Los intelectuales, cuya función crítica resulta útil en un entorno autocrático, han acabado por tener un impacto ambiguo e insidioso en nuestras democracias.
Una expresión inglesa del siglo XVI sostiene que “no hay peor tonto que un viejo tonto”. Ahora bien, la eclosión de ideologías totalitarias como el fascismo, el comunismo y el islamismo en torno a la Primera Guerra Mundial aconseja enmendar este refrán por otro: el de que “no hay peor tonto que un intelectual tonto”.
Un intelectual es alguien comprometido con el mundo de las ideas, que lee y escribe para ganarse la vida, que convierte los hechos en teorías. Jean-Paul Sartre lo definió como “alguien que se entromete en lo que no le concierne”. Suena bonito, pero los intelectuales critican en su mayoría a sus propias sociedades, una función que resulta útil en las autocracias, pero que acaba teniendo un impacto ambiguo e insidioso en las democracias. Basta con fijarse en el sistema educativo actual.
El desaparecido profesor Paul Hollander (1932-2019) estudió en profundidad los exuberantes elogios que los pensadores occidentales bien alimentados, libres y célebres vertieron sobre los líderes totalitarios. El trabajo, titulado From Benito Mussolini to Hugo Chávez: Intellectuals and a Century of Political Hero Worship (Cambridge University Press, 2017) estudiaba este fenómeno desde sus orígenes en la Primera Guerra Mundial. John Earl Haynes ha tenido a bien recopilar algunas de las citas más extravagantes emanadas de esas mentes célebres, además de una que yo mismo me encargo de añadir:
Mussolini: Herbert Croly, editor fundador de la revista estadounidense The New Republic, habló efusivamente del “ímpetu del nacionalismo italiano que… permitiría a los italianos controlar sus propias vidas gracias a una renovación de la perspectiva moral”. Llegó a afirmar que el fascismo era “un experimento político que hizo surgir en toda una nación una energía moral superior y dignificó sus actividades al subordinarlas a un propósito común profundamente compartido”.
Hitler: Arnold J. Toynbee, el influyente historiador inglés, entrevistó al Führer en 1936 y declaró luego estar “convencido de su sinceridad al desear la paz en Europa”.
Stalin: Jerome Davis, un famoso miembro de la Escuela de Teología de Yale, pensaba que “sería un error considerar al líder soviético como un hombre obstinado empeñado en imponer sus ideas a los demás”.
Mao: John K. Fairbank, decano de Estudios Chino-Americanos en Harvard, afirmó: “La revolución maoísta es en general lo mejor que le ha pasado al pueblo chino desde hace siglos”. Su conclusión: la China de Mao era “mucho más amistosa que enemiga, está concentrada en sí misma de una forma peculiar y no es agresiva en el extranjero”.
Arafat: Edward Said, profesor universitario de Columbia, dijo que el líder palestino “había convertido la OLP en un organismo verdaderamente representativo”.
Jomeini: Richard Falk, un politólogo de Princeton, declaró que el ayatolá iraní había creado “un nuevo modelo de revolución popular, basado en su mayor parte en tácticas no violentas”. Y concluía diciendo que “Irán aún puede proporcionarnos un modelo de gobernanza humana que se necesita desesperadamente en los países del Tercer Mundo”.
Castro: El aclamado novelista estadounidense Norman Mailer halagó a su anfitrión cubano diciéndole: “Usted fue el primer y más grande héroe que ha surgido en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial… Es usted la respuesta al argumento… de que las revoluciones no pueden durar, que se corrompen, se convierten en regímenes totalitarios o se devoran a sí mismas”.
Kim Jong II: Bruce Cumings, historiador de la Universidad de Chicago, describe al dictador norcoreano como “una persona hogareña que no socializa demasiado, no bebe demasiado y trabaja en casa en pijama… Le gusta más jugar con sus numerosas cajas de música, sentado en el suelo… Es tímido y algo mojigato, y como la mayoría de los padres coreanos, está fervientemente dedicado a su hijo”.
Estos testimonios aduladores inspiran varias conclusiones:
- Como yo también leo, pienso y escribo para ganarme la vida, prefiero distanciarme de estos intelectuales explicando que practico la “política sencilla de un camionero, y no la compleja de un académico”.
- Las universidades albergan demasiados programas de humanidades (¿una Cátedra de Estudios sobre transgénero?) mientras los aficionados al postureo y a la provocación dominan el mundo del arte (¿un plátano de 120.000$?, ¿una obra de arte digital de 69,3 millones de $?) Y sin embargo, lo que se necesita son escuelas técnicas y de oficios… y artistas de verdad.
- El libro de Paul Johnson de 1988, Intellectuals: From Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky contaba manías personales desagradables y divertidas. Eso, sin embargo, constituye un espectáculo secundario. El auténtico problema es que, en conjunto, los editores, profesores y escritores que se ocupan de política y de arte se equivocan casi siempre, y tienen un efecto más dañino que constructivo.
¿Cómo terminará todo esto? Nada bien. Los intelectuales proliferan a medida que los robots y la inteligencia artificial se ocupan cada vez más del trabajo físico. Eso permite contar con más tiempo libre e invita al egoísmo, y a retorcer las cosas. A medida que los gobiernos proporcionan ingresos garantizados y los supermercados se ven inundados de productos, el sentido común se aplica con más y más dificultad. Al despreciar lo esencial y -al revés- buscar y hallar defectos sin la menor generosidad, los intelectuales nos están llevando a transitar un camino muy oscuro.
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