Pablo Iglesias ha sorprendido a la opinión pública con su decisión de renunciar a la vicepresidencia del Gobierno que ocupaba para encabezar la candidatura de Podemos a la Comunidad de Madrid.
El secretario general de Podemos ha contado con el apoyo del 99,48% de los 13.427 inscritos que han votado y que suponen alrededor del 44% de aquellos que podían hacerlo. Este proceso no es sino el enésimo ejemplo de que los adalides de la “nueva política” no han conseguido invertir una de las principales características de la democracia liberal de masas que consiste en que los partidos son los principales instrumentos para la representación política de los ciudadanos y todos aquellos que prometen desarrollar mecanismos de democracia directa engañan a sus respectivos auditorios.
Detrás de esta maniobra y de la oferta que extendió a Más Madrid para elaborar una candidatura única junto a su formación -recuperando, de alguna manera, dos de las principales partes y caras del Podemos original- latía la intención de Iglesias de desactivar políticamente a su viejo amigo, Íñigo Errejón, mientras se presentaba en Madrid como el salvador de una “izquierda” a la que, en el ciclo político que agrupa los años 2014 a 2018, despreció.
La opinión pública española ha aceptado sin reticencias el relato de que el abandono del Gobierno por parte de Iglesias implicará el traspaso del liderazgo de la formación a la ministra comunista Yolanda Díaz -que, como debe recordarse, procede de Esquerda Unida– en un intento de constituir lo que algunos autores ven como el surgimiento de una bicefalia similar a la que ha desarrollado el Partido Nacionalista Vasco (con un lendakari depositario del poder institucional y un secretario general que se encarga de controlar a la organización).
Sin embargo, lo cierto es que ha sido la realidad política la que ha forzado a Iglesias a realizar este último movimiento. Podemos nació como un partido con especificidades madrileñas que fue aglutinando a otros partidos y movimientos regionales descontentos con la, por aquel entonces, deriva de la izquierda española (pensemos en las confluencias gallega, catalana y vasca o en la asociación que establecieron con el Compromís de Mónica Oltra para concurrir a las elecciones generales y que Errejón consiguió replicar en las elecciones de noviembre de 2019).
La pujanza política de Podemos ha ido disminuyendo con el paso del tiempo y, en el caso de Madrid, su espacio político ha sido ocupado, de manera paulatina, por la formación creada por Errejón y Carmena. De ahí que Iglesias, una vez constatadas las negativas de Irene Montero y de Rafael Mayoral a presentarse como cabezas de lista de la formación por Madrid, haya decidido emprender un camino que puede convertirse en el epitafio de un político que se creyó con la capacidad de “redimir” a la democracia española de sus defectos y que pasará a la historia como el renovador del comunismo español.
Sólo así seremos capaces de comprender el conjunto de elementos simbólicos y discursivos que Podemos está movilizando en esta campaña: desde un antifascismo que no hace frente a ningún movimiento fascista, hasta la invocación de categorías vacías en la esfera política española como el trumpismo o la ultraderecha -categoría polarizadora y sin capacidad analítica alguna-, pasando por la reivindicación del legado de los comunistas españoles como parte fundante de nuestra democracia.