismo, de retórica postmoderna, que incide muy particularmente en la reivindicación de las identidades “autóctonas”. Como en todas partes, ataca la unidad de las sociedades democráticas, porque propicia la creación de sujetos políticos nuevos, caracterizados por identidades cerradas. También mina las instituciones, que dejan de ser capaces de representar a todos y tienen que adaptarse al nuevo paisaje identitario. Y consolidan nuevas castas hegemónicas que sustituyen a las elites que no han sabido defender lo que fue -y sigue siendo- la base misma de la democracia liberal. España, que sigue siendo uno de los países más desarrollados y prósperos del mundo, en un contramodelo. En todo este discurso, España vuelve a ser la antigua metrópoli, una coartada perfecta, por muy burda que resulte, para justificar el avance de estos nuevos movimientos. Al mismo tiempo, desde los países iberoamericanos que no han resistido su avance, se hace todo lo posible para replicar esa tendencia en una España sin seguridad en sí misma y, al parecer, con escasa capacidad para defenderse como nación democrática y plural. Es lo que estamos viviendo, en una sorprendente reversión de la tendencia que predominó entre 1980 y 2010. Y ahora, promocionada desde el Gobierno español.