El establecimiento de peajes en todas las autovías españolas no solo evidencia la querencia confiscatoria de este gobierno, sino que supone el último ataque a la España vacía y su necesaria reconversión.
El Gobierno de la Nación anunciaba la pasada semana su intención de imponer peajes en todas las autovías españolas a partir del año 2024. Una decisión que se enmarca en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, presentado a bombo y platillo para justificar ante la Unión Europea la entrega de los fondos comunitarios y que supondrá el aumento de la presión fiscal -no solo a través de peajes- a las ya debilitadas clases medias y populares españolas.
Desde el Gobierno y sus terminales mediáticas justifican la decisión y aseguran que es la “única solución posible” para garantizar un mantenimiento adecuado de las vías públicas. O peajes, o una subida radical de impuestos. Eso hemos tenido que leer estos días desde las afiladas plumas de los columnistas de la corte, prestos siempre a blanquear cualquier decisión de Pedro Sánchez por disparatada que sea.
La imposición de peajes en las carreteras españolas no iguala a España con el norte de Europa, sino que acerca a nuestro país a Hispanoamérica. Y, en este caso, eso no son buenas noticias. El proceso de centralización de las ofertas laborales -especialmente en Madrid y Barcelona- derivado de la crisis de 2008 se verá agravado por decisiones como esta.
Uno de los efectos más nocivos de la crisis de 2008 tiene que ver con la exportación “modelo levantino” (hostelería estacional, salarios ínfimos y jornadas de trabajo interminables) a las zonas costeras del resto del país. Muchos ciudadanos, especialmente aquellos sin estudios superiores, sólo tienen la oportunidad de trabajar una parte del año, en largas jornadas de más de doce horas y por menos de 1.000 euros.
Durante la campaña de las elecciones autonómicas en la Comunidad de Madrid, uno de los argumentos más repetidos por la candidata del Partido Popular, Isabel Díaz Ayuso, fue que la región crecía diez veces más rápido que el resto de las comunidades autónomas. Un argumento convincente a ojos de su electorado, y de cualquier ciudadano preocupado por la economía, pero que deja en evidencia la grave situación que padece a España.
Que Madrid crezca diez veces más rápido que Murcia, Cantabria o Galicia es sin lugar a duda una mala noticia para España. No por Madrid, claro que no, sino por cómo después de cada crisis la distancia económica entre la capital y el resto del país se hace más profunda, provocando un efecto salida en las regiones más debilitadas y concentrando grandes núcleos de población en la Comunidad de Madrid.
Un núcleo de población, el de la ciudad de Madrid, que con decisiones como la imposición de peajes pasará a una escala similar al de las grandes urbes de Hispanoamérica. Además de la concentración de la oferta laboral y, por ende, de la población, esta concentración conlleva una mejora de las infraestructuras y del transporte público. ¿Y qué ocurre entonces? Que en algunos casos el coche pasa de ser una necesidad a una opción por lo que los peajes solo afectarán a una parte de su población.
Por lo que los más perjudicados por este nuevo y abusivo gravamen a la movilidad personal no son los ciudadanos que viven en Madrid y su conurbano, que también, sino los millones de españoles que viven en el resto de las regiones que sí precisan del coche para cualquier tipo de desplazamiento, tanto a puestos de trabajo como a instalaciones sanitarias o sociales.
Esa izquierda entusiasta de los peajes, que alega que el que quiera autovías debe aportar aún más para mantenerlas, vive en grandes núcleos urbanos, con varias opciones de transporte disponibles, la posibilidad de teletrabajar varios días a la semana y con toda clase de servicios públicos a la vuelta de la esquina.
Un sentir, propio de la izquierda que vive en barrios céntricos como Malasaña, que no se corresponde con el de los ciudadanos del mismo espectro ideológico en el resto del país, que entienden que los peajes suponen un nuevo ataque a la España vacía y que dificultará la necesaria repoblación de las pequeñas ciudades y los pueblos.
Un céntimo por kilómetro puede parecer una cantidad testimonial, pero es un puñal en el corazón de autónomos, trabajadores y pequeños y medianos empresarios que, cada día, se desplazan cientos de kilómetros hasta sus puestos de trabajo. Millones de españoles que han sido golpeados duramente por la crisis del COVID-19 y que madrugan cada mañana con la inquietud de no saber cuánto tiempo podrán seguir desempeñando su actividad profesional.
La crisis del coronavirus ha lastrado y lastrará aún más todas esas provincias españolas donde la movilidad por autovías es obligatoria. El proceso de desindustrialización que sufre el país, agravado por el cisma de 2008 y la crisis demográfica, deja a España en una situación muy comprometida de cara al futuro. Y decisiones como esta no alientan a creer que el futuro será mejor.
El surgimiento de nuevas oportunidades para estas provincias, como la descentralización de las empresas a través del teletrabajo, no debería ser obstruida por nuevos impuestos a la movilidad. Porque entonces la posibilidad de vivir a dos-tres horas de la Comunidad de Madrid, viajando a la región solo unos pocos días al mes y construyendo una vida lejos de las grandes urbes, en ciudades más pequeñas o pueblos, se convertirá en un imposible.
Y no solo a través del teletrabajo. La creación de nuevas industrias, el fortalecimiento de las existentes, la protección de los productores y una política demográfica sensata deberían ser una urgencia para cualquier gobierno. Porque en eso nos va España. La única España posible.